jueves, 24 de junio de 2010

Mientras queda cuerda...

Soy un gato sin gracia y sin siete vidas.
Carlos Monsiváis

Debió de haber ocurrido a principios del año pasado. Si mal no recuerdo, era un seminario sobre literatura mexicana del siglo XIX. Seguro el asunto sucedió en el Colegio de México. Seguro su participación era el plato fuerte del menú. Lo presentó un académico de pipa y guante, con hartas credenciales, me parece que el coordinador general del seminario, ¿o era coloquio? El tipo dio la bienvenida al público —casi todos profes del propio Colmex, investigadores de Filológicas, raza unamita— y enseguida, para comenzar a hablar del señorón al que todos queríamos escuchar, contó una anécdota: que hace muchos años, un hatajo de personas gravitó en torno a una misma idea, ciertamente sencilla pero bizarra y heroica aunque un tanto ingenua: que resultaba pertinente y a la larga relevante reunirse periódicamente para hablar seriamente de los ires y venires de las letras en México. Que durante aquella aventura y para aquella gente “hablar seriamente” en la práctica significaba llegar a proponer y defender textos cerrados, bien escritos y con carnita… Contó el docto presentador que luego de dos o tres sesiones —extraño: se juntaban en alguna sala del Castillo de Chapultepec— enmezclillado apareció por fin el Rey Gato, el más esperado y más temido de aquel grupo de contertulios. Narró que el monstruo anhelado llegó dando las buenas noches y después, mientras iniciaba la sesión, permaneció callado, enfrascado en sus papeles. No recuerdo si a quien le tocó abrir la ronda de lecturas fue al propio anecdotista o a un compañero suyo, pero para el caso da igual. Quien haya sido, el expositor comenzó sin sorpresas y por donde se debe: leyendo el título de su ponencia, y luego a lo que te truje: su disertación. Al terminar, el silencio cundió y todos los asistentes dirigieron su mirada al gran factótum, al mero mero: él no se hizo del rogar y procedió a lo que se le pedía, echar a la mesa su dictamen… Que dijo: “Su texto tiene un título espléndido…, pero después decae”. Y fue todo..., y ahí mismo terminó la anécdota. El presentador continuó entonces enunciando algunos de los datos curriculares más relevantes del ponente estrella, los títulos de algunos de sus libros, el agradecimiento y el beneplácito compartidos por su presencia... Fue entonces que Carlos Monsiváis (1938-2010) tomó la palabra: “Bueno, después de la presentación, esta ponencia va a decaer...”. Aplausos y risas, y como otras tantas veces él levantó la vista mostrando una expresión que a uno le resultaba difícil diferenciar entre complicidad y sorpresa...: ¡Ándenles, ríanse!... ¿Pero de qué se ríen? Después, congruente, se burló un rato de sí mismo, de nosotros, del país y, ya con la respiración muy entrecortada, comenzó a leer.

Terminada la intervención de Monsiváis —habló durante más de una hora sobre los hábitos de lectura de la naciente clase media urbana del México decimonónico—, yo aproveché la excursión al Colmex para meterme a buscar un título rejego en la librería del Fondo de Cultura Económica que está ahí. Varios minutos después, cuando ya estaba pagando, Monsi entró cargado de libros, cuadernos, papeles sueltos, folders... Venía solo; atrás había quedado la cauda de admiradores. Claro, de idiotas muy pero muy zoquetes hubiera sido no aprovechar aquella oportunidad.

