lunes, 22 de mayo de 2023

Hot dogs y obscenidad

  

1

 

Hace poco, comiendo hot dogs en la fuente de sodas de un Costco, experimenté una epifanía. Pasaban de las siete de la noche cuando llegamos al lugar. Encontramos la enorme tienda de autoservicio a reventar: al tiempo que un incesante arroyo de carritos atascados de mercancías salía rumbo al estacionamiento, la procesión de compradores no paraba de entrar.

 

— Como si fuera diciembre…

 

Después de una jornada ajetreada, llegamos sin haber comido y muertos de hambre, así que, antes de zambullirnos en el maremágnum de la tienda, la parada era obligada. Toda la zona de fast food se hallaba igual, colmada, rebosante. Mientras avanzábamos hacia las ventanillas de entrega de viandas, la fortuna nos guiñó un ojo: una mesa se desocupó, así que me senté para apartarla e Inés se fue por la comida.

 

— ¿Dos?

 

— Sí, dos, por favor.

 

Aunque no nos parábamos por ahí desde hacía varios meses, de entrada, no noté cambios. Mientras esperaba, me quedé observando el mural que adornaba la tienda de artículos deportivos que está enfrente: un Manuel Negrete gigantesco y caricaturizado ejecuta aquel golazo de tijera, en el partido de octavos de final contra Bulgaria durante el Mundial México 1986…

 

Pocos minutos después regresó Inés con los hot dogs y los vasos para las bebidas…

 

— La mayoría de la gente que pasa por aquí aún no había nacido cuando ocurrió eso —informé a Inés mientras se sentaba, señalando el mural.

 

— ¿Vas tú o yo primero?

 

— Voy yo —tomé mi plato y mi vaso, y me encaminé a los aparatos en donde uno mismo escoge y se sirve el refresco, y a los despachadores en donde uno mismo también toma las servilletas que requiera, le pone cátsup, mayonesa y mostaza a sus hot dogs, y se sirve los jalapeños y la cebolla que guste —ya no ponen jitomate—. Entonces fue que pasé por las máquinas que antes no estaban… Cuatro cajeros en donde, según pude observar, también uno mismo, en equipos touch screen, hace su pedido y paga.

 

Regresé a la mesa e Inés se levantó a preparar sus hot dogs y servirse su bebida… En la mesa de a lado, aparentemente contra reloj, una pareja devoraba una pizza…

 

— Ya no hay chiles –regresó Inés.

 

— Oye, ahora uno mismo hace su pedido…

 

— Ajá.

 

— ¿Es sencillo?

 

— Ajá. Escaneas tu membresía y aparece el menú. Seleccionas lo que quieres, la cantidad, y pagas.

 

— Y se imprime el recibo con el número de orden, ¿no?

 

— Sí…, que luego vocean para que pases al mostrador a que te lo entreguen.

 

Mientras comíamos, observé la dinámica. Cuatro cajeros automáticos. Cuatro ventanillas de entrega. Todas con gente, pero con mucho menos colas que antes. En el mostrador, atrás de las ventanillas, los empleados iban y venían, ya nadie cobrando, pero en el mismo trajín de siempre.

 

— Ya nadie tiene que cobrar.

 

— No, ya nada más despachan la comida.

 

— Pues andan igual, en friega.

 

Entonces vi clarito lo que debería ser evidente: la puesta en funcionamiento de los cajeros automáticos, esas máquinas, el descomunal desarrollo tecnológico que implican, en realidad no benefició a ningún trabajador, a nadie le aligeró la carga…, de hecho, seguramente afectó a muchos trabajadores que dejaron de ser contratados. Y de la atención al cliente qué decir… Por descontado, la máquina no tiene la culpa.

