domingo, 27 de abril de 2025

El globo imposible de Alejandro Magno

Por ciertos avatares y malquerencias que no viene al caso retrotraer ahora, aunque de familia amberina, la figura cumbre del barroco flamenco nació en el Sacro Imperio Romano Germánico, en Siegen, una villa de Westfalia. Pintó más de mil quinientos cuadros. Me refiero, por supuesto, a Peter Paul Rubens (1577-1640). El primer maestro de Rubens fue un pintor paisajista de Flandes, el manierista Tobias Verhaecht (1561-1631). De este señor Tobías fue también discípulo su propio hijo, Willem van Haecht (1593-1637). Willem, luego de su aprendizaje inicial con su padre, viajó durante unos diez años por Francia e Italia para embarnecer sus saberes y pulir su técnica. De vuelta a casa, a los 49 años se convirtió en maestro del gremio de San Lucas de Amberes y poco después fue nombrado curador de la colección de Cornelis van der Geest, un acaudalado comerciante de especias apasionado por el arte. 

Willem van Haecht, El gabinete de pinturas de Cornelis van der Geest durante la visita de los archiduques, 1628.


No se sabe con certeza cuántos cuadros pintó Willem van Haecht para van der Geest, pero se conservan al menos cuatro que muestran la colección del mecenas: Alejandro Magno visitando el estudio de Apeles (1628), La galería de Cornelis van der Geest (1628), Alejandro Magno en el estudio de Apeles o Alejandro Magno pintando a Campaspe (1630) y La colección de arte de Cornelis van der Geest (c. 1635). Todas estas obras forman parte de un subgénero muy apreciado por la élite de su época, los llamados gabinetes, en los que se representaban galerías imaginarias, que no fantásticas: se trata siempre de una composición ficticia que figura un taller transformado en un Kunstkammer barroco, colmado de obras y objetos que en la realidad nunca coexistieron: la obsesión del coleccionismo erudito.

Willem van Haecht, Interior del salón de la archiduquesa Isabella de Austria, 1621.
 

Alejandro Magno visitando el estudio de Apeles (1628) y Alejandro Magno pintando a Campaspe (1630) comparten un mismo núcleo narrativo: el triángulo Alejandro, su amante Campaspe y el pintor imperial Apeles; concretamente, el episodio que escribiría siglos después Plinio el Viejo (c. 23-79). El primero, facturado entre 1628 y 1637, es una escena intimista: el conquistador macedonio atestigua cómo Apeles retrata a su concubina favorita, y la composición dirige la mirada del espectador hacia este delta cargado de tensión afectiva y simbólica. El segundo cuadro, en cambio, despliega una escena mucho más abarrotada: el acto de pintar a Campaspe queda subsumido en un entorno saturado de obras, figuras y referencias cultas, como si el relato clásico fuese un episodio más dentro del espectáculo del coleccionismo. Así, en conjunto, mientras el cuadro de 1628 dramatiza el conflicto entre amor, arte y poder, el de 1630 celebra el mundo del arte como acumulación y vitrina, y hasta Alejandro, Campaspe y Apeles se convierten en parte del inventario de la exposición. Además, las pinturas presentan diferencias en la representación del espacio arquitectónico. En la primera tabla el estudio se presenta como un interior relativamente austero, de proporciones contenidas, con muros y columnas que encuadran la escena principal y dirigen la atención hacia el acto de creación; el fondo es cerrado, el espacio interior casi claustral, lo que refuerza la intimidad del momento.

Alejandro Magno visitando el estudio de Apeles (1628)

En cambio, en el otro cuadro el espacio se abre hacia una arquitectura monumental y palaciega: techos altos, arcos amplios, y un fondo profundo que se abre hacia otras grandes salas, también repletas de estatuas, pinturas y espectadores. En ambas piezas se despliega una constelación de objetos que remiten al ideal renacentista del saber enciclopédico. En los dos, el estudio es un microcosmos del conocimiento y las artes: estatuas clásicas, cantidad de pinturas colgadas o apoyadas contra los muros, instrumentos musicales, globos celestes, libros abiertos, mapas, y aparatos científicos se entremezclan en una disposición orquestada. 

