La bêtise insiste toujours,
on s'en apercevrait si l'on ne pensait pas toujours à soi.
Albert Camus, La peste.
El pavés Carlo M. Cipolla (1922-2000) nos juzgó con dureza. Para dar comienzo a su célebre ensayo The Basic Laws of Human Stupidity, inclemente, sentenció: “La humanidad se encuentra en un estado deplorable. Ahora bien, no se trata de ninguna novedad. Si uno se atreve a mirar hacia atrás, se da cuenta de que siempre ha estado en una situación deplorable”. Las leyes básicas de la estupidez humana, escritas originalmente en inglés, fueron publicadas por primera vez en 1976 en una edición privada y numerada, bajo el sello Mad Millers. El autor, para quien el italiano era su lengua madre, creía que su ensayo solo podía ser plenamente valorado en inglés, por lo que durante años se negó a permitir su traducción. Yo lo he leído en inglés y en español, y me parece que es perfectamente traducible. Con todo, no fue sino hasta 1988 que Cipolla aceptó incluir una versión de The Basic Laws of Human Stupidity en italiano, en el libro Allegro ma non troppo, junto con otro ensayo suyo también escrito originalmente en inglés —The Role of Spices (and Black Pepper in Particular) in Medieval Economic Development—. Allegro ma non troppo se convirtió pronto en un bestseller.
Curiosamente, el libro de Cipolla no sería publicado en inglés sino hasta ya bien entrado el siglo XXI (Doubleday, 2011). En la edición de 2019 se incorporó un prólogo del pensador de origen libanés nacionalizado norteamericano Nassim Nicholas Taleb (1960), quien afirma que el ensayo de Cipolla es en realidad una teoría económica disfrazada de humor, que, aunque de entrada parece una sátira, revela pronto su carácter serio y riguroso. De cualquier forma, para él, el libro es una obra maestra. Taleb concluye su prefacio con una hipótesis irónica: quizá la estupidez sea un mecanismo natural para frenar el progreso excesivo humano, como si la naturaleza misma usara a los estúpidos para evitar el sobrecalentamiento social y económico. Si es así, digo yo, hasta en eso la estupidez ha fallado.
En el apartado introductorio, el economista oriundo de Pavía sostiene que, desde sus inicios, la vida humana fue organizada de forma absurda, de tal suerte que lo raro sería que estuviéramos bien. Aunque todas las especies de seres vivos comparten dolores y dificultades, los humanos tenemos una carga extra: sufrimos no sólo por lo que impone la vida misma, sino también por culpa de otros humanos. Lo trágico es que ese grupo que nos complica la existencia no tiene ni programa ni objetivo ni líderes, tampoco estructura ni reglas…, y sin embargo funciona con una eficacia inquietante, como si estuviera perfectamente coordinado. Cipolla afirma que su ensayo, lejos de ser una queja amarga o un gesto cínico, propone un entendimiento racional de ese grupo, con el mismo espíritu con el que se estudian los virus patógenos en un laboratorio.
Primera regla
Siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo. Irónico, Cipolla alude en un pie de página a una cita del Eclesiastés —stultorum infinitus est numerus, “el número de los necios es infinito”— como una forma antigua de su Primera Ley. No obstante, puntualiza que los autores bíblicos incurrieron en una exageración poética, ya que el número de personas vivas, y por tanto de estúpidos, no puede ser infinito. Cipolla combina erudición, humor y lógica para reforzar su argumento: la estupidez humana es inconmensurable, sí, pero no infinita.
Segunda regla
La probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona. Lógicamente, Cipolla parte de un postulado necesario: aunque “la genética y la sociología… se esfuerzan por probar… que todos los hombres son iguales por naturaleza”, eso no es cierto: “algunos son estúpidos y otros no lo son”. ¿Y por qué? Ninguna condición histórica determina que un Fulano llegue al mundo estúpido, sino “los manejos biogenéticos de una inescrutable Madre Naturaleza”. Es decir, es un misterio: unos nacen estúpidos y otros no. Cipolla es muy claro: ni el color de piel ni el origen geográfico ni la cantidad de riqueza que posea ni ninguna otra caracterización cultural prefija la probabilidad de que un bebé pegue su primer berrido desde la estupidez congénita. En otras palabras, no importa si uno explora el fenómeno entre las filas del partido más recalcitrantemente conservador del espectro político, si lo hace echándose un clavado etnográfico en el grupo étnico más aislado del Amazonas o en las aulas de la más fifí universidad neoliberal del orbe, “si se encierra en un monasterio o decide pasar el resto de su vida en compañía de mujeres hermosas y lujuriosas”, no importa si uno está al Sur o al Norte del Ecuador, en la reunión anual de payasos de carpa o en el Congreso Nacional de Vendedores de Ligas d Colores, al final, uno deberá de vérselas con la misma proporción de gente estúpida, el cual —recuérdese la Primera Ley— “superará, siempre las previsiones más pesimistas”.
Este planteamiento de Carlo M. Cipolla tiene implicaciones profundas, tanto teóricas como sociales. Si la probabilidad de que una persona sea estúpida no depende de ninguna otra característica —ni educación, ni clase social, ni ideología, ni raza, ni contexto cultural—, entonces la estupidez se convierte en una constante universal, impredecible e imposible de erradicar mediante políticas, reformas o buenas intenciones. No hay entorno, élite o grupo marginal que esté exento. La estupidez aparece con la misma fuerza en un convento que en la selva, en la izquierda y en la derecha, entre ricos y pobres. La conclusión es inquietante: no podemos identificar de antemano al estúpido por ningún rasgo externo, y por tanto debemos estar siempre preparados para sus efectos disruptivos, porque, como señala Cipolla en su Primera Ley, son siempre más —y más peligrosos— de los que creemos. Además, al atribuir su origen a una especie de azar biogenético, Cipolla se distancia de explicaciones morales o sociológicas: no es culpa del sistema, ni de la educación, ni del capitalismo, ni del patriarcado. Es simplemente así: hay humanos estúpidos.
La estupidez no es un defecto corregible, sino una condición permanente de la especie.
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