 


2

 

El neoyorkino Bernie Sanders, actual senador por Vermont, es “el independiente con más antigüedad en la historia del Congreso de Estados Unidos y el único representante y senador en considerarse socialista” —Wikipedia dixit—. Sanders además ha estado muy cerca de conseguir la candidatura demócrata a la presidencia de su país. En febrero pasado, Bernie publicó It's OK to Be Angry About Capitalism (Crown, 2023). El enjundioso octogenario ha viajado por Europa promocionando su libro. A finales de febrero, en el Brighton Dome de Inglaterra brindó una charla, durante la cual explicó —traduzco—:

 

Piensen en todos los avances tecnológicos que se han dado durante los últimos cincuenta años y en todo el incremento en la productividad laboral. Sin embargo, el promedio de ingresos semanales que perciben los norteamericanos, ajustados conforme a la inflación, es actualmente más bajo que lo que era hace cincuenta años.

 

¡Cómo! ¿Y a dónde fue a parar toda la riqueza producida? En esa misma plática, Sanders ofreció algunas pistas para hallar la respuesta a la interrogante:

  • Hoy por hoy en Estados Unidos, que sigue siendo el país más rico de mundo, más de seis de cada diez personas viven al día —they are living paycheck to paycheck—.
  • Actualmente Estados Unidos experimenta la mayor desigualdad en el ingreso y la posesión de riqueza de su historia. Las tres personas más ricas poseen más riqueza que el 50% menos acaudalado de toda la población de ese país; es decir, tres individuos tienen más riqueza que 168.7 millones de hombres y mujeres. 
  • El 10% más acaudalado de la población norteamericana acumula más riqueza que el 92% que se encuentra en la base —¡el 92% en la base!—.

En suma, “es un nivel obsceno de desigualdad”.

 

Bernie contó también que hace unos treinta años, la diferencia promedio entre el pago a un CEO y a un trabajador en Estados Unidos era de 40 a uno, y hoy se expresa con la proporción 400 a uno. En otras palabras, los jefes y managers ganan 400 veces más que un trabajador… Y, recordemos, en la gran mayoría de los casos los CEO son también empleados de los dueños, es decir, de quienes se quedan con la rebanada más grande.

 

El incremento de la productividad logrado gracias al vertiginoso desarrollo tecnológico se ha traducido, pues, en el incremento de la plusvalía que se obtiene del trabajo ajeno. O más fácil: la dichosa productividad no ha sido otra cosa que mayor explotación y más acumulación obscena de la riqueza.




lunes, 15 de mayo de 2023

Normalidad en construcción

  

If you are always trying to be normal,

you will never know how amazing you can be. 

Maya Angelou

 

 

 

Al fin

 

Ahora que oficialmente se decretó el fin de la emergencia sanitaria por COVID 19, digo que ojalá hayamos entendido un cúmulo descomunal de cosas, en principio, que esa ilusión colectiva que llamamos “normalidad” es precisamente lo que nos llevó a la pandemia. Porque como haya sido que se cruzó el dichoso virus en el camino de la especie humana, la pandemia únicamente pudo ocurrir por las maneras en que está organizada la vida de ya más de ocho mil millones de personas.

 

En concreto, me refiero a un aspecto: ahora que oficialmente terminó la emergencia sanitaria, espero que hayamos aprendido que el trabajo a distancia es perfectamente posible y que en muchos empleos se asiste no mucho sino demasiado a los centros laborales. 

 

 

Normalidad confinada

 

Transitábamos lentamente por uno de los peores meses de pandemia. Habíamos ya salido del pánico irracional para instalarnos en el miedo sobradamente justificado. Pleno confinamiento. Legiones de contagiados y muchísimas muertes, no pocas muy cerca de todos. Ni para cuándo se veía que pudieran estar listas las primeras vacunas. Durante una llamada telefónica con un compañero de trabajo, de hecho un superior jerárquico, comentábamos acerca de la sorprendente capacidad de adaptación que la enorme mayoría del personal técnico estaba demostrando.

 

— La chamba está saliendo.

 

— Sí.

 

— Bien y a tiempo.

 

— Eso sí, que ni qué.

 

— ¿Ves? Si algún día termina esto, ya no va a haber pretexto que valga para que, al menos en los días de contingencia ambiental, podamos dejar que la gente trabaje en su casa.