Alejandro Magno pintando a Campaspe (1630)

En las dos pinturas, van Haecht incluye al fondo un globo terráqueo, símbolo del espíritu explorador, del conocimiento geográfico y del estudio racional del mundo. En ambos globos, el color dominante es el azul, el azul de los mares. Sin embargo, la manera en que los presenta varía significativamente entre una y otra obra. En el cuadro más intimista, el escritorio está discretamente situado al fondo izquierdo, casi oculto en la penumbra, como en un espacio reservado a la contemplación solitaria o al trabajo intelectual ensimismado; sobre él está el globo, objeto que nadie observa. En el otro, esos mismos elementos se encuentran mucho más expuestos, en un espacio amplio y luminoso, exhibidos a la mirada del espectador como parte del abanico de maravillas del taller. Tanto el globo, que es más grande y está en un soporte en el suelo, como el escritorio se muestran como herramientas del saber, integradas en la lógica del espectáculo visual que exhibe la obra. En la pintura de 1630, van Haecht incorpora a cuatro personajes reunidos en torno al globo terráqueo. Uno de ellos, casi oculto del todo, quizá es un soldado, tomando en cuenta la lanza que porta y el peto metálico que asoma bajo su capa; junto a él se halla un hombre negro elegantemente vestido, cuya presencia activa subraya el carácter cosmopolita del espacio barroco. Completan el grupo dos hombres más, ambos provectos, ataviados con túnicas oscuras y sombreros amplios; uno de ellos señala una región específica del globo con un compás, mientras el otro lo contempla en actitud reflexiva. Esta escena de estudio y concentración refuerza la noción del taller como un microcosmos humanista, donde el arte convive con la ciencia y el saber geográfico se convierte en tema de diálogo colectivo.

 

Por descontado, Willem van Haecht debió de conocer varios globos terráqueos, pero ¿es posible que Alejandro Magno hubiera conocido alguno?

 

 

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En tiempos de Alejandro Magno (siglo IV a.C.) circulaba ya la idea de que la Tierra era redonda, y no plana. Pensadores presocráticos como Pitágoras de Samos (c. 580-495 a.C.) y Parménides de Elea (c. 515-450 a.C.) habían propuesto esta noción, adoptada después con argumentos más sistemáticos por dos discípulos de Platón: Eudoxo de Cnido (c. 390-337 a.C.) y Aristóteles de Estagira (384 – 322 a. C.), quien, como se recordará, fue nada menos que el maestro personal de Alejandro.

Copia romana de un original griego de Eupranoro de Corinto(c. 330 a.C.)

Sin embargo, el globo terráqueo más antiguo del que tenemos noticia es muy posterior: el primer artefacto que se construyó como un modelo físico del mundo en forma de esfera, al menos del que nos queda noticia, lo realizó un crítico literario, Crates de Malos, quien nació unos 150 años después de la muerte de Alejandro Magno. Y si bien, claro, Eratóstenes de Cirene (c. 276–194 a.C.), polímata de la biblioteca de Alejandría, había antes calculado la circunferencia de la Tierra —alrededor del año 240 a. C.—, no hay evidencia histórica que sugiera que Crates utilizara los cálculos de Eratóstenes, ni tampoco que este último hubiera facturado un modelo tridimensional para explicar sus cálculos.

 

Crates (c. 170-130 a.C.) llegó al mundo en Malos, una colonia griega en Asia Menor, y se trasladó a Pérgamo, polis localizada también en Anatolia, durante el reinado del atálida Eumenes II, cuando la ciudad disfrutaba su apogeo cultural. Crates dirigió la biblioteca de Pérgamo, la única que entonces podía rivalizar con la de Alejandría, y se destacó por su estudio de los poemas homéricos y su adhesión al estoicismo. Crates diseñó un globo terráqueo dividiéndolo en zonas: el Oecumene (el mundo conocido), el Perioeci (las tierras del hemisferio norte), el Antoeci (las tierras desconocidas al sur del ecuador) y las Antipodas (las tierras en el lado opuesto del mundo). Este modelo, basado en la exégesis de los textos homéricos, anticipaba la existencia de tierras trasatlánticas que los habitantes del continente Euro-asiático-africano aún no conocían. Aunque no se conserva ningún ejemplar del globo de Crates, diversas fuentes textuales no solamente testimonian su existencia, sino que también lo describen a detalle. Estrabón de Amasea (c. 64 a. C. - 24 d. C.), en su Geografía menciona a Crates de Malos como pionero en la representación esférica del mundo: “Y al que quiera imitar más de cerca la realidad con artísticas construcciones debe hacer de la Tierra una esfera, como Crates” (Libro II, 10). 

