jueves, 20 de enero de 2022

Satán y los extraterrestres

  

Me acordé de Satán al comenzar a leer La condición humana, ensayo de la pensadora judío-alemana Hannah Arendt (1906-1975). El título es soberbio; pero el contenido, portentoso, y lo merece. No sólo recordé a Satán, también al Creador y a Samuel Langhorne Clemens. El nombre de Satán significa, literalmente, “enemigo”, “adversario”. Hannah Arendt, oriunda de la provincia prusiana de Hannover, nació con otro nombre: Johanna Arendt. Para el judaísmo, el nombre del Creador es un asunto intrínsecamente problemático, controversial. En cuanto al nombre de Samuel Langhorne Clemens, realmente es lo de menos porque lo que importa es su pen name: Mark Twain.

 


El cometa Halley orbita el Sol en períodos cortos. El testimonio más antañón de un avistamiento data del 239 a. C., y desde 1705, cuando el científico inglés Edmund Halley calculó su trayectoria, sabemos cuándo esperarlo. En 1835, la humanidad pudo maravillarse observando a simple vista el paso del cuerpo celeste. Aquella ocasión su perihelio ocurrió el 10 de noviembre, y veinte días después, en Florida, Misuri, llegó al mundo Samuel Langhorne Clemens, quien, ya más Mark Twain, en 1909, soberbio, dijo: “Vine al mundo con el cometa Halley… Vuelve de nuevo el próximo año, y espero marcharme con él. Será la mayor desilusión de mi vida si no me voy con el cometa Halley. El Todopoderoso ha dicho, sin duda: 'Ahora están aquí estos dos fenómenos inexplicables —unaccountable freaks—; vinieron juntos, juntos deben partir'. ¡Ah! Lo espero con impaciencia.” (Albert Bigelow Paine, Mark Twain, A Biography). Puntual, Twain falleció de un infarto agudo al miocardio el 21 de abril de 1910, un día después del perihelio del cometa Halley. Para entonces ya era el escritor norteamericano más célebre, y su obra publicada, pletórica. Sin embargo, jamás pudo ver en letra de molde su libro Los escritos irreverentes —la edición príncipe saldría de imprenta 52 años después de su muerte—. En una de sus partes, “Las cartas de Satán desde la Tierra”, Twain cuenta su versión del mito cosmogónico judeo-cristiano. El resultado es un relato sarcástico que en momentos recuerda la narrativa cosmogónica vigente, la cual no sería formulada por la comunidad científica más o menos como la conocemos actualmente sino hasta mediados del siglo XX (Einstein, Hubble, Lemaître, Hawking, Gámov), la teoría del Big Bang. Justo en el comienzo —del texto y de todo— escuchamos al Creador decir a los arcángeles Gabriel, Miguel y Satán: “He pensado. ¡Mirad!” Enseguida, “levantó la mano y de ella surgió un chorro de fuego pulverizado, un millón de soles fabulosos que hendieron y surcaron la oscuridad, alejándose y alejándose, menguando en tamaño y brillo al penetrar los distantes confines del espacio, hasta convertirse en minúsculos diamantes refulgiendo bajo la inmensa bóveda del universo”. Luego y aparte (¿luego y aparte del Eterno y Omnisciente?), los arcángeles se reúnen para tratar de entender lo realizado por el Creador… Satán pregunta en qué estriba la esencia de “la novedad colosal”, y uno de sus compañeros responde: “¡La invención e introducción de una ley automática, que no precisa supervisión ni regulación para gobernar esas miríadas de soles y mundos que giran y avanzan a toda velocidad!” Satán expresa su acuerdo y, más entusiasta, abunda: “¡Una ley automática, exacta e invariable que no requiere vigilancia, corrección ni reajuste alguno en toda la eternidad del tiempo! ¡Nos ha dicho que esos incontables cuerpos enormes surcarán las oquedades del Espacio a una velocidad inimaginable por los siglos de los siglos, trazando órbitas formidables, pero sin chocar jamás y con períodos orbitales que en dos mil años no se prolongarán ni se acortarán más de la centésima parte de un segundo! ¡Ese es el nuevo milagro, el mayor de todos!”

