jueves, 1 de octubre de 2009

Literatura mata Sociología

Jorge Mario Pedro publicó Conversación en La Catedral, su sexto libro, hace cuarenta años. Entonces, julio de 1969, su juventud no impedía que el escritor fuera ya un encumbrado: tres años antes, su novela La casa verde había sido distinguida con el Premio Rómulo Gallegos. Arriesgaba, pues: ¿llamarada de petate o uno de los grandes? Seguirían una docena de títulos –Travesuras de la niña mala (2006), la más reciente–, y de toda la obra de Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936), junto con La guerra del fin del mundo (1981), yo me quedo con Conversación en La Catedral. En aquel portento narrativo, publicado originalmente por Seix Barral en dos tomos, el peruano formuló un cuestionamiento para el cual en Latinoamérica seguimos sin encontrar respuesta:

“... Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú? Los canillitas merodean entre los vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de la tarde y él echa a nada, espacio, hacia la colmena. Las manos en los bolsillos, cabizbajo, va escoltado por transeúntes que avanzan, también, hacia la plaza San Martín. Él era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento. Piensa: ¿en cuál? Frente al Hotel Crillón un perro viene a lamerle los pies: no vayas a estar rabioso, fuera de aquí. El Perú jodido, piensa, Carlitos jodido, todos jodidos. Piensa: no hay solución”.

Puestos a tratar de entender las cosas, Conversación en La Catedral, La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, El otoño del patriarca de García Márquez o Tres tristes tigres de Gabriel Cabrera Infante resultan aliados bastante más efectivos que toneladas de investigaciones y tesis doctorales en historia de Hispanoamérica, ciencias políticas y la alucinación colectiva que algunos insisten en seguir llamando sociología latinoamericana.
Precisamente una licenciatura en sociología fue lo que estudió Juan Villoro, en el campus Iztapalapa de la UAM. Digo, nada que deba ser juzgado como imperdonable, en ingenuidades similares han caído otras personas inteligentes. No traigo a cuento el dato académico con ánimo de balconear a nadie; sirva sólo para contextualizar el siguiente fragmento de Palmeras de la brisa rápida, del propio Juan: “En una época me sentí capaz de escribir una tesis sobre la ‘subsunción formal del trabajo en capital’. Ahora sólo podía emular al Zavalita de Vargas Llosa: ¿en qué momento se jodió México? ¿Quién se levantó con el primer pie izquierdo?, ¿quién hizo añicos el primer espejo? De los virreyes a los priístas, un país de sangre y polvo.”

La editorial oaxaqueña Almadía acaba de publicar Palmeras de la brisa rápida, un texto que aunque cuenta con dos ediciones previas (Alianza 1989 y Alfaguara de bolsillo 2000) resultaba difícil de conseguir. Un diario de viaje, en el que Villoro, con el buen pre-texto de relatar el periplo que realizó a finales de los ochenta a Yucatán, explora las puntas de la compleja estrella en la que se puede entretejer la identidad de cualquier persona: la familia y sus anecdotarios, el país y sus historias, lo típico y lo mítico... Van algunas pizcas.


Querendón y despiadado, Villoro recuerda a una abuela de primera generación en el Distrito Federal, quien resulta botón de muestra de la moralidad de una clase media urbana que, con todo y la globalización y el desbarranque económico, sigue aquí: “Todos los días renovaba su decencia describiendo con lujo de detalle la indecencia de los demás”. Como ése, cientos de páginas de etnología caben en un ramalazo literario: “La abuela se reconciliaba con Yucatán y con el abuelo por el paladar... La mesa era la zona de armisticio y mi abuela, la orgullosa artífice de esa pax succulenta”.


Como otros buenos libros de viaje en los que la literatura se alza inalcanzable sobre la pretensión de la verdad científica (por ejemplo, Un bárbaro en Asia de Henri Michaux), en Palmeras... el lector puede toparse con garbanzos de a libra, concentrados de sabiduría: “¿pero puede haber algo más irreal que una mexicana que viaje sola? La soledad es un caso de alarma para las mexicanas. En los restoranes de lujo van juntas al baño, en las reuniones se arremolinan en torno a las galletas con paté, en las escuelas deambulan en apretadas flotillas”.
Las palabras que Juan borda de la península, con todo y que cargan ya veinte añitos, soplan brisa, nada que recuerde las pétreas monografías museográficas. Si bien los mayas prehispánicos eran “astrónomos que viajaban en lianas y salían de la maleza para llegar a una milpa donde discutían de hipotenusas”, “hoy en día... usan gorras de beisbolistas y pantalones de mezclilla stone-washed, son fanáticos de Chicoché y la Crisis y lo más probable es que no sueñen glifos sino oportunidades de trabajo en Cancún.”

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