jueves, 5 de mayo de 2011

El pasado que nunca se acaba

 


El 13 de septiembre de 2006, con el sello de la prestigiada editorial Gallimard, salió a la venta en París el primer libro en francés de un autor desconocido, desconocido allá y aquí y en todo el orbe, un tal Jonathan Littell. El libro, Les Bienveillantes. Sólo durante las primeras seis semanas, se venderían poco más de 280 mil ejemplares de la obra. Un trimestre fue suficiente para que Les Bienveillantes se colocara sin problemas como el libro del año en tierra gala; no sólo el más vendido, también el mejor valorado por la crítica. Académicos, reseñistas y escritores se volcaron en elogios. La cosecha fue a más: Les Bienveillantes le valió a Littell los dos premios literarios más importantes de Francia: el Premio Goncourt y el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa..., nada más.

Uno de los notables que integraron el jurado que le concedió a Littell el Premio Goncourt fue el escritor y guionista Jorge Semprún, nacido en España pero cuya obra ha sido escrita casi por completo en francés. Semprún, refiriéndose a Les Bienveillantes, afirmó: “Dentro de una, dos o tres generaciones, los jóvenes sabrán qué pasó a mediados del siglo XX gracias a una novela como ésta”. Según Semprún, quien hace algún tiempo fungió como ministro de Cultura en el gobierno español de Felipe González, la novela es “el acontecimiento literario del siglo”.

En su edición del 29 de diciembre de 2006, Le Figaro —que ya antes había calificado a Les Bienveillantes como una pieza “brillante, fascinante” y también como “una broma gigantesca”— no escatima y declaró al sorpresivo novelista como “el hombre del año”. La distinción no es poca cosa, sobre todo para las pulgas de los franceses, tratándose Littell de un joven escritor oriundo de Estados Unidos.

¿Pero quién diablos es Jonathan Littell? En principio habrá que decir que es una especie de híbrido, el producto del cruce de varias culturas. Littell me recuerda al galo-ibero Manu Chao cantando regaee en árabe, wolof o gallego ante un público sudamericano que le aplaude a rabiar, o a la barranquillera Shakira Isabel Mebarak Ripoll rapeando en inglés y moviendo las ingles como bailarina libanesa. Los antepasados de Littell, de origen judío, llegaron a América procedentes de Polonia a finales del siglo XIX. Su padre, Robert Littell, es autor de más de quince novelas de espionaje, casi todas ellas relacionadas con los estira y aflojes entre la CIA y la KGB durante Guerra Fría. Jonathan Littell nació en Nueva York el 10 de octubre de 1967. Buena parte de su formación escolar la realizó en Francia, pero regresó a Estados Unidos para estudiar en la Universidad de Yale. Actualmente vive en Barcelona, luego de haber viajado durante varios años por el Congo, Afganistán, Bosnia y Chechenia, trabajando para la ONG Action Against Hunger. Jonathan había intentado ya durante 2006 que se le otorgara la nacionalidad francesa, sin conseguirlo, pero luego de la celebridad que su novela le acarreó, en marzo pasado lo logró “por su contribución a la brillantez de Francia”. Antes de Les Bienveillantes, Jonathan Littell no había publicado prácticamente nada, apenas un libro previo, una novelita ciberpunk de escaso impacto, Bad Voltage (Signet Books, 1989). 

Gracias a la traducción de María Teresa Gallego Urrutia, es posible leer Les Bienveillantes primero en español que en inglés —el propio Littell está trabajando la versión en inglés, misma que saldrá a la venta en los primeros meses de 2008 distribuida por Harper-Collins—. Las Benévolas, editado por RB libros, se puede conseguir en México desde noviembre de 2011.  