 

Me vino a la cabeza el vehemente recuento satánico ideado por Twain tan pronto comencé a leer el Prólogo de La condición humana (The University of Chicago Press, 1958). Hannah Arendt comienza trayendo a colación un acontecimiento sucedido para ella hacía apenas unos meses: “En 1957 se lanzó al espacio un objeto fabricado por el hombre…” Se refiere al primer satélite artificial de la historia, el Sputnik I, puesto en órbita por la URSS el 4 de octubre de 1957. Sigue la doctora Arendt: “… durante varias semanas [el satélite] circundó la Tierra según las mismas leyes de gravitación que hacen girar y mantienen en movimiento a los cuerpos celestes: Sol, Luna y estrellas. Claro está que el satélite construido por el hombre no era ninguna luna, estrella o cuerpo celeste que pudiera proseguir su camino orbital durante un período de tiempo que, para nosotros, mortales sujetos al tiempo terreno, dura de eternidad a eternidad” —ciertamente, el artificio, una pelota de metal de 58 centímetros de diámetro, se mantuvo en órbita durante tres semanas antes de que se agotaran sus baterías, y luego, ya sin comunicación con la base, siguió dándole vueltas al planeta durante un par de meses antes de caer a la atmósfera—. Casi tan exaltada como Satán, Arendt cuenta: “Sin embargo, logró permanecer en los cielos; habitó y se movió en la proximidad de los cuerpos celestes como si, a modo de prueba, lo hubieran admitido en su sublime compañía.”

 

Doña Hannah sostiene que el hecho, único en la historia de la humanidad, “no le va a la zaga a ningún otro, ni siquiera a la descomposición del átomo…”, y alude a una de las expresiones con las que la prensa norteamericana dio cuenta del evento, “una extraordinaria frase que… se esculpió en el obelisco fúnebre de uno de los grandes científicos rusos”. Se refiere a Konstantín Tsiolkovski (1857-1935), considerado nada menos que el “padre de la Cosmonáutica” —toda la aeronáutica se fundamenta en la ecuación del cohete que formuló en 1903, cuyo principio es casi poético: un dispositivo que puede acelerarse a sí mismo usando el empuje al expulsar parte de su masa a alta velocidad, puede moverse debido a la conservación del momentum—. La dichosa frase es la siguiente:

 

“La humanidad no permanecerá atada para siempre a la Tierra.”

 

“En éste, como en otros aspectos, la ciencia… ha hecho realidad lo que los hombres anticiparon en sueños… La única novedad es que uno de los más respetables periódicos de este país publicó en primera página lo que hasta entonces había pertenecido a la escasamente respetada literatura de ciencia ficción…” La filósofa —aunque ella prefería presentarse como teórica política— no lo menciona, pero vale recordar, que más de diez años antes del lanzamiento del Sputnik I,Arthur C. Clarke (1917-2008), prolífico escritor de ciencia ficción, ideó la posibilidad del establecimiento de una constelación de satélites artificiales con la que se aseguraran las comunicaciones terrestres (“Extra-terrestrial Relays — Can Rocket Stations Give World-wide Radio Coverage?”; Wireless World, 1945). Al iniciar el año 2022 orbitan la Tierra poco más de ocho mil satélites artificiales —sin contar los casi cuatro mil más que ya no sirven y son ahora chatarra extraterrestre desechada por el civilizado homo sapiens—. Así que, como escribió Arendt hace 65 años, “la trivialidad de la afirmación no debe hacernos pasar por alto su carácter extraordinario”. Si bien “nadie en la historia de la humanidad había concebido la Tierra como una cárcel… ni ha mostrado tal ansia para ir literalmente de aquí a la Luna”, hoy los satélites artificiales son una tecnología que su usa generalizada y cotidianamente, y los viajes tripulados al satélite natural de la Tierra no sólo son ya cosa del pasado, sino que se invierten cantidades colosales de trabajo y de recursos —el dinero es su representación— para “facilitar la colonización de Marte”. En efecto, como quizá se haya enterado el lector, tal es la misión de la empresa SpaceX, propiedad de su CEO, la persona más acaudalada del planeta, Elon Musk (al 13 de enero poseía más de 264 mil millones de dólares, de acuerdo al The real-time Billionaires List de Forbes), a quien se le metió en la cabeza que ya es tiempo de que los agrestes seres humanos nos convirtamos en una “especie multiplanetaria”.