El globo de Crates de Malos fusionó literatura, filosofía y ciencia, utilizando la filología y la cosmografía para dilatar el conocimiento del mundo. Su modelo no sólo es un artefacto racional, sino también una manifestación artística, simbólica, de cómo la interpretación literaria puede influir en la comprensión geográfica y cosmológica.

 

 

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Tuvo que pasar milenio y medio para que el mundo saliera otra vez del plano. La representación tridimensional de la Tierra más antigua que conservamos data de un año axial: 1492. 

Martin Behaim (1459–1507) fue un destacado geógrafo, navegante y cartógrafo alemán. Nacido en una familia acomodada de comerciantes en Núremberg, Behaim recibió una educación esmerada en matemáticas, astronomía y navegación, disciplinas esenciales para su futuro laboral. En su juventud, Behaim se trasladó a Lisboa, donde se integró en los círculos de científicos y navegantes de la corte portuguesa. Bajo el patrocinio del rey Juan II, participó en expediciones y mejoras técnicas relacionadas con la navegación, como el uso del astrolabio y la ballestilla. Su experiencia en África, particularmente en la costa de Guinea, le permitió recopilar datos geográficos que luego incorporaría a su obra cartográfica. En 1490, de regreso a Núremberg, Behaim colaboró con el pintor Georg Glockendon y el erudito Hartmann Schedel para construir su célebre globo, conocido como Erdapfel, la “Manzana terrestre”. Este artefacto, reflejaba las concepciones geográficas que se tenían en Europa justo antes de los viajes trasatlánticos de Colón. Aunque contenía errores —como la omisión del continente americano y la exageración del tamaño de Asia—, el globo simboliza el espíritu explorador del Renacimiento y el afán colonizador de la naciente Modernidad occidental.

Behaim no fue precisamente un innovador radical, sino más bien un sintetizador del saber de su tiempo. Su legado radica en haber materializado, en un objeto tangible, la visión europea del mundo en el umbral de la llamada era de los descubrimientos. Behaim representa, así, la figura del erudito práctico, puente entre el estudio teórico y la aventura ultramarina que redefinió los límites del mundo conocido.

 

Ahora, ¿por qué “Manzana terrestre” y no globo? Franco Farinelli propone una respuesta interesante (Polifemo cegador: La geografía y los modelos de mundo. UNAM, 2021): “Martin Behaim construyó el primer globo terráqueo moderno, lo llamó “la manzana”: justo como el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, el fruto del pecado original. Para los hombres de la Edad Media Dios era un globo, una esfera que tenía su centro por todos lados y la circunferencia en ninguna parte”.


 

 

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En el cuadro de 1630, el globo terráqueo que aparece rodeado de sabios, soldados y viajeros no es un objeto ornamental, sino un testigo material de los sueños de representación total, cosmológica, que animaban ya a Crates de Malos y que Behaim, siglos después, intentaría materializar en su Manzana terrestre. Crates dividió el orbe en zonas especulativas siguiendo las pistas que Homero dejó en la Iliada y la Odisea, y Behaim sintetizó el saber náutico medieval en una esfera tangible. Van Haecht pinta un globo que representa a todo el mundo en un taller convertido en microcosmos: un espacio donde el conocimiento y el arte convergen en una misma empresa de imaginación y dominio. La Manzana, el globo perdido de Crates y el globo pintado por Willem van Haecht forman una constelación de objetos que, desde sus respectivos oteros, soñaron con incorporar la totalidad en el mundo conocido.



domingo, 20 de abril de 2025

Realidad destartalada IV


Miniatura de Andrea da Firenze de una edición de la Historia Natural
de Plinio el Viejo, ca. 1457–58, que lo muestra escribiendo
en su estudio, con un paisaje y animales.  


Total, ya tengo edad para hacerlo: con demasiadas licencias, me animo a parafrasear a Plino el Viejo (c. 23-79). En el Libro XXXV de su Naturalis historia, el romano relata:

Categóricamente desnuda, en silencio pero altisonante, la joven Pancaste posa. Mientras pugna por reproducir tanta belleza, Apeles se enamora de ella. Inconveniente mayor: la joven es la concubina favorita del hombre más poderoso del mundo, de ese mundo: Alejandro Magno (356–323 a. C.). De hecho, la obra se realiza por encargo del hegemón de Grecia, quien visita continuamente el estudio del artista; lo valora como pintor, lo aprecia como amigo —incluso ha decretado que nadie más puede retratarlo—. Cuando el gran macedonio intuye lo que siente Apeles por una de sus mujeres, no zanja el asunto con la espada: opta por regalarle a Pancaste, o Campaspe, a quien ama, antes que dejarse llevar por los celos.