Conversamos un rato sobre la novelística mexicana del XIX. Especuló sobre las maneras en que la raza pudo haber abierto un libro en este país en aquella época. Me pasó varios títulos. Aguijoneó con elegante sorna los usos y costumbres de los encuentros académicos de altos vuelos. Hablamos de novela histórica y de nuevo desplegó la enciclopedia que traía en la cabeza. Apabullante y generoso. “¿Entonces está usted estudiando la novela histórica del XIX?” Le hablé de Sierra O’Reilly y él claro, conocía su obra, incluso recordaba varios detalles relevantes de La hija del judío y de Un año en el hospital de San Lázaro, las dos novelas del yucateco. Amable y retórico: “Perdóneme, pero recuérdeme su nombre”. Por supuesto, más que recordárselo se lo dije; él no tenía la menor idea de con quién estaba hablando. “Ah, pero usted no es académico, es narrador, ¿no?” Increíble, el hombre había leído un par de libros míos ¡y los recordaba! Luego de platicar poco más de un cuarto de hora nos despedimos, salimos de la librería y recuerdo que, al final, me dijo: “Pues qué bueno que está estudiando las novelas de Sierra O’Reilly..., pero siga escribiendo cuento. O lo que sea, la cosa es seguir de tercos”. Mientras quede cuerda, seguir de tercos.

viernes, 18 de junio de 2010

Filibusteros

Pero si me dan a elegir entre todas las vidas yo escojo
la del pirata cojo con pata de palo, con parche en el ojo, con cara de malo,
el viejo truhán, capitán de un barco que tuviera por bandera
un par de tibias y una calavera.
Sabina


Anarquía, sol, océano y travesía, desmanes y parranda, mujeres en cada puerto, ron y rebeldía, aventura, tesoros y camaradería, fandango, quebranto de leyes... Desde mucho de que antes Jhonny Depp le copiara los moditos a Keith Richards para dar vida al capitán Jack Sparrow, el pirata encarna al héroe libertario. En las letras occidentales, las plumas de los románticos, gustosas, celebraron las hazañas de los maleantes del mar.

Walter Scott (1771-1832) publicó en 1821 The Pirate. Apenas un año después, el norteamericano James Fenimore Cooper (1789-1851) dio a conocer The Pilot: A Tale of the Sea. En Hispanoamérica, corresponde al porteño Vicente Fidel López (1815-1903), el mismo que escribió el Himno Nacional de Argentina, el crédito de ser el primer autor de una novela histórica con temática de piratería: La novia del hereje o la Inquisición en Lima, publicada originalmente en 1840 en un periódico chileno. La siguiente obra del meta-género en cuestión apreció en nuestro país; el pionero fue un yucateco, Justo Sierra O’Reilly (1814-1861), quien en 1841 publicó algunas narraciones históricas sobre piratas en el periódico que por entonces dirigía en Campeche, El Museo Yucateco.

Seguramente gracias a una iniciativa de Hernán Lara Zavala, en 2003 la UNAM, en su colección de relatos “Licenciado Vidriera”, publicó El filibustero, de Justo Sierra O’Reilly. Más allá de que por sí misma se trata de una narración divertida que bien merece deportar al averno aunque sea por un rato la tele, el cel, la radio, el iPod y demás chunches, el texto de don Justo es importante toda vez que inaugura el tema de la piratería en la narrativa mexicana.
¿Filibustero? La palabra entró al español a mediados del siglo XVII por vía del francés flibustier, que entonces se escribía fribustier. A su vez, el vocablo llegó al francés del inglés flibutor o frebetter. Aunque algunas fuentes indican que inglés es el origen (fly-boat, “barco que vuela” o quizá free-booter, “libre merodeador”), lo más probable es que se trate de alteraciones del holandés vrijbuiter, que significa pirata, en estricto sentido “el que se hace del botín libremente”. En efecto, la historia que cuenta Justo Sierra O’Reilly en El Filibustero se refiere a la incursión que Diego el Mulato, un afamado pirata que azolaba los fondeaderos coloniales españoles del Caribe durante la primera mitad del siglo XVII, hizo al puerto de Campeche en agosto de 1633. En una nota al título de su relato, el autor advierte: “Esta leyenda es toda histórica, casi hasta en sus más insignificantes circunstancias”. Ciertamente, Sierra O’Reilly basó su narración en los informes que el padre Diego López Cogolludo aporta en su Historia de la Provincia de Yucatán (Madrid, 1688) sobre el asalto al puerto de Campeche que comandó Diego el Mulato, también conocido como El Corsario y El Criollo de la Habana. Y el conocimiento que el doctor Sierra tenía de la obra historiográfica de Cogolludo no era poca cosa, toda vez que, entre los muchos trabajos que se le deben en tanto historiador, habría que resaltar la reedición que realizó del libro del religioso.