 

Seguramente harto, ahíto de los placeres que ofrece nuestro humilde planeta Tierra, el sudafricano dueño de SpaceX cofiesa: “No puedo pensar en nada más excitante que viajar allá afuera…” Y por lo visto Musk no es el único multimillonario que piensa de la misma manera. El turismo espacial de los mega magnates se ha convertido en la muestra más estrambótica, descarada y grosera de la megamaquinaria empecinada en concentrar toda la riqueza a costa de la explotación del trabajo ajeno y de la incineración acelerada de los recursos naturales. El fenómeno no es nuevo, al menos se presenta desde el surgimiento de la civilización: “… las monumentales pirámides egipcias ¿qué son sino el equivalente estático exacto de nuestros cohetes espaciales?, sostiene Lewis Mumford (El mito de la máquina). “Ambos son artilugios para asegurar a un coste extravagante un pasaje al Cielo para unos cuantos privilegiados”.

 

Hannah Arendt no planteó una pregunta absurda cuando escribió: “la emancipación y secularización de la Edad Moderna, que comenzó con un desvío, no necesariamente de Dios, sino de un dios que era el Padre de los hombres en el cielo, ¿ha de terminar con un repudio todavía más ominoso de una Tierra que fue la Madre de todas las criaturas vivientes bajo el firmamento?” Es un cuestionamiento pertinente y oportuno, tanto como su llamada de atención a la forma superficial en la que solemos atender la ciencia ficción: “nadie le ha prestado la atención que merece como vehículo de sentimientos y deseos de la masa”.

 

Diez años después de la publicación de La condición humana y un año antes de la llegada del hombre a la Luna, en el insólito año de 1968, se estrenó 2001: A Space Odyssey. La magnífica cinta de Stanley Kubrick fue realizada a partir de un guion del mismo inglés a quien se le ocurrió el concepto de los satélites artificiales de comunicación, el inglés Arthur C. Clarke. En “Las cartas de Satán desde la Tierra” de Mark Twain leemos que, después de pensar, el mismísimo Creador levantó la mano para lanzar el “millón de soles fabulosos” que se propagarían para crear el universo; en 2001: A Space Odyssey, en el clímax del episodio Dawn of Man, vemos a un fierísimo primate que, al frente de su tropilla, luego de hacer añicos al líder de otra tribu golpeándolo con un fémur —una cosa apenas vuelta una herramienta por su inventiva—, alardea y reta, soberbio y arrogante, y toma impulso para aventar su novel arma hacia el cielo… Quienes hayan visto el aclamadísimo film recordarán que entonces ocurre una de las elipsis más estudiadas y alabadas de la historia de la cinematografía: observamos en cámara lenta cómo el hueso sale disparado al aire dando volteretas, llega hasta donde el impulso alcanza y comienza la caída…, sin embargo, después de unos cuantos giros, en vez del hueso precipitándose con el cielo de fondo, aparece en pantalla una estación aeroespacial orbitando plácidamente en torno a la Tierra… Un salto de unos cuatro millones de años. El artificio humano se mueve tranquilamente en el espacio, mientras comienzan a escucharse los compases de El Danubio azul, de Johann Strauss (hijo).

 

En la odisea imaginada por Arthur C. Clarke, allá, fuera de la Tierra, a bordo de una máquina, otra máquina traicionará al hombre. Acá, en la Tierra, todo indica que el hombre está traicionando al hombre. El hombre es su propio adversario, su enemigo. “Pudiera ser que nosotros, criaturas atadas a la Tierra que hemos comenzado a actuar como si fuéramos habitantes del universo, seamos incapaces de entender, esto es, de pensar y hablar sobre las cosas que, no obstante, podemos hacer”, advirtió, visionaria, la endemoniadamente inteligente Hannah Arendt.

 

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