El gesto de Alejandro llegará a ser considerado una de las grandes victorias del conquistador heleno. Ciertamente, para la mayoría de los mortales, la belleza suele ser inapelable. ¿Pero qué tan hermosa era Campaspe, la “joven tesalia de Larisa” (Claudio Eliano, Varia Historia)? Según la tradición, fue la modelo de Apeles de Colofón (352-308 a. C.) para la Venus Anadiomena. Aunque así haya sido, esa obra desapareció.


Fresco de Pompeya, Casa de Venus, siglo I d. C.
Podría ser una copia romana del famoso retrato de Campaspe.

Tampoco podemos conocer la fisonomía del pintor; que haya quedado registro, jamás se autorretrató. Con todo, un montón de imaginaciones intentaron después representarlos. Enseguida, algunos botones…

 

El flamenco Jodocus van Winghe (1544-1603) pintó Apelles malt Kampaspe en 1600: usando el lenguaje erótico típico de su época, se retrató a sí mismo como Apeles, siendo herido por el travieso Cupido. Esta es la representación más antigua conocida del tema.


 

Debemos al flamenco Willem van Haecht (1593-1637) Alejandro en el estudio de Apeles (1630), un impresionante óleo sobre tabla que muestra una escena imposible en la realidad concreta. La pintura mezcla épocas y estilos artísticos separados por más de mil años: el episodio de Apeles pintando a Campaspe, ubicado en el primer plano, se remonta al siglo IV a. C., mientras que el entorno del estudio donde ocurre la escena, un sitio que recuerda la casa de Rubens, está lleno de obras renacentistas y barrocas, esculturas clásicas, y cuadros flamencos, italianos y alemanes contemporáneos al propio Van Haecht. Imposible saber quién sirvió como modelo del hombre barbado que aparece en la pintura como Apeles.



Gérard de Lairesse (1641-1711), conocido como el Poussin holandés, fue un artista que adoptó un estilo clasicista influenciado por el arte francés e italiano. A finales del siglo XVII pintó Apeles pintando a Campaspe. La escena transcurre en un suntuoso interior palaciego, donde Campaspe aparece sentada en una cama con dosel, parcialmente desnuda, mientras Apeles trabaja en su retrato.



Nicolas Vleughels (1668-1737) realizó en 1716 Apelle peignant Campaspe, maîtresse d'Alexandre, también conocida como L'amour indiscret. La obra —su morceau de réception para ingresar a la Academia Real de París— representa con elegancia y teatralidad el célebre episodio: la escena transcurre en un interior clásico, con columnas y cortinajes que enmarcan la figura desnuda de Campaspe, sentada con serenidad y mirada melancólica. Apeles, concentrado y en plena acción, está frente a su caballete, mientras Alejandro, de pie y ligeramente inclinado, parece cautivado por la belleza del retrato tanto como por la mujer. La composición refleja el gusto del siglo XVIII por la antigüedad y la pintura italiana.



El veneciano Giovanni Battista Tiepolo (1696-1770) lo intentó al menos tres veces. La primera, en 1725, al estilo del rococó tardío. En Alejandro el Grande visita a Apeles mientras está pintando a Campaspe. El artista observa fascinado a la dama, semidesnuda, serena. A un lado, Alejandro vigila la escena. La mirada del pintor, de un dramatismo extremo, se asemeja a la de Campaspe. En este óleo, el travieso Tiepolo se representó a sí mismo como Apeles, y a su esposa, Cecilia Guardi, como la amante que Alejandro perdió en el trance.




Muy probablemente ese mismo año, 1725, Francesco Trevisani (1656-1746) recrea a la concubina de Alejandro Magno, generosa en carnes, posando con el torso desnudo. Apeles está de espaldas, apenas se ve su perfil porque voltea a atender a Alejandro, quien, vestido con uniforme militar, irrumpe en la escena: la Campaspe que modela y la que ha quedado plasmada en el cuadro, ambas, voltean también a ver al conquistador macedonio.



Francesco Salvatore Fontebasso (1709-1769), alrededor de 1750, realiza el grabado al aguafuerte sobre papel Apelle che dipinge Campaspe amante di Alessandro Magno. La composición se articula en torno a la fémina desnuda, representada con gracia y serenidad, posando mientras Apeles la contempla y trabaja en su retrato. Alejandro Magno observa la escena desde un punto privilegiado, en un gesto que sugiere tanto autoridad como generosidad.



