lunes, 9 de enero de 2023

¿Existe un humanismo mexicano?

 

Probablemente mucha gente se planteó la cuestión por vez primera hace apenas unos días, después de que el presidente López Obrador propuso denominar así, “en el terreno teórico, el modelo de gobierno” que encabeza: humanismo mexicano. Pero la pregunta no es nueva. A las pruebas…

 

 

 

 

Pongamos que acompañamos a una de las muchísimas personas invitadas a la ceremonia de inauguración de la Torre Latinoamericana. Me refiero a ese magnífico rascacielos, ícono del Distrito Federal, hoy Ciudad de México, erigido en donde se encontraba, hasta hace poco más de quinientos años, el vivario del tlatoani Moctezuma II Xocoyotzin —vivario o totocalli o casa de las fieras o zoológico—. El predio se localiza en lo que hoy día es la esquina de Madero y el Eje Central Lázaro Cárdenas. Ese fue el lugar de la ocurrencia, seis cuadras al oeste del Zócalo. El hecho ocurrió hace 66 años —Lázaro Cárdenas se llamaba aún San Juan de Letrán, y Madero ya Francisco I. Madero, desde que en 1914 el general Pancho Villa le puso así a la calle que antes se denominaba Plateros—.



“En ninguna parte de la Ciudad de México se ha concentrado tanta actividad y de tan diversa índole, como en el núcleo que forman —dice Manuel Bernal, el narrador del documental La Ciudad de México, de Juan García Rojas realizada en 1955— el edificio de Correos, el Banco de México, el Palacio de Bellas Artes, el Palacio de Minería y el Palacio de Comunicaciones. Hacia ellos convergen las famosas avenidas Juárez, 5 de mayo y San Juan de Letrán.” Todavía no se mencionaba la torre de 44 pisos que, unos meses después, luego de ocho años de construcción, el 30 de abril de 1956 sería inaugurada. El presidente Adolfo Ruíz Cortines tenía unos días de haber regresado de White Sulphur Springs, Virginia, en donde se había entrevistado con Eisenhower. Nos hallábamos en los albores del período del desarrollo estabilizador. Ese año apareció la primera edición de Casi el Paraíso, de Luis Spota. Alrededor del 40% de la población de 15 años y más era analfabeta y en la ciudad abundaban los puestos de periódicos. Antes de entrar a la altiva Latinoamericana —fue el primer edificio del mundo totalmente recubierto de cristal, y aquel día podía presumir tener los elevadores más rápidos del orbe y ser el cuarto edificio más alto fuera de Estados Unidos—, supongamos que nos acercamos a un puesto a echarle un ojo a los periódicos y revistas, entre las que te topas con un ejemplar de Universidad de México.



— ¿Cuánto cuesta, oiga?

 

— Un peso.

 

La compras. La hojeas. Entre los anunciantes estaba el Banco Nacional de México —“Empiece a formar desde hoy el Patrimonio de su Carrera… Recibimos depósitos desde un peso”—, el Fondo de Cultura Económica —la editorial, entonces dirigida por Arnaldo Orfila, promocionaba algunas de sus novedades, por ejemplo, Palabras en reposo, de Alí Chumacero, a nueve pesos—, la Lotería Nacional —el premio mayor del sorteo del 5 de mayo ascendía a cinco millones de pesos—, los diarios Novedades y El Universal, muebles para oficinas Steele, jabón Colgate —“Blancura, perfume y suavidad”—, el Puerto de Liverpool —“los almacenas más grandes y mejor surtidos de la República”—, microscopios Carl Zeiss, el Plymouth ’56 “de estilo aéreo-lineal”…



La revista, dirigida en ese tiempo por Jaime García Terrés, está surtida con textos de Emmanuel Carballo, Alfonso Reyes, Mario Puga… José de la Colina escribía sobre cine, Francisco Monterde sobre teatro, Raúl Flores Guerrero sobre el trabajo fotográfico de Nacho López… Poemas de José Carner, un relato de Ricardo Garibay, y como plato principal, un ensayo firmado por Rafael Moreno M., “Los orígenes del humanismo mexicano”.

