No se puede realizar el menor avance en el conocimiento
más allá de la fase de la mirada vacua,
si no media una abducción en cada paso.
Charles Sanders Peirce
Inferencia
En su auto sacramental El gran teatro del mundo, el madrileño Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) hace que Hermosura diga un soneto. He aquí sus primeros versos:
Viendo estoy mi beldad hermosa y pura;
ni al rey envidio, ni sus triunfos quiero,
pues más imperio ilustre considero
que es el que mi belleza me asegura.
Porque si el rey avasallar procura
las vidas, yo, las almas, luego infiero
con causa que mi imperio es el primero,
pues que reina en las almas la hermosura.
En pocas y prosaicas palabras, Hermosura afirma que no envidia al monarca porque si él gobierna cuerpos mortales; ella, almas inmortales. Si el rey domina las vidas de sus súbditos, ella conquista las almas; de ahí infiere que su poder es superior.
Es imposible andar por la vida sin hacer inferencias. Inferir significa extraer una información que no se tenía a partir de ciertos datos, hechos o premisas. Fuera del ámbito de la lógica, inferir también puede significar sospechar, deducir o colegir algo implícito. La inferencia es el núcleo del razonamiento. Inferir proviene del latín inferre, “llevar hacia adentro” o “conducir a”. Inferir es, pues, conducir el pensamiento hacia una consecuencia. Los dos tipos más conocidos de inferencia son la deducción y la inducción.
Deducción
En el siglo III a. C., Eratóstenes de Cirene pudo inferir el tamaño de la Tierra. Sabía que en Siena —hoy Asuán, Egipto—, al mediodía del solsticio de verano el Sol se reflejaba en el fondo de un pozo —esto es, caía justo a plomo—, mientras que, en Alejandría, ese mismo día y a la misma hora, los objetos proyectaban una sombra. Midió el ángulo de esa sombra y obtuvo 7.2 grados, 1/50 del círculo completo. Si la distancia entre ambas ciudades era de unos cinco mil estadios, dedujo que la circunferencia terrestre debía ser 50 veces esa distancia: unos 250 mil estadios, entre 39 mil y 46 mil kilómetros —la medida real es de 40,075 km—. Eratóstenes no midió, infirió: si la Tierra es esférica, la diferencia angular del Sol en dos puntos distantes corresponde al arco que los separa sobre su superficie. El cálculo de Eratóstenes es una deducción geométrica.
Inducción
Isaac Newton (1643-1727) formuló la Ley de la Gravitación Universal mediante un razonamiento inductivo. Newton observó fenómenos particulares: la caída de los cuerpos en la Tierra, el movimiento de la Luna y de los planetas. A partir de estos hechos y tomando en cuenta las leyes de Kepler sobre las órbitas planetarias, generalizó un principio universal: todos los cuerpos se atraen con una fuerza proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa.
Abducción
Freud (1856-1939) no descubrió el inconsciente como quien descubre un objeto físico, ni llegó a determinar su existencia mediante una inducción —generalización a partir de observaciones repetidas— ni tampoco la dedujo —como una conclusión a partir de premisas generales ya establecidas—. Propuso su existencia como la hipótesis necesaria y más coherente para dar sentido a una constelación de fenómenos psíquicos que, de otro modo, resultan incomprensibles. Los sueños, los lapsus, los actos fallidos, los síntomas histéricos, en fin, eran sucesos observados que la ciencia no podía explicar. La única forma de dotarlos de causalidad y propósito fue postular, mediante un salto inferencial creativo, la existencia de una instancia psíquica oculta —el inconsciente—, en la que pulsiones y deseos reprimidos ejercían una presión constante. Así, el inconsciente freudiano no fue un hallazgo ni una generalización inductiva ni una conclusión deductiva, sino la pieza teórica brillantemente inferida sin la cual el rompecabezas de la conducta humana quedaba incompleto. Ahora, si no fue ni fue una inferencia inductiva ni deductiva, ¿qué fue?
Charles Sanders Peirce (1839–1914) teorizó el tercer tipo de inferencia y le puso nombre: abducción. La palabra abducción proviene del latín tardío abductio, -ōnis, “separación”. El verbo abducir deriva del latín abducere, “llevar lejos”, “llevar fuera” o “apartar”. En el latín clásico, abductio tenía el significado de “rapto” o “secuestro”. El vocablo experimentó una ampliación semántica durante el Renacimiento. Por ejemplo, en anatomía abducción se refiere al movimiento que aleja un órgano del centro corporal, y en el diccionario de la RAE encontramos que es sinónimo de secuestro o rapto. Por su parte, el sentido que Charles Sanders Peirce dio a abducir es el de proponer una conjetura plausible que pueda explicar un hecho sorprendente o inesperado. “La abducción es el proceso de formar una hipótesis explicativa” (Collected Papers). Mientras que la deducción deriva consecuencias necesarias a partir de una ley general y la inducción generaliza a partir de casos particulares, la abducción inventa o crea una ley posible que, si fuera correcta, haría comprensibles tales casos. Peirce resume así la estructura lógica de la abducción: 1) se observa un hecho sorprendente: C; 2) si A fuera verdadero, C resultaría comprensible; 3) por lo tanto, hay razones para pensar que A es verdadero. Peirce comienzó a esbozar el concepto de abducción en la década de 1860, pero lo desarrolla entre 1878 y 1903. Para Peirce, la abducción es el motor del pensamiento científico y creativo: es el tipo de razonamiento que introduce novedad en el conocimiento, de tal suerte que sin ella no habría descubrimientos, pues ni la deducción ni la inducción pueden generar ideas nuevas. La analogía opera como un mecanismo concreto dentro de este proceso: al observar una semejanza estructural entre dos dominios distintos, se abduce que la relación conocida en uno puede explicar el otro. Así, la analogía no sólo descansa en una comparación, sino que expresa un razonamiento abductivo capaz de generar hipótesis plausibles basadas en paralelos formales.
Umberto Eco (1932-2016) —Los límites de la interpretación (1990), Semiótica y filosofía del lenguaje (1984) y Cuernos, cascos, zapatos— amplió la teoría de Charles Sanders Peirce para explicar cómo interpretamos los signos en distintos contextos, desde lo más automático hasta lo más creativo, desde la abducción hipercodificada o deducción disfrazada, pasando por la abducción hipocodificada o abducción propiamente dicha —la peirceana—, en la que se ejerce la interpretación, hasta la meta-abducción, la que inventa una nueva regla o teoría para explicar un fenómeno desconcertante, y es base de las grandes revoluciones científicas y artísticas, y modifica el paradigma de comprensión del mundo.
Entre los sentidos que perciben y la mente que intenta comprender hay un salto: el de la abducción. Es el instante en que el pensamiento inventa sentido donde había enigma. Sin ese salto, no habría ciencia ni arte, sólo silencio ante lo inexplicable. Conocer no se limita a razonar, exige atreverse a conjeturar.
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