Poco después, Jacques-Louis David (1748-1825) —el mismo que pintó los célebres La muerte de Sócrates, La muerte de Marat y Napoleón cruzando los Alpes— representó la escena (c. 1814): en una habitación en la cual solamente aparecen la modelo, completamente desnuda, sentada en una cama, Apeles sentado frente al lienzo todavía en blanco, y, atrás de él, Alejandro Magno, con el casco corintio y cubriendo apenas sus genitales con un manto carmesí. El monarca no mira ni a Campaspe ni a Apeles, sino hacia un punto lejano, tal vez reflexionando sobre el sacrificio que implica renunciar al amor en favor del arte. En esta pieza, Apeles podría tener rasgos inspirados en el propio Jacques-Louis David.



En 1822, Charles Meynier (1763-1832) representa el acontecimiento, pero ya después de que el discípulo de Aristóteles ha decidido el futuro de su concubina preferida: Alejandro Magno entrega Campaspe a Apeles. Meynier, influenciado por el estilo neoclásico de Jacques-Louis David, compone la escena con Alejandro en una posición dominante, Apeles arrodillado en actitud de súplica y Campaspe aceptando su nuevo destino con una expresión de resignación. El entorno y la disposición teatral de los personajes reflejan la estética académica de principios del siglo XIX.



Con todo, la primera (pseudo)representación de Apeles seguramente es mucho más antañona: probablemente sea el Apeles que Rafael Sanzio incorporó en La Escuela de Atenas, de 1511. Se trata del joven que aparece en el extremo derecho del fresco, ligeramente separado del grupo, de pie, vestido con una túnica oscura. Es el único personaje de la obra que está mirando directamente al espectador. Su expresión serena y consciente lo distingue de los demás personajes, inmersos en el diálogo filosófico. Esta identificación simbólica alude a la estatura intelectual del pintor en la corte pontificia, colocando a la pintura al mismo nivel que la filosofía, las matemáticas o la música. Por descontado, Rafael no podía haber retratado el rostro de un hombre que había vivido más de milenio y medio atrás y de quien no quedó representación alguna. ¿Qué hizo entonces?



Lo mismo que muchos colegas seguirían haciendo después: eligió representarse a sí mismo no como Rafael, sino como la encarnación del pintor ideal clásico. Al representarse como Apeles —considerado el máximo exponente del arte antiguo y cercano a Alejandro Magno—, Rafael se posiciona como heredero de ese ideal clásico, integrando el arte visual en el corazón del pensamiento humanista del Renacimiento.

 

El arte es el más audaz de los remedios contra el olvido. Cuando la historia se vuelve muda o imprecisa, la imaginación de los artistas entra en escena para suturar los huecos de la realidad. Así, la figura de Apeles —jamás retratado, jamás conservado— sobrevive no por lo que fue, sino por lo que los siglos necesitaron que fuera. En cada nueva Campaspe, en cada nuevo Apeles, la pintura no sólo representa: también remedia la realidad destartalada.

domingo, 13 de abril de 2025

Realidad destartalada III

  

Mientras escribía el único historial clínico en el que abordó un caso de psicosis, su célebre estudio sobre el caso Schreber —Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (dementia paranoides) descrito autobiográficamente—, Sigmund Freud (1856-1939) estaba también trabajando en su ensayo Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico (1911). Los dos principios sobre los que versa este texto son, claro, el principio del placer y el principio de realidad.

 

De entrada, Freud establece tajantemente que “toda neurosis tiene la consecuencia… de expulsar al enfermo de la vida real, de enajenarlo de la realidad”. Enseguida, recuerda que el psiquiatra francés Pierre Janet (1859-1947) pensaba también que uno de los rasgos característicos de los neuróticos era la pérdida de lo que llamó “función de lo real” (function du réel). En efecto, en su libro Les obsessions et la psychasthénie (1903), Janet señala:

… los psicasténicos conservan la capacidad de evocar recuerdos, de construir concepciones imaginarias, incluso de razonar correctamente; en una palabra, no presentan trastornos psicológicos en las funciones que se ejercen sobre el pasado, sobre lo imaginario, sobre lo abstracto. Pero se muestran impotentes en cuanto se trata de prestar atención a lo que existe en el momento presente, de percibir los hechos con el sentimiento vívido de su realidad actual… Eso es lo que hemos designado con el nombre de pérdida de la función de lo real…

