viernes, 25 de septiembre de 2009

La muerte parcial de usted mismo

Cuenta Juan Villoro que en septiembre de 1985, ¡hace ya casi un cuarto de siglo!, luego de participar en una de las tantas y tantas brigadas de rescate que se organizaron en el abatido Distrito Federal, lo asaltó una tentación en forma de pregunta: ¿qué sucedería si no regresara a casa y me dieran por muerto? Villoro no cedió ante el arrebato de plantarle un punto final artificioso a su propia biografía; regresó a casa y se encarriló de nuevo en su vida. Pero el asunto no quedó allí: varios años después escribiría una pieza dramática a partir de aquella interrogante, Muerte parcial (Ediciones El Milagro, 2008).

De por sí, al Teatro de Santa Catarina hay que llegar temprano. El oasis ideado hace cuarenta años por el escenógrafo Alejandro Luna y la actriz Olga Martha Dávila, originalmente llamado Teatro Coyoacán, únicamente dispone lugar para ochenta espectadores. Súmale que aquella tarde era una de las últimas funciones de una corta temporada, y agrégale que a Villoro no le faltan seguidores. Cerezota en el pastel: era jueves, lo cual se traduce, ¡viva la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM!, en que la entrada costaba 30 pesitos. Un lujo, pues. Por eso llegamos dos horas y media antes. Terceros de la fila, relevos para cruzar Francisco Sosa e ir a tomar algo en la cafetería de la casa de la cultura Jesús Reyes Heroles, lectura agradable bajo un cielo encapotado que jamás pasó de la amenaza..., total que fuimos recompensados: afuera se quedaron por ahí de veinte millones de residentes de la Megaloca capitalina, entre ellos más de cien personas que no alcanzaron boleto; adentro, nosotros, los afortunados. En justicia, podría ensalzar la dirección escénica de Regina Quiñones, no escatimar adjetivos halagüeños para calificar las dotes histriónicas de don Fernando Becerril y Violeta Sarmiento, subrayar el tino del diseño sonoro de Nicolás Cruz y de la iluminación de Lydia Margules..., pero no, me aguanto, para limitarme a decir que el resultado, la ensambladura de recursos y talentos, una coproducción del INBA y la UNAM, logró el efecto teatral que Juan Villoro traza en su obra: el montaje de un montaje dentro del cual ocurren varios montajes... A ver, barajeo los naipes más despacio.

El dramaturgo explica: “Muerte parcial trata de dos accidentes, uno real y otro imaginario. Un grupo de montañistas estuvo a punto de perder la vida. Ese sobresalto, esa situación límite, les hizo pensar que no valía la pena continuar con las burdas existencias que llevan. Decidieron entonces poner en escena otro accidente, para que los dieran por muertos y pudieran adoptar nuevas vidas.” Es decir, que en punto de las ocho de la noche comenzó una función de teatro, durante la cual nosotros, los espectadores que pagamos una módica cuota, presenciamos cómo un puñado de gente, los personajes interpretados por un grupo de buenos actores, representaban a su vez una puesta en escena. Pero el embuste no para ahí: al menos la mitad de los integrantes del grupo de falsos occisos interpreta un sainete particular, cada cual el suyo, para embaucar al resto: a los demás personajes y a nosotros. “La pieza oscila entre lo real y lo fantástico –explica Juan Villoro-. En su intento por convertirse en otros, los personajes asumen su destino en distintas claves. Irónicos o realistas, paródicos o delirantes, todos teatralizan su personalidad. Surge entonces la pregunta: ¿en verdad podemos ser actores de nosotros mismos?”


Hace unos días, en la Cineteca Nacional, se estrenó Naco es chido, el largometraje de Sergio Arau que, “basado en hechos más o menos reales”, narra el reencuentro del grupo ochentero de guaca rock Botellita de Jerez. Arau no solamente dirige la producción, también actúa interpretando al Uyuyuy; como el Mastuerzo, claro, va Francisco Barrios, y Armando Vega-Gil como el Cucurrucucú. Es decir, cada quien representa a cada cual. No he visto la película, pero hace unas semanas me tocó en suerte ver un documental sobre la cinta, en el cual aparece una serie de entrevistas a los botellos, vestigios arqueológicos del siglo pasado. Armando relata que cuando vio por primera vez el film se desconcertó, sobre todo cuando se observó a sí mismo: yo no soy así, reclamó. Su conclusión entonces me pareció una buena puntada, pero después de ver Muerte parcial pienso que más bien describe certeramente la enorme ingenuidad con la que todos andamos por la vida. Recuerdo que el Cucurrucucú dijo algo así: “Soy tan mal actor que ni siquiera puedo actuar como yo”.

Bien pensado, no sólo cada mañana sino a cada momento, uno está emplazado a encarrilarse de nuevo en el papel que creemos estar interpretando. Los cambios de rol que nos vemos obligados a realizar a lo largo de la función son tantos, que la vida entera resulta eso, una acumulación de muertes parciales.

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