Hace poco la Universidad Veracruzana publicó El filibustero y otras historias de piratas, caballeros y nobles damas (2007), una antología de las narraciones breves de Justo Sierrra O’Reiily. La recopilación y edición, así como el texto introductorio, es trabajo de Manuel Sol. El libro incluye siete textos que sin duda fueron escritos por el padre de Justo Sierra Méndez (1848-1912), y dos más que, concuerdo con el dictamen de Manuel Sol, debemos considerar apenas como atribuibles a Sierra O’Reilly. Las seis primeras narraciones fueron publicadas originalmente en El Museo Yucateco, firmadas ya sea por “José Turrisa” o “J. Tomás Isurre Ara”, anagramas que don Justo empleaba como cándidos pseudónimos: “La tía Mariana”, “Los anteojos verdes”, “Doña Felipa de Zanabria”, “Antes que te cases, mira lo que haces”, “El filibustero” y “Los bandos de Valladolid”, la última inconclusa. El antepenúltimo relato incluido en la antología provienen de las páginas de El Registro Yucateco, el segundo periódico que dirigió Sierra O’Reilly: “El secreto del ajusticiado”. Finalmente, dos composiciones más que no podemos saber con certeza quién escribió, “Don Pablo de Vergara” y “Don Juan de Escobar”.

Hoy que los malosos están de moda, interesante resulta conocer el perfil de los piratas caribeños, aves de infortunio pero también agentes de cambio. En El Filibustero, don Justo describe a Diego el Mulato como un hombre dueño de unos ojos que “tenían un brillo indefinible, fascinador e insinuante; un brillo divino o acaso infernal”. El embeleso paradójico del mal.

viernes, 11 de junio de 2010

El poder del mapa

Bajo el sello editorial de Guilford Press, Denis Wood (Cleveland, 1945) acaba de publicar un lúcido ensayo: Rethinking the power of maps (NY, 2010). La idea central del libro de Wood —a quien, si de plantar etiquetas se trata, habría que ponerle las de cartógrafo, poeta, pintor, curador y académico—, es que la cartografía no es una representación de realidades espaciales, sino proposiciones. Dicho así suena sencillo, y seguramente lo es, pero las consecuencias de la afirmación no lo son tanto…

¿Qué es un mapa? La argumentación de Wood arranca lejos. Parte de que el poder es una medida de trabajo, y de que los mapas trabajan. Los mapas alcanzan logros, consiguen hacer cosas. Para ello, los mapas trabajan duro: los mapas sudan, se esfuerzan, se aplican a sí mismos. ¿Y qué persiguen con tanto esfuerzo? Fácil: a la reproducción incesante de la cultura que los produce.

¿Qué tipo de trabajo es el que realizan los mapas? Primero, el autor recuerda que el trabajo es la aplicación de una fuerza a través de determinada distancia, y que fuerza no es otra cosa que la acción ejercida por un cuerpo sobre otro para cambiar el estado, de movimiento o estática, de este último. Así, un mapa aplica fuerzas sociales para dar existencia a espacios socializados. ¿Cuáles son tales fuerzas? En última instancia, son las de los tribunales, las de la policía, las de los militares. En cualquier caso, son las de la autoridad, responde Wood. Al autorizar el estado en el que se encuentran los asuntos que mapean, la cartografía auxilia a concretar, reemplaza, sintetiza necesidades. Para hacerlo, un mapa apalanca palabras, engrana signos. Entonces, un mapa es un motor, es decir, una máquina que transforma energía en trabajo social:

energía → motor → trabajo
energía social → mapa → espacio social
energía social → mapa → orden social
energía social → mapa → conocimiento

¿Cómo es que un mapa convierte energía en trabajo? Relacionando cosas en el espacio, para convertirlas así en objetos geográficos. Los mapas logran ligas insertando en un plano de representación común proposiciones acerca del territorio. Dichas proposiciones revisten la siguiente forma: estas cosas, agrupadas en tales categorías seleccionadas, están donde los mapas señalan que están. Es decir, los mapas logran establecer vínculos, poniendo juntos elementos seleccionados en un plano común. He ahí el plano del mapa. Este plano con sus proposiciones es el mapa.