Janet denomina psicastenia a una descompostura de la conciencia por la que se pierde la función de realidad. Para Freud la neurosis es un trastorno psíquico de origen inconsciente, causado por conflictos reprimidos que generan ansiedad y mecanismos de defensa, que terminan manifestándose en síntomas (fóbicos, obsesivos, histéricos, etc.) sin base orgánica. En cambio, para Janet el psicasténico es alguien “agotado”, sin la energía mental suficiente para afrontar el presente, adaptarse a la realidad y conectar con su entorno. En suma, mientras que Freud explica la pérdida de contacto con la realidad a partir de un conflicto al interior de la psique, el francés piensa que se trata de un problema de déficit funcional —“falta de tensión psicológica”—. En última instancia, Janet ofrece una tautología como respuesta a la pregunta sobre el origen del padecimiento: la función de la realidad no funciona porque no puede funcionar. Janet, al describir el trastorno como una disminución de la “tensión psicológica” o de la “función de lo real”, explica el padecimiento por sus síntomas —la desconexión del presente, la frialdad afectiva, la incapacidad de atención—, sin proponer una causa psíquica más allá del mismo déficit funcional. Esta circularidad impide dotar de sentido dinámico al síntoma, reduciéndolo a un fallo estructural cuya causa es, esencialmente, su propio efecto. A diferencia de Freud, quien interpreta la neurosis o incluso la psicosis como productos de conflictos inconscientes y defensas fallidas, Janet describe al psicasténico como alguien incapaz de habitar el presente, sin preguntarse por qué esa capacidad ha sido anulada. El modelo janetiano ofrece una fenomenología clínica, pero su explicación se agota en un diagnóstico del agotamiento, carente de una lógica causal.

 

¿Qué condiciona que un sujeto se enajene de la realidad? Freud responde: “El neurótico se extraña de la realidad efectiva porque la encuentra —en su totalidad o en alguna de sus partes— insoportable”.  El sujeto, pues, destartala la realidad que no puede tolerar…, justamente, para aguantarla.

 

Para Freud, la realidad objetiva no es algo que podamos comprender desde que llegamos al mundo. La realidad no es algo dado, ni inmediatamente accesible al sujeto desde el nacimiento. Es algo que se construye, se gestiona y, sobre todo, se tiene que tolerar. Inicialmente, el infante vive en un mundo regido por el principio del placer; el deseo domina el psiquismo, y sólo gradualmente, y con sufrimiento, se ve obligado a aceptar la existencia de una realidad externa, independiente, que impone demoras, separaciones, renuncias, frustraciones, pérdidas… En pocas palabras, la realidad es traumática.

 

En el principio fue el inconsciente. El psiquismo funciona inicialmente según el principio de placer —por cierto, fue en este ensayo en el que por vez primera Freud enuncia el principio del placer—, creando alucinatoriamente lo deseado. Pero la insatisfacción termina por obligarlo a abandonar la vía ilusoria. Para lograr una satisfacción efectiva, el aparato psíquico debe registrar la realidad externa, aunque sea incompleta, incierta, displacentera. Así se establece el principio de realidad, que reemplaza la mera búsqueda de placer por una adaptación activa al mundo. A partir de entonces los órganos sensoriales y la conciencia cobran mayor relevancia. Surge la atención, una función que explora el mundo para anticiparse a las necesidades internas. Paralelamente, se desarrolla la facultad para almacenar los resultados de la actividad consciente, la memoria. Y es ahora cuando surge el juicio, mediante el cual el sujeto “decidiría si una representación determinada era verdadera o falsa, vale decir, si estaba o no en consonancia con la realidad”.

 

Años después, en otro ensayo —La negación (1925)—, Freud detallará que “la función del juicio tiene, en lo esencial, dos decisiones que adoptar. Debe atribuir o des-atribuir una propiedad a algo, y debe admitir o impugnar la existencia de una representación en la realidad”. Esto es, el juicio tiene la doble tarea de determinar si tal o cual cosa es, por ejemplo, buena o mala, pero, sobre todo, si existe o no existe. Conviene recordar que el fallo no se hace a las cosas concretas, sino a sus representaciones, y todas ellas provienen de las percepciones. Si bien toda representación, de origen, es real, luego no necesariamente: cuando el objeto no está presente y la representación sí, puede haber representaciones que den cuenta de objetos no reales. Por eso, “el fin primero y más inmediato del examen de realidad (de objetividad) no es, por tanto, hallar en la percepción objetiva un objeto que corresponda a lo representado, sino reencontrarlo, convencerse de que todavía está ahí”.

