jueves, 8 de abril de 2010

Se busca narrador

Siglo XXI Editores acaba de publicar un compendio de fina prosa e inteligencia atronadora: Escritos y conferencias alrededor del psicoanálisis, del francés Paul Ricœur (1913-2005). Se trata del primer volumen de una serie de libros en los que, antologados por Jean-Louis Schilgel y Catherine Goldenstein, se reunirán buena parte de la obra dispersa de uno de los pensadores fundamentales de la pasada centuria. En la primera entrega –una edición sabiamente traducida al castellano por Adolfo Castañón– se reúnen diez textos de Ricœur, hilvanados por el interés del filósofo en torno al psicoanálisis clásico. Me parece que, en última instancia, el cuestionamiento de fondo que mantuvo durante varias décadas a Ricœur atento a la obra de Sigmund Freud (1856-1939) tiene que ver con el tipo de conocimiento que puede producir el psicoanálisis; en los primeros textos dicha interrogante es evidente: “La cuestión de la prueba en el psicoanálisis”, “Psicoanálisis y hermenéutica”, “Imagen y lenguaje en el psicoanálisis” y “El self según el psicoanálisis y según la filosofía fenomenológica”. Sin embargo, más allá del atractivo que por sí mismo puede tener el análisis hermenéutico de las verdades que sobre nosotros mismos pueda o no generar el psicoanálisis, el libro de Paul Ricœur incluye un texto sobre la relación entre la condición humana y el pensamiento narrativo que sobrepasa con mucho el campo de los expertos, siquiatras y filósofos, y apela sencillamente a la curiosidad humanista de cualquier persona en quien perdure el antojo de entenderse: “La vida: un relato en busca de narrador”.

Al igual que gente como Jerome Bruner (1915), Ricœur parte de la certeza de que sólo mediante el pensamiento narrativo, y más incluso, sólo mediante la ficción, es factible la dimensión humana de la vida, más allá de su carácter puramente biológico. En otras palabras: entre el nacimiento y la muerte, ocurre una vida y punto; pero para que ella sea una historia y sea vivida como tal es necesario narrarla. Y para que podamos hablar de un discurso narrativo es obligada el mythos en el sentido aristotélico del término: “fábula (en el sentido de historia imaginaria) e intriga (en el sentido de historia bien construida)”.

Siguiendo el planteamiento que Aristóteles (384-322 a.C.) esbozó en su Poética hace más de dos mil años, Paul Ricœur establece que la intriga no es un ingrediente del relato, ni siquiera una forma estática de estructurar un discurso; antes bien, se trata de una operación que, además, no concluye sin la intervención de un escucha, de un lector. La construcción de la intriga resulta de un proceso de síntesis, en principio, “entre los acontecimientos o incidentes múltiples y la historia completa y una”; esto es, la pura enumeración de sucesos no amalgama una historia, por el contrario, no los rescata del caos y los deja en calidad de eventualidades..., el ocurrir sin sentido, las muchas rutas sin estrella. Y la operación no queda ahí: la síntesis que procesa la intriga “organiza en conjunto a los componentes tan heterogéneos como las circunstancias encontradas y no deseadas, agentes y pacientes, encuentros al azar o buscados”. O sea que sin intriga la trama de plano no es, y el ordinario desorden de la realidad impera. Y más: urdir la intriga compila también “relaciones que van del conflicto a la colaboración, de los medios más o menos bien acordados con los fines, en fin, a los resultados no deseados”. Sin la labor narrativa, los tiros que salen por la culata no pasan de ser accidentes sin razón de acontecer, y las piedras en el camino ni siquiera alcanzan calidad de obstáculos.

Además, la intriga, la síntesis que significa, otorga dimensión humana al tiempo: “Se puede decir que se encuentran dos suertes de tiempos en toda historia que es contada: por una parte una sucesión discreta, abierta y teóricamente indefinida de incidentes; por otra parte, la historia contada presenta otro aspecto temporal caracterizado por la integración, la culminación y la clausura, gracias a la cual la historia recibe una configuración”. Y remata el galo: “Yo diría... que componer una historia es, desde el punto de vista temporal, extraer una configuración de una sucesión”. José Emilio Pacheco devela el asunto de una manera sencilla y magistral en un pequeño poema, “Aves de paso”:
El tiempo no pasó: aquí está.
Pasamos nosotros.
Sólo nosotros somos el pasado.
Aves de paso que pasaron y ahora,
poco a poco,
se mueren.
Sin relatos bien tramados, para lo cual la intervención de la imaginación es indispensable, el transcurrir de un día a otro se deshumaniza en la medida en la que carece de sentido. De ése tamaño es la responsabilidad de historiarnos a nosotros mismos. De ése tamaño es el error de suponer que la mera relación de sucesos conforme una historia.

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