Las ligas entre los elementos que establece un mapa entran en el ámbito social como funciones discursivas. Afianzado en la teoría de la comunicación humana de Paul Watzlawick, Wood define una función discursiva como una forma que tienen las personas para, en una situación comunicacional dada, afectar la conducta de los demás. De ahí, el autor decanta la función pragmática del motor comunicacional llamado mapa: el hecho de que un mapa sea una función discursiva implica que tiene un rol en el discurso, en el lenguaje, que configura nuestro mundo. Si bien es cierto que hoy por hoy el rol que toma un mapa generalmente es descriptivo, también puede asumir otros: narrativo o interrogativo, contestatario o imperativo, etcétera. Ahora, el efecto descriptivo de los mapas incide en el comportamiento de las personas, vinculándolas entre sí a través del territorio que habitan. Por medio de la descripción en un plano común, los mapas vinculan al menos dos tipos de conductas: situaciones y cosas que queremos asociar a situaciones. El cartógrafo liga, conecta, asocia determinadas conductas entre sí describiéndolas en el plano común del mapa, por medio de descripciones referidas a determinados términos compartidos. En la medida en la que estas descripciones ligan, al mismo tiempo archivan, cosifican y proyectan nexos: “Estas dos cosas van juntas”, propone el mapa, y en consecuencia actuamos.

Una vez que el mapa ha sido publicado, se asume prácticamente como una descripción de la forma en que las cosas son realmente. Y si así son realmente, ¿qué sentido tiene resistirse? Entonces, el carácter proposicional se vuelve muy difícil de ver, se olvida. Luego, de la descripción de situaciones y ligas, el paso al conocimiento es directo: “Estas dos cosas van juntas”, propone el mapa, y como consecuencia se saben dos cosas… y una tercera (la liga misma).

En suma, Denis Woods opina que la forma más fácil de liberar el poder de un mapa sería mantener consciente el hecho de que los mapas son proposiciones. Mientras que concebimos a los mapas como representaciones, nuestra imaginación se mantendrá encadenada al prejuicio de la imagen preconcebida, según la cual el mundo es como se muestra en los mapas y no en los espejos. Invariablemente, esta imagen es inadecuada, inexacta, reducida necesariamente, a menudo falsa, y siempre esclava de los intereses dominantes.

Trazar mapas de acuerdo a esta idea, confirma su autoridad. Una conclusión me brinca, obvia: si queremos cambiar realidades, bien valdría remapearlas. Y como siempre, si no lo puedes imaginar, no lo mereces.