 

— Bueno, sí… —me respondió—, aunque no vas a poder negarme que, estando en casa, uno no trabaja todo el tiempo, digo, acepta que te paras a la cocina a prepararte un cafecito, que estiras un rato las piernas, que te asomas a pajarear por la ventana… Fulana incluso me ha contado que ella hace varias pausas al día para sacar a pasear al perro un rato… O sea, acepta estando en casa no trabajamos durante toda la jornada.

 

— Oye, pero es igual…

 

— ¿Cómo igual?

 

— Claro, cuando íbamos a la oficina nadie trabaja sin parar desde que llega hasta que se va… 

 

— …

 

— Igual te levantas al baño, miras durante un rato el techo o te asomas por la ventana, te paras a cotorrear con alguien…

 

— Bueno, sí, ¿verdad?

 

 

Normalidad finisecular

 

En las postrimerías del siglo pasado, más precisamente desde los primeros meses de 1992, me tocó formar parte de un pequeño equipo que tenía una encomienda fácil de frasear: organizar y coordinar la medición de la mitad del territorio nacional. No viene al caso entrar en detalles, pero pueden creerme que aquello implicó un demonial de trabajo, entre otras cosas, viajar por todo el país. A finales del siglo XX, todas las reuniones eran lo que hoy llamamos presenciales. Al final de aquel año, acumulé 5.2 vuelos promedio semanal. Así que buena parte de los manuales y documentos que hice durante ese período, y fueron un montón, los trabajé en coches, hoteles, restaurantes y salas de espera de aeropuertos —por cierto, en una de las primeras computadoras portátiles que llegó a mis manos, un portento tecnológico que pesaba casi diez kilos—. Durante ese período, que para mí se prolongó al menos dos años, si no tenía que treparme mucho más temprano en un avión o una camioneta, mis jornadas laborales normalmente comenzaban alrededor de las nueve de la mañana y jamás terminaban antes de las ocho de la noche.

 

 

Normalidad impuesta

 

A raíz de la crisis económica de 1994, como ocurría en toda la administración pública federal, en la institución en la que yo laboraba se establecieron algunas medidas emergentes de austeridad. Por aquellos ayeres, hace ya casi treinta años, en las oficinas en las que yo trabajaba —dirigía una unidad regional— las labores iniciaban a las siete y media de la mañana, cuando parte del personal comenzaba a llegar, y usualmente había quienes se quedaban hasta alrededor de las diez de la noche. Entonces fue que decidí que todos teníamos que trabajar de 8:30 a 16:30, y apagar todo a partir de esa hora. No fue fácil. Recuerdo que, durante los primeros días, yo mismo recorría el edificio a las cinco de la tarde para pedirle al personal que ahí seguía que se retirara. Más de uno se quejó de que tenía mucho trabajo, pero, sobre todo, de que afuera de la oficina no tenía nada qué hacer. Luego, unos días después, recibí una llamada desde las oficinas centrales de la institución.

 

— ¿A quién le pediste permiso para recortar los horarios? –me cuestionó el coordinador administrativo.

 

— A nadie, porque no recorté ningún horario. Todos trabajamos ocho horas al día, nada más que al mismo tiempo y de corrido.

 

 

Vuelta o avance

 

Convendría que recordemos que antes del coronavirus, es decir, hace muy muy poco tiempo, vivíamos inmersos en una normalidad —como todas— en la que lo más cómodo era asumir como incuestionables, como inamovibles, una serie de situaciones que pueden perfectamente ser de otra manera. Vivíamos pensando que es natural que la gente trabaje cinco días a la semana, de lunes a viernes; que la mayoría lo haga desde temprano en la mañana y hasta cerca del ocaso; que hay que hacerlo juntos, en un mismo espacio compartido; que las reuniones de trabajo son presenciales; que todos los empleados de una organización deben laborar en el mismo horario y que a partir de cierto rango hay que usar corbata… ¿El fin de la emergencia debe significar regresar a lo mismo? Puede, pero no tiene que ser así. La definición de lo normal es social, siempre. Así que, lo queramos o no, las formas que tome la normalidad posterior a la pandemia dependerán de todos; ojalá que seamos conscientes de ello, ojalá que participemos en el proceso y lo entendamos como un movimiento hacia adelante y no como un regreso.

