sábado, 29 de enero de 2022

El dilema del homo indeterminatus

Giovanni Pico della Mirandola se apersonó en este mundo el 14 de febrero de 1463. Nació en el centro de la península itálica, en Florencia.  Fue coetáneo y vecino de Girolamo Savonarola, Sandro Botticelli, Lorenzo de Médici… A los 23 años, escribió y publicó Oratio de hominis dignitate (Oración de la dignidad humana, usualmente traducida a nuestro idioma como Discurso sobre la dignidad del hombre). Aquí, cuando escribo “publicó” quiero decir que hizo público su texto, porque convertido en libro no apareció sino hasta 1496; entonces, si hubiera estado vivo, Pico habría tenido la edad de Cristo al morir, 33 años, pero no lo estaba: dos años antes, el 17 de noviembre de 1494, Pico había fallecido, seguramente envenenado.



En su Oratio de hominis dignitate —que bien podemos entender como el primer manifiesto del humanismo renacentista—, Pico della Mirandola afirma saber “en qué consiste la suerte que le ha tocado [al ser humano] en el orden universal”. Narra que después de haber construido “esta mansión mundana”, esto es, el Universo, con todas sus “etéreos globos” y la “turba de animales de toda especie”, Dios deseó que “hubiese alguien que comprendiese la razón de una obra tan grande, amara su belleza y admirara la vastedad inmensa”. Procedió a crearnos…, pero —semejante a lo que cuenta Hesíodo y Platón— “entre los arquetipos… no quedaba ninguno sobre el cual modelar la nueva criatura, ni ninguno de los tesoros para conceder en herencia”. Tampoco quedaba ya un sitio específico en dónde dejarlo. ¿Qué hacer dada la “falta de proyecto”? El Artífice “estableció por lo tanto que aquel a quien no podía dotar de nada propio le fuese común todo cuanto le había sido dado separadamente a los otros”. En cuanto atributos, según el pensador florentino, somos pues un modelo armado con piezas de otros, como el monstruo creado por el doctor Víctor Frankenstein. El resultado, en palabras de Pico della Mirandola, es una “obra de naturaleza indefinida” que fue colocada “en el centro del mundo”. Entonces, Dios habló así a su criatura, y su discurso es una de las descripciones del hombre más hermosas y precisas que conozco:

Oh Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes por mí prescritas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna te la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado… No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses. Podrás degenerar en los seres inferiores que son las bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que son divinas.

Ese es el dilema: ¿vamos a optar por degenerar en bestias o en regenerarnos en dioses?

 


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