 

La neurosis —y, en última instancia, la psicosis— no es producto de un fallo mecánico, sino una estrategia psíquica de supervivencia ante lo insoportable. La realidad, lejos de ser un dato primordial, es una conquista frágil, pagada con renuncias y sostenida por un juicio que nunca cesa de interrogar: ¿esto existe o es solo el eco de un deseo? ¿Es bueno o malo?... La neurosis no es un error de la mente, sino una paradójica estratagema: para seguir viviendo en el mundo, a veces hay que inventar uno nuevo.

 

lunes, 7 de abril de 2025

Realidad destartalada II

  

Estamos ciertamente mucho más adelantados

que Hipócrates, el médico griego;

pero apenas podemos decir que

estemos más adelantados que Platón.

Karl Jaspers, Filosofía.

 

 

El psiquiatra y filósofo alemán Karl Jaspers (1883-1969) sentó las bases de un enfoque de comprensión de los trastornos mentales que involucra la experiencia subjetiva de quienes los sufren. Jaspers sostuvo que, para tratar de entender la condición humana en su inmensa complejidad, la ciencia, particularmente la psiquiatría, debe incorporar una perspectiva filosófica. La psicología fenomenológica de Jaspers se sustenta en las ideas existencialistas de Sören Kierkegaard (1813-1855) y en la fenomenología de Edmund Husserl (1859-1938). Del gran danés, Jaspers retomó su interés por la experiencia subjetiva, la angustia existencial y la búsqueda de sentido en situaciones límite. La influencia de Husserl es palmaria: Jaspers hace suya la necesidad de “volver a las cosas mismas”, es decir, suspender los supuestos y prejuicios para atender los fenómenos tal como se presentan a la conciencia.

 

Jaspers se propuso comprender las experiencias subjetivas de los enfermos mentales, sin quedarse en las explicaciones biológicas o teóricas. Planteó elaborar descripciones empáticas —observar y describir los fenómenos psíquicos tal como son vividos por la gente—, distinguir entre explicar y comprender —significado subjetivo de los síntomas—, y valorar la singularidad de cada acontecer mental.

 

Existen muchos fenómenos de la vida psíquica que ocurren fuera de la media, así que solemos referirnos a ellos como anormales —aunque algunos de ellos son experimentados no pocas ocasiones por la gente normal—, y varios se relacionan con la manera en la que percibimos la realidad. Karl Jaspers clasificó las maneras anómalas de percepción (Psicopatología general, 1913).

 

 

The world is not illusion, but reality.

But this reality is appearance, a phenomenon.

Karl Jaspers, Philosophy is for everyman.

 

El primer grupo se compone de tres tipos de anomalías: de intensidad —se percibe de más o de menos, claro, respecto a lo que se considera normal; por ejemplo, un hombre escucha el tic tac de un reloj insoportablemente fuerte (hiperestesia auditiva) o alguien más no alcanza a oler que los frijoles están quemándose en la estufa (hipoestesia olfativa)—, de calidad —se perciben atributos desatinados de los objetos: una mujer ve el cielo con la consistencia de una gelatina o un hombre escucha la voz de su esposa metálica— y de simultaneidad sensorial —al mismo tiempo se experimentan sensaciones en varios sentidos, pero sin que tengan una relación natural entre sí: por ejemplo, al oír cierta palabra, una persona siente un sabor determinado en la boca—.

 

El segundo grupo corresponde a las percepciones con características anormales. Jaspers coloca aquí las sensaciones de extrañeza —de pronto, el entorno se percibe como insólito, irreal o ajeno, aunque se lo reconozca intelectualmente (desrealización); es una especie de desconexión emocional con la realidad—, de belleza excesiva —la realidad cotidiana se siente con una intensidad estética o espiritual inusitada; por caso, un gato maúlla a una mujer que va pasando y ella rompe en llanto emocionada—, e incapacidad de captar el alma de las personas —el sujeto ve a los demás como cosas, sin vida interior, como cuerpos vacíos, y no logra captar su humanidad ni establecer conexión con ellos—. Estas alteraciones no se refieren a qué se percibe, sino a cómo se experimenta esa percepción en relación con el mundo y los otros.

 

En tercer lugar, la escisión perceptiva: el sujeto percibe normalmente los objetos, pero no los vive como reales o no los integra plenamente a su experiencia, los escinde de su conciencia —este fenómeno se asocia con estados de desrealización o despersonalización—.