 

Nada es normal, sino hasta que la mayoría de la gente lo asume como tal.

lunes, 8 de mayo de 2023

El rey del taco

  

A un sociólogo decepcionado.

 

 

 

 

1

 

Últimamente he escuchado a mucha gente preguntarse cómo es posible que Fulanito o Zutanita piensen y digan tal o cual cosa, usualmente una sandez. Ocasionalmente la sorpresa puede ser colectiva. El sábado, para no ir más lejos, un señor que en Twitter se presenta como Fer Doval, y se ostenta como consejero nacional, secretario de Estudios y vicepresidente político del PAN, diputado y politólogo (ITAM), subió a la red la siguiente chorrada:

Leo con asombro que muchos simpatizantes de AMLO critican a la monarquía británica por anacrónica y ostentosa, pero no dicen nada de que un presidente republicano haya decidido vivir en un palacio virreinal repleto de lujos.

Podría haberle contestado que Palacio Nacional no se convirtió en la vivienda de la familia del presidente, sino que una pequeña parte del inmueble, la cual, además, al menos desde Calderón, ya se usaba como residencia alterna. O también que los gastos de la oficina de la Presidencia respecto a la anterior administración han disminuido más de 80%. O que antes de 2018 nos costaban las oficinas y la vivienda de los presidentes en Los Pinos y en Palacio Nacional, y ahora sólo en el segundo sitio… Pero hubiera sido absurdo argumentar en ese talante. Mejor escribí:

A ver, te lo explico con un argumento a tu nivel de comprensión: Vivir en un área del Palacio Nacional te quita lo republicano tanto como echarte unos tacos en El Rey del Taco te convierte en monarquista.

Y anexé una foto del negocio —Ermita Iztapalapa 276, San Lucas, CDMX—.

 


 

2

 

Hace casi cuarenta años, Luis Villoro (1922-2014) publicó El concepto de ideología y otros ensayos (FCE, 1985). El libro fue editado por otro catalán, Martí Soler (1934-2018). Don Luis, discípulo de José Gaos, explica que puede haber “dos tipos de explicación de una misma creencia”. Esquematiza:

Si pregunto ¿por qué S cree que E (“E” está en lugar de cualquier enunciado)?, puedo dar dos clases de respuestas: 1) Señalar las razones (en el sentido de “fundamentos”, “evidencias”, “justificaciones racionales”) que tiene S para aceptar (o aseverar) E. 2) Señalar las causas o motivos que indujeron a S a aceptar (o a aseverar) E.

Supongamos que S es Jovita Gomis de González, vecina toda ella y de toda la vida de la colonia del Valle, en la Benito Juárez de la CDMX, ama de casa, católica, panista y devota esposa del ingeniero Román González. Y supongamos que Ees algo que a la señora Gomis le encanta repetir a la menor provocación: “López es un dictador que quiere perpetuarse en el poder”. Animémonos ahora a preguntarnos ¿por qué ella cree y propaga que López Obrador es un falso demócrata —puesto que ha repetido hasta el cansancio que él es anti-reeleccionista y que en 2024 quiere irse a su rancho y retirarse de la política— que pretende mantenerse de por vida en la silla presidencial? Hay dos tipos posibles de respuesta. Primero, aduciendo algo que para ella sea una razón, por ejemplo:

 

— Ella sabe que el presidente es el político en activo con mayor aprobación del país, y, piensa que todo político busca el ejercicio del poder; luego, concluye que sería un acto contra natura que AMLO tirara a la basura su capital. 

 

Un ejemplo del segundo tipo de respuesta, y en este caso seguramente parecerá mucho más verosímil, podría ser:

 

— La señora Jovita se despierta oyendo a Ciro y en la tarde no se pierde a Pepe Cárdenas. Además, los González tienen suscripción al Reforma.

