lunes, 20 de noviembre de 2023

Indómitos mundos

  

Exterior/interior

 

Hitler se convirtió en el canciller de la República de Weimar el 30 de enero de 1933. Semanas después, el 24 de marzo, con la aprobación de la Ley para el remedio de las necesidades del Pueblo y del Reich, se instauró la Alemania nazi. El 10 de mayo siguiente, unas setenta mil personas, la mayoría alumnos de la Universidad Wilhelm Humboldt, acarrearon a la Opernplatz de Berlín más de veinte mil libros. ¿Para qué? Para quemarlos. El líder estudiantil nazi Herbert Gutjahr arengó: “Hemos dirigido nuestro actuar contra el espíritu no alemán. Entrego todo lo que lo representa al fuego”. Echaron a una inmensa pila para que ardieran obras de Karl Marx y Kautsky, de Walter Benjamin, Ernst Glaeser y Erich Kästner, de los hermanos Thomas y Heinrich Mann, de Kafka, Einstein, Alfred Kerr, Sigmund Freud… El acto se prolongó durante horas, interrumpido sólo por el embeleso de los cantos nacionalsocialistas y un discurso del ministro de Propaganda, Joseph Goebbels. La misma barbarie se emularía en muchas ciudades alemanas y austriacas. Viena no fue la excepción. Pocos días después, Freud comentó lo ocurrido con su amigo Ernest Jones: “¡Qué progresos estamos haciendo! En la Edad Media me habrían quemado a mí; hoy en día se contentan con quemar mis libros.”


 

Ese mismo año, en la Cátedra Valdecilla de la Universidad Central de Madrid, José Ortega y Gasset impartió el curso En torno a Galileo. El español dijo a sus alumnos que quien quiera entender la historia debe “abandonar el psicologismo o subjetivismo”, y sostuvo que la pregunta radical de dicha disciplina no es “cómo han variado los seres humanos, sino cómo ha variado la estructura objetiva de la vida”. Pero, por otra parte, el madrileño alertó que uno sólo puede conocer desde uno mismo, a uno y a todo lo demás:

… la vida de cada uno de ustedes no es lo que, sin más, veo yo de ellas mirándolas desde mi sitio, desde mí mismo. Al contrario, eso que yo, sin más, veo de ustedes no es la vida de ustedes, sino precisamente una porción de la mía, de mi vida… Pero claro es que la vida de cada uno de ustedes no es lo que cada uno de ustedes es para mí, lo que es hacia mí…, sino que es lo que cada uno de ustedes vive por sí, desde sí y hacia sí… La realidad de la vida consiste, pues, no en lo que es para quien desde fuera la ve, sino en lo que es para quien desde dentro de ella lo es…

 

 

 

Interior/exterior

 

Seis años después, en 1939, ambos, Sigmund Freud y José Ortega y Gasset, vivían exiliados: el neurólogo austriaco en Londres, Inglaterra; el filósofo español en Buenos Aires, Argentina. Formalmente, justo ese año estalló la II Guerra Mundial: el 1º de septiembre las fuerzas nazis invadieron Polonia, y tal acción llevó a que Gran Bretaña y Francia declararan la guerra a Alemania el 3 de septiembre. 

 

Don José (1883-1955) era un pata de perro consumado, acostumbrado a andar fuera del terruño. Había salido oportunamente de España, en el 36, venía de París y aquella era ya su tercera estadía en la capital argentina. Su primera visita había sucedido más de veinte años atrás. Por vez primera había estado en Buenos Aires de julio de 1916 a enero del siguiente año, y luego había vuelto en 1928. En su tercera visita, dejaría a los gauchos en el 42 para irse a vivir a Lisboa.

 

En cambio, Freud (1856-1939) prácticamente jamás había dejado Viena, cosa que tuvo que hacer en 1938. Junto con su cuñada Mina, su hija Ana y su esposa Marta, huyeron de la capital austriaca. Una de sus pacientes, la princesa Marie Bonaparte, sobrina nieta de Napoleón y princesa de Grecia y Dinamarca, encabezó las jugarretas diplomáticas que llevaron al padre del psicoanálisis a suelo británico…, de donde jamás volvería: casi un año después, habría de fallecer el 23 de septiembre de 1939 en Londres. Para entonces, la edificación de la portentosa teoría psicoanalítica estaba ya totalmente construida.



Aquel año, Ortega y Gasset escribió Ensimismamiento y alteración —un ensayo que habría después de incorporar a uno de sus libros imprescindibles: Meditación de la técnica (1942)—, en el que argumenta que somos la única especie que tenemos sitio para escapar del mundo: ¡nuestro mundo interior! A diferencia del resto de los animales, incapaces de regir su propia existencia, siempre atentos a lo que pasa fuera de ellos —riesgos o beneficios—, el humano…

 

… puede, de cuando en cuando, suspender su ocupación directa con las cosas, desasirse de su derredor, desentenderse de él, y sometiendo su facultad de atender a una torsión radical, volverse, por decirlo así, de espaldas al mundo y meterse dentro de sí, atender a su propia intimidad o, lo que es igual, ocuparse de sí mismo y no de lo otro, de las cosas.


 

En corto, el hombre detenta el poder “de retirarse virtual y provisoriamente del mundo, y meterse dentro de sí, o dicho con un espléndido vocablo…, el hombre puede ensimismarse”. Y ahí dentro, pensamos, reflexionamos para entonces actuar. Don José afirma algo que uno quisiera creer, y que, sin embargo, va diametralmente en contra de todo lo que Freud demostró y teorizó a partir de su trabajo clínico: “Sólo es humano lo que al hacerlo lo hago porque tiene para mí un sentido, es decir, lo que entiendo…” Una bonita sentencia proferida desde el narcisista ego de la Humanidad. Más incluso: “no puede hablarse de acción sino en la medida en que va a estar regida por una previa contemplación; y viceversa, el ensimismamiento no es sino un proyectar la acción futura…” Claro, como si el yo fuera el amo en su propia casa, como si el inconsciente se limitara a estar dormidos…

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