 


El académico mexiquense —estudió Filosofía y Humanidades en el Seminario Conciliar de México, en El Colegio de México y luego una maestría en Filosofía en la UNAM— comienza con la mentada pregunta: “¿Existe un humanismo mexicano?” De entrada, Moreno Montes de Oca (1929-1998) aduce que “las verdades aparecen revestidas con el ropaje de las naciones o de los sujetos que las pensaron” y que “cada pueblo, cada pensador, las reviven de una manera peculiar”, de tal suerte que, así como se habla del “’humanismo’ renacentista, del ‘neoclasicismo’, es lícito hablar de humanismo mexicano”. Por lo demás, argumenta, “aunque se pueda decir con razón que el humanismo de un pueblo no es fundamentalmente distinto del humanismo de otro pueblo, queda en pie la importancia de la interpretación que el hombre de México le haya dado”. Y desde aquí —y no es por querer importunar a nadie, mucho menos a un difunto—, principian los problemas, porque si usted, lector o lectora, mexicano o mexicana o bien oriundo de otros lares, lo piensa un poco, el lío en el que se metió sólo el señor sólo se resuelve en apariencia, porque dar por hecho que existe una realidad concreta a la que podamos conceptualizar como “el hombre de México” es, por decir lo menos, escandalosamente ingenuo… Verán ustedes que el anterior reparo no lo hago por tiquismiquis; no, es importante porque el dislate no queda ahí, sino que en buena medida se convierte en el cimiento en el que se estriba todo el texto.

 

Según Rafael Moreno, México comenzó de golpe y porrazo, con la cruz y la espada, en la Conquista: “De improviso un pueblo que surgió de la floración latina [el español, se entiende], trasplanta su saber renacentista a las nuevas tierras”. Ojo: “trasplanta” dice, no impone. Ahora, ¿nada aportaron los pueblos originarios, las civilizaciones milenarias mesoamericanas, la enorme mayoría de los habitantes? Sí, cómo no: “El mundo indígena nos dio su sensibilidad.” ¿Nada más? Pues así parece: “Abastecidos de esta manera, con razón latina y sensibilidad indígena, nos sentamos en el banquete de la cultura que ya estaba servido por otros.” En otras palabras, que aparecimos de sopetón, que llegamos de gorrones y que llegamos tarde. Enseguida, el autor dedica la mayor parte de su texto a presentar un repaso cronológico de lo que desde su perspectiva conforma los orígenes del humanismo mexicano:

 

·      1528: Blas de Bustamante funda y dirige una escuela de gramática latina. Lo que no señala don Rafael es que el tal Blas, español nativo de Tordehumos, Valladolid, quien sin duda fue uno de los primeros vecinos de la reconstruida ciudad de México al menos desde 1525, fue encomendero de los pueblos de Tonatico y Chimalhuacán, es decir, que se ganó la vida en la Nueva España explotando el trabajo de los indígenas conquistados.


·      1536: Arnaldo de Basaccio enseñaba latín en el Colegio de San José de los Naturales fundado en Texcoco por fray Pedro de Gante y luego trasladado al convento de San Francisco en la capital novohispana.


·      1536: es creado el Colegio de la Santa Cruz de Santiago Tlatelolco, donde niños indios estudiaban, “además de las artes y las ciencias superiores, la lengua de Cicerón”. ¿Cuántos? ¿Qué proporción respecto al total de la población conquistada? Eso no nos cuenta.


·      1559: fray Maturino Gilberti escribe y publica en México una gramática latina “dedicada a los indios”. Curiosamente, a don Rafael Moreno no le parece relevante para el humanismo mexicano traer a cuento que el mismo año el mismo misionero franciscano francés publicó otro libro, Vocabulario de la lengua de Mechuacan, y en 1575 El tesoro espiritual de los pobres en lengua de Mechuacan.


·      1551: la fundación de la primera Universidad de América —la Real y Pontificia Universidad de México—, afirma Moreno, “vino a ser el bautizo de latinidad para el Nuevo Mundo” —la cédula la firmó Carlos V, en efecto, en 1551, aunque la Universidad no sería inaugurada en la ciudad de México sino hasta enero de 1553—. Enfatiza que “la fundación de la Universidad, además de ser el inicio del Renacimiento por la actitud ante los clásicos, lo es por la independencia que estatuye para los estudios romanos…”, respecto a los estudios religiosos. Hace hincapié en la importancia de los cursos de hermenéutica de textos latinos que impartía el toledano Francisco Cervantes de Salazar, primer rector de la Universidad…, quien, por cierto, después de dar sus clases independientes de la religión se ordenaría sacerdote en 1554.