Para decirlo fácil, la novela de Jonathan Littell narra, desde la perspectiva de un nazi, el holocausto cometido en Europa contra los judíos durante la II Guerra Mundial. Pero expresarlo así es limitar los alcances de Las Benévolas, porque aunque es evidente que el autor hizo la tarea y se soporta en sólidas bases históricas, la obra va mucho más allá de las contingencias que cuenta y problematiza asuntos de carácter universal. Cuestionado por Ruiz Mantilla para una entrevista que se publicó hace unas semanas en el suplemento Babelia de El País, Littell dijo que la gran pregunta que trató de responderse al escribir su novela fue “la naturaleza del crimen de Estado”. Desde la perspectiva privilegiada del lector, contradigo al escritor y opino que Las benévolas indaga no en torno al crimen de Estado sino en torno al crimen, y más incluso, porque el gran tema es en todo momento la naturaleza del mal, el mal del que somos capaces los seres humanos.

Como ocurre con todas las buenas novelas, el incipit de Las benévolas es certero, no defrauda... —y, ojo, hay que recordar que da entrada a un texto de casi mil páginas—:

Hermanos hombres, dejadme que os cuente cómo ocurrió. No somos hermanos tuyos, me replicaréis, y nos importa un bledo. Y es muy cierto que se trata de una tenebrosa historia, aunque también edificante, un auténtico cuento moral, os los aseguro. Existe el riesgo de que resulte largo, porque, bien pensado, sucedieron muchas cosas, pero a lo mejor no tenéis mucha prisa; con un poco de suerte no andáis mal de tiempo. Y además no es algo ajeno a vosotros; y veréis como no es algo ajeno a vosotros. 

Desafortunadamente, es cierto: no es algo ajeno a nosotros. 

El narrador nos contará sus propios recuerdos: Maximilian Aue escribe sus memorias para contarnos los años durante los cuales fue parte activa, como oficial de alto rango de las SS, del III Reich. ¿Por qué lo hace? ¿Arrepentimiento, afán de disculpa, cargas de conciencia...? Al parecer no:

... no estamos en la tierra para andar jugando. ¿Para qué entonces? No tengo ni idea; para durar, seguramente, para matar el tiempo antes de que nos mate. Y, en tal caso, como forma de emplear los ratos perdidos, escribir es una ocupación tan buena como otra cualquiera.

Y sin embargo, líneas más adelante el mismo Aue, lapidario, apunta:

... las únicas cosas indispensables para la existencia humana son respirar, comer, beber, defecar y buscar la verdad. El resto es facultativo.

Subrayo: la búsqueda de la verdad. Aunque varias veces el narrador muestra que la versión hegemónica de lo ocurrido durante la II Guerra Mundial es necesariamente imparcial —“... la hierba crece muy espesa encima de las tumbas de los vencidos y nadie le pide cuentas al vencedor...”—, la verdad por la cual indaga no es la histórica. Ciertamente, la novela de Littell bien puede leerse como una gran pesquisa, de aliento épico: Aue no Littell, persigue la verdad entre los vivos y entre los muertos —a quienes está dedicada la novela—, su verdad que también es la nuestra. 

Entre otras razones, Las benévolas es una novela magistral porque su autor consigue perderse, pasar desapercibido: quien lleva la voz cantante no es un tal Jonathan Littell, un grinco cosmopolita, sino en efecto un viejo llamado Max Aue, quien décadas antes de escribir sus memorias fue un oficial SS, hijo de madre francesa y padre alemán, doctorado en leyes, culto, inteligente, un homosexual diletante y políglota que asesinó a muchos inocentes, hombres, ancianos, mujeres y niños... ¿Un monstruo? No, desafortunadamente tan sólo un ser humano como tú y como yo:

El auténtico peligro para el hombre soy yo, y sois vosotros... ( )... Vivo, hago lo que es factible, eso es lo que hace todo el mundo... ¡Venga, si os digo que soy como vosotros!