 

Completan la clasificación las bien conocidas percepciones engañosas. De entrada, las alucinaciones —percepciones sin objeto, experiencias sensoriales que no surgen de ningún estímulo externo real, pero que, sin embargo, el sujeto las vive con plena convicción de realidad—, y finalmente las ilusiones —la percepción desfigurada de un objeto real—. Por ejemplo, una alucinación representativa: una joven asegura ver y escuchar con nitidez a su madre fallecida hace algunos años, conversando con ella en la habitación. Por lo que toca a las ilusiones, Jaspers distingue tres tipos: de inatención, afectivas y pareidolias. Las primeras las tenemos todos: miras de reojo un abrigo colgado y crees que es una persona, o qué tal la serpiente que reptaba en mi escritorio…Las ilusiones afectivas suceden cuando el estado emocional del individuo —miedo, ira, ansiedad, etcétera— distorsiona su percepción: por ejemplo, no es raro que, en situaciones de depresión profunda, una persona tenga la ilusión de leer expresiones de tristeza o desaprobación en los rostros de quienes lo rodean, aun cuando objetivamente no haya tales signos. Por último, las pareidolias: he traído a cuento ya aquí que Leonardo da Vinci (1452-1519) recomendaba a quienes se iniciaban en la pintura inspirarse y hallar ideas percibiendo figuras en donde no las hay realmente: 

… cuando mires una pared con manchas o con una mezcla de piedras, si tienes que idear una escena, puedes descubrir un parecido con diversos paisajes, embellecidos con montañas, ríos, rocas, árboles, llanuras, valles anchos y colinas en una disposición variada (numeral 508 de la “La práctica de la pintura”; The literary works of Leonardo da Vinci).

Por supuesto, era imposible que Jaspers hubiera previsto las experiencias a que se aventuran actualmente quienes practican los juegos de realidad aumentada, en los que el jugador percibe el mundo concreto —por ejemplo, las calles de la ciudad—, a través de un dispositivo que añade estímulos digitales superpuestos. Mientras camina, aparecen personajes, objetos, peligros o misiones que se ven en el contexto urbano por el que anda, pero sólo existentes en el juego, y percibe ambos planos a la vez, integrados en una sola experiencia sensorial. Este tipo de experiencias podrían considerarse como una forma de percepción con características anormales, específicamente de la categoría de sensaciones de extrañeza. Cuando las personas interactúan con objetos o personajes virtuales superpuestos a la realidad física, pueden experimentar la realidad concreta como algo insólito, irreal, aunque intelectualmente sepan de qué se trata. Estas experiencias también podrían relacionarse con la escisión perceptiva, ya que los usuarios perciben normalmente los objetos físicos del entorno, pero no los viven plenamente al estar dividiendo su atención y conciencia entre lo físico y la dimensión virtual. En algunos casos, las pareidolias podrían intervenir cuando los jugadores buscan determinados personajes o elementos virtuales en el mundo real, podrían tener la ilusión de percibirlos donde realmente no están superpuestos, debido a la tendencia natural de la mente a reconocer patrones familiares.

 

En un mundo cada vez más asaltado por estímulos virtuales y realidades aumentadas, nuestra percepción de la cotidianidad se ha vuelto más compleja. Ya no sólo lidiamos con las anomalías perceptivas descritas por Jaspers, sino que también tenemos que experimentar nuevas formas de fragmentación y disociación de la realidad concreta. Nuestro cerebro se enfrenta al reto de integrar coherentemente los datos del mundo físico con los elementos digitalmente sobreimpuestos. Esto da lugar a una experiencia fenomenológica marcada por sensaciones de extrañeza e incertidumbre, en las que los límites entre lo real y lo virtual se vuelven borrosos. Más que nunca, una comprensión empática y fenomenológica resulta esencial para aprehender la naturaleza de estas complejas vivencias perceptivas. La revolución digital —la conversión en bits de todo lo perceptible— no ha simplificado la realidad: la ha vuelto más ambigua y destartalada, y la llamada realidad aumentada es sólo una porción menor de los artilugios que han expandido el mundo perceptible. Si ya de por sí la percepción fenomenológica previa exigía una atención rigurosa y una suspensión de prejuicios para captar el mundo tal como se da a la conciencia, hoy esa tarea se complica tremendamente. Lo real, lo virtual y lo imaginado se entrelazan en nuevas capas de experiencia sensorial que desafían nuestra capacidad de distinguir lo dado de lo proyectado. Hemos ensanchado el mundo, pero al mismo tiempo lo hemos vuelto más mucho incierto.