·      1574: la fundación por parte de los jesuitas del Colegio de San Pedro y San Pablo significó el “trasplante definitivo de las letras clásicas y la aclimatación de las enseñanzas del Renacimiento”. Destaca la publicación en la Nueva España de Cicerón, Virgilio, Ovidio, Marcial y algunos renacentistas españoles.


·      Siglo XVI: Si bien Moreno acepta que “mayor sin duda debió ser el cultivo de las letras clásicas en los medios españoles, y con el avance del tiempo, en los criollos y mestizos…”, respecto a “los medios” indígenas, concluye —eso sí, no dice cómo— que “… los clásicos se convirtieron en el alimento, al menos inicial, de los primeros mexicanos” y que “el idioma latino fue un idioma vivo, tanto o más que el español…”


·      Siglo XVI: en la constitución de un humanismo mexicano de tipo renacentista jugaron papel importante filósofos como Alonso de la Veracruz, Bartolomé de Ledesma, José de Herrera, Tomás Mercado…


·      Siglo XVI: “… los mexicanos… comenzaron a realizar composiciones latinas, tanto en prosa como en verso…” Menciona los epigramas de Cervantes de Salazar (toledano), las piezas teatrales y poemas líricos de los jesuitas, y los dísticos de Cristóbal de Cabrera —“publicados en 1540, que son la primera poesía latina mexicana” (¡pero don Cristóbal nació en Burgos!)—. Enlista al criollo Francisco de Terrazas, “… al mestizo fray Diego de Valdés que mostró a lo europeos su saber literario y las costumbres e historias de los indios en la Rhetorica Christiana…”, y al “… indio humanista don Pablo Nazareo”.

 

Ya decíamos aquí que el humanismo no es un concepto unívoco. Pues bien, con lo dicho queda evidenciado que don Rafael Moreno M., en principio, entendía el humanismo como el estudio del latín y de los clásicos latinos. ¿Y cómo es que ese humanismo se volvió mexicano? Él esgrime dos razones. Primera, señala que “las letras clásicas de origen europeo se tornaron mexicanas tanto porque se hicieron en México o las ejercitaron hombres relacionados directamente con México, como porque los cultores fueron ya sujetos mexicanos.” Razón difícil de compartir por su simpleza y además por una cuestión más simple incluso: México todavía no existía, todo aquello sucedió en la Nueva España. Su segunda razón: “… porque la lengua clásica empieza a ser el instrumento para tratar a México como tema de meditación, convirtiéndose así en el vínculo que nos iba a unir con la sabiduría universal del hombre”. Podría estar de acuerdo con la primera parte de esta argumentación si realmente la realidad novohispana hubiera sido tema central de aquellas pocas obras, pero no fue así.

 

 

El mismo año que se inauguró la flamante Torre Latino y que Moreno M. publicó su ensayo en la revista Universidad de México, 1956, se estrenó la película El rey de México, dirigida por Rafael Baledón. La estelarizaba Adalberto Martínez, Resortes, quien interpretaba a un borrachín indigente, mugroso y dicharachero, quien de vez en cuando se ganaba unos cuantos centavos cargando bultos. Escrita por Isaac Díaz Araiza y adaptada por Luis Alcoriza, la historia es una variación de una narrativa antigua: un pobre vuelto a la vida de un rico por un tiempo breve, el príncipe y el mendigo. En este caso, la trama se desata cuando un periódico defeño encarga a uno de sus reporteros (José Gálvez) escoger a un mecapalero para hacerlo vivir unos días como un ricachón: lo bañan, lo alimentan, lo visten como a un señor acaudalado, lo llevan a comer a restaurantes lujosos, a divertirse en centros nocturnos de moda, lo instalan en un gran hotel y lo hacen convivir con artistas y gente de la alta sociedad. 



 

Claro, el asunto termina mal: cuando el experimento concluye, el hombre se desbarranca y en un santiamén vuelve a su condición de beodo menesteroso. Pablo Rojas se llama el desgraciado estibador caracterizado por el Resortes, y su historia me hace pensar en el puñado de indígenas que durante los primeros siglos de la Colonia aprendieron latín. 

 

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