domingo, 6 de junio de 2010

Senectud prometedora

Mohammed ben [el-]Hassan ben Mohammed ben Youssef [el-]Alaoui nació en 1963 en la ciudad de Rabat. Días antes de cumplir 36 años comenzó a usar un apelativo más sencillo, Mohamed VI; desde 1993 es rey de Marruecos. Bajo su patrocinio, del 21 al 29 de mayo se celebró la novena edición del festival Mawazine “Ritmos del Mundo”. La pluralidad no contradice el nombre: participaron más de cien artistas, desde exponentes de ámbitos culturales prácticamente desconocidos en Occidente, como Toumani Diabate de Malí, Richard Bona de Camerún, Los hermanos Chemirani de Irán, Majid Al Mouhandiss de Irak, Tamer Housni de Egipto, la orequesta Kocani de Macedonia o Ahmad Fathi de Yemen; hasta consagrados de la cultura dizque global como BB King, Sting y Elton John. El caldo del festival Mawazine resultó bien condimentado, con hierbas de muchos huertos: el popero inglés Mika y el monstruo del jazz Al Jarreau; de España, lo que queda de Julio Iglesias, y Carlinhos Brown de Brasil; el mezclador francés Laurent Wolf y el rapero marroquí Don Bigg, acompañado por el pianista cubano Omar Sosa; la cantante Maurane (Claudine Luypaerts) de Bélgica y la Gangbe Brass Band de Benin… El viernes 28, en el OLM Souissi de Rabat, tocó el turno a quien, de acuerdo al programa, acudió representando a México: Carlos Santana…, ¡y qué viva Autlán…, sí, señor! Según EFE, durante la conferencia de prensa que ofreció en la mañana previa a su concierto en Rabat, Carlos Augusto Santana Alves, fue cuestionado sobre si veía cercano su retiro. El músico, quien el próximo 20 de julio cumplirá 63 años, dijo que no, que todavía trae cuerda para rato: “Cada vez que le digo a dios lo que quiero hacer, se ríe de mí”. Sin embargo, Santana se dio tiempo para externar uno de sus planes de ultratumba: “Hay un lugar y un tiempo en el que Michael Jackson, Bob Marley y yo tocaremos juntos, y con Jimi Hendrix”. A saber cómo se escuchará aquello si algún día, fuera de este mundo, el propósito del guitarrista jalisciense se cumple. Por lo pronto, el sexagenario sigue rockeando aquí.

El día anterior, a más de nueve mil kilómetros de Marruecos, un señor de casi 68 años de edad contó una típica evocación de longevo: que, cuando tenía once, en la escuela aprendió algo de español: “Tres conejos en un árbol tocando el tambor, que sí, que no, que lo he visto yo”, pronunció, y las más de 55 mil personas que lo escuchábamos le aplaudimos el recuerdito. Para entonces, aquel hombre ya nos tenía embrujados. El primero de los dos conciertos que Sir Paul MacCartney ofreció en el Foro Sol de la Ciudad de México, parte de su Up and coming tour, arrancó a las 21:14 hrs. Después de aventarse Venus and Mars / Rockshow, el ex beatle saludó a la banda variopinta ahí reunida: “¡Hooola, chilangos!” Chaviza que se hizo momiza en el siglo XXI, escuincles, cuarentones, cincuentones y jovenzuelos en la cúspide de la hormona dieron inicio a más de tres horas de palmas, brincos y gritos, ensopados al arranque del concierto, porque, después de amenazar tormenta desde las seis de la tarde, el méndigo Tláloc se aventó la puntada de, justo a las nueve en punto de la noche, reventar el nuberío que amorataba todo. Pero para la quinta rola, Got To Get You Into My Life, el cielo ya era una bóveda nítida en la cual la luna llena saldría a pavonear su belleza atrás del escenario. Seguirían 29 canciones antes del primer amague de retiro. “¡Paul! ¡Paul! ¡Paul!...”, y el teto de los Beatles (Jis dixit) y su banda (Rusty Anderson y Brian Ray en guitarras y bajo, Paul Wickens en los teclados y el portentoso Abe Laboriel Jr. en la batería) salieron de nuevo: Day Tripper, Lady Madonna... Entonces le regaló la noche de su vida a una chilanga que llevaba dos horas cargando un letrero. MACCA leyó “I want to dance on stage with you” You wanna dance? Come on… Y que la trepa. Mientras la espontánea subía, se arrancó con una de las más esperadas, Get Back. Otra salida en falso, la última, y luego el cierre del concierto: Yesterday, Helter Skelter y Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band / The End para completar así 35 rolas…La raza cantó casi todas, más fuerte las de Lennon y MacCartney, bailó muchas (con Obladi, Oblada aquello fue una convención de locos felices) y aplaudió sin tregua. Paul MacCartney tocó el bajo, la guitarra eléctrica, la acústica, el piano, el ukulele y cantó sin economías. ¡Y la Morsa seguía brincando con todo y sus añales encima!

− ¿Te imaginas? Cuando se muera este güey y el Ringo, seguro arman toquín con Lennon y Harrison en el cielo –cuando comenzábamos a salir del Foro, alcancé a escuchar a un compa glosar la noche.