 

El ejemplo de Villoro no apela a situaciones tan a la mano y cotidianas como esta. Él usa de S a Platón, y E es la creencia en la inmortalidad del alma. ¿Por qué el filósofo griego creía en el alma inmortal?

Puedo dar dos respuestas: mencionar los argumentos filosóficos del Fedón para probar la inmortalidad del alma, los cuales funcionan como razones en las que se funda el enunciado “el alma es inmortal”, o bien indagar en la educación recibida por Platón, en su psicología o en las influencias sociales a que estuvo sometido, las causas que lo empujaron a creer en un alma inmortal y a aceptar esos argumentos…

Las dos explicaciones “se mueven en planos diferentes”, aunque “no se excluyen ni contraponen” necesariamente. Las explicaciones por razones aluden a la verdad o falsedad del enunciado (E). Si hay razones objetivamente suficientes, el sujeto (S) cree y sabe que E. “La necesidad obvia de otra explicación aparece… cuando las razones aducidas para fundar un enunciado se juzgan insuficientes… Entonces surge la pregunta: Si S cree que E, y no tiene razones suficientes para justificar E, ¿por qué entonces llegó a esa creencia? Para que considere necesario plantear esa pregunta, debo negar o dudar de la verdad de E.” Las explicaciones entonces tienen que ser de la segunda clase. Y a partir de aquí hablaríamos ya de ideología.

 

 

3

 

El mensaje del politólogo itamita coloca a “los simpatizantes de AMLO” como críticos del monarquismo, mientras que él queda —y él es consejero nacional del PAN— como su apologista. Dudo que le convenga a su partido evidenciar así su conservadurismo, pero más allá, ¿cómo es posible que el señor Doval piense que AMLO vive “en un palacio virreinal repleto de lujos”?

 

En este caso ninguna de las dos clases de respuestas que ofrece Villoro nos sirve. ¿Por qué? Porque en ambas se parte de la premisa de que lo que S dice es igual a lo que S piensa, y me parece palmario que la afirmación es tan tonta que S no sólo no tiene razones para justificarla, sino que, además, sabe que no es verdad. O dicho en corto: S miente.

 

Cuando creemos que tenemos una diferencia de pensamiento con alguien por lo que dice, primero conviene reflexionar qué tan posible es que lo que esa persona está diciendo empate con su pensamiento. A veces se estira tanto la cuerda de las falacias que la argucia hace pasar al mentiroso como un tonto. Quizá no lo sea, quizá sólo nos considera muy tontos a sus interlocutores. A veces podemos suponer que esa persona está obligada a decir algo que no piensa —un lector de noticias, por ejemplo—. En fin, si partimos de que no hay correspondencia entre lo que dice y lo que piensa la persona con la que creemos discrepar, aceptemos al menos que no hay piso suficiente para discutir. Eso sí, si tienes ganas y crees que vale la pena, se puede intentar evidenciar al mentiroso.

sábado, 6 de mayo de 2023

En bóxers

 Estábamos en una misma habitación la enfermera, el médico y yo. Mandón, él me ordenó que me desnudara. Seguro hice algún gesto: — Bueno, puede quedarse en calzones.

— Uso bóxers –refuté, y antes de que terminara de pronunciar las cuatro sílabas caí en la cuenta de que mi impugnativa era una estupidez sin importancia. Me quité la ropa.

 

— Oiga, está algo pasado de peso.

 

Me toqué la lonja: contundente.

 

— Sí, es evidente.

 

— Bueno, no es demasiado. Haga más ejercicio. Coma menos.

 

Un paso atrás del doctor, la enfermera, una mujer colosalmente obesa, torció la boca.

 

— Cincuenta y ocho años… —leyó el facultativo— Mmm… —sin retirar la mirada de los papeles que estaba revisando:—, ¿y está usted seguro de que todavía no presenta olvidos?

 

— No recuerdo ninguno, oiga.

 

La enfermera soltó una carcajada, y un instante después me despertaron mis propias risotadas.