¿Y cómo somos los hombres? Por supuesto, el veredicto del protagonista de Las benévolas no nos deja bien plantados: “Todo hombre desea satisfacer sus necesidades y las de los demás le resultan indiferentes.” ¿Qué queda entonces? ¿Sólo la ley del más fuerte? La respuesta por la cual apuesta el doktor Maximilian Aue es precisamente la organización social a partir de normas, el afán civilizatorio: 

Y, para que los hombres puedan vivir juntos, para evitar el Estado hobbesiano del “todos contra todos” y, antes bien, poder satisfacer una suma mayor de sus deseos, merced a la ayuda mutua y al incremento de la producción que de ella se deriva, se precisan procesos reguladores que pongan límites a esos deseos y es preciso que los hombres egoístas y flojos acepten el imperio de la Ley y ésta debe, pues, referirse a una entidad externa al hombre y debe basarse en una potestad que el hombre sienta superior a él.

La entidad superior durante mucho tiempo fue, claro, dios, y luego sus sucesivas potestades terrenas y bípedas, desde el chamán y el rey, hasta el Führer... Porque muerto dios, sólo quedó el hombre y sus ideas: el humanismo o el ideal igualitario de los revolucionarios burgueses del siglo XVIII, pero también el nazismo, el comunismo y todos las ideologías.  

Los hombres siempre necesitan que los guíen, no tienen ellos la culpa... ¿Y quién sabe dónde está la Ley? Todos deben buscarla, pero no resulta fácil, y es lógico plegarse al consenso común. No todo el mundo puede ser legislador.

La cultura que persigue construir la armonía social contra la naturaleza egoísta del hombre, sí, pero la cultura que también yerra. En la misma entrevista ya referida, Jonathan Littel explica una de las grandes verdades que el protagonista de Las benévolas descubre “a solas con el tiempo y la tristeza y la pena del recuerdo”:

La cultura no nos protege de nada. Los nazis son la prueba. Puedes sentir una admiración profunda por Beethoven o Mozart y leer el Fausto de Goethe, y ser una mierda de ser humano. No hay conexión directa entre la cultura con C mayúscula y tus opciones políticas. 

Efectivamente, ni el refinamiento cultural ni el progreso en términos de civilización son por sí mismos una garantía ética. Y, por supuesto, tampoco el mero transcurrir del tiempo significa necesariamente avance alguno. Así, por muy lejana que aprecies la época en la que para mucha gente resultó perfectamente válido asesinar a miles y miles de congéneres indefensos sencillamente por una supuesta condición de raza, cualquier cosa que eso pudiera significar, en realidad no lo es tanto. La vertiginosa aceleración del cambio que ha experimentado la humanidad desde mediados del siglo pasado hasta nuestros días, así como el horror mismo de los testimonios que muestran la capacidad de despliegue de maldad humana, contribuyen a que la gran mayoría de nosotros podamos sentirnos cómodamente ajenos a ese pasado. Por eso mismo, hoy, en los albores del siglo XXI, a lo largo de las páginas de Las benévolas los lectores quizá se vean obligados a revalorar la distancia que supuestamente nos separa de la II Guerra Mundial, de aquellos años durante los cuales casi un centenar de países, no sólo Alemania, se organizaron con el fin de destruir, de matar. La novela de Littell viene a recordarnos algo que más valdría mantener presente: en esencia, los seres humanos que habitamos el planeta en el segundo milenio después de Cristo somos iguales a los hombres y mujeres que participaron en el conflicto armado más grande de la historia, víctimas y victimarios todos. En sus memorias, Aue insiste: aunque no se tenga conciencia de ello —conciencia histórica—, “el pasado..., cuando te ha hincado los dientes en la carne, ya no te suelta”. Para él, lo dicho es un certeza dolorosa. Max y Una, su hermana gemela, hablan luego de varios años de no verse; ella, lectora de Freud y Jünger, intenta amonestarlo: “... El mundo cambia y hay que saber cambiar con él. Tú sigues prisionero del pasado... El pasado se acabó, Max”. Pero él responde: “El pasado nunca se acaba”.  

Claro, tal noción tiene un doble rostro: el pasado que nunca acaba implica continuidad, y si la continuidad del transcurrir de los eventos es de doble vía entonces necesariamente aparece el poderoso concepto de destino: en tanto nada surge de nada, nada sucede por azar; lo que ocurre, pues, acontece porque necesariamente tiene que pasar. Razona Aue:

Después de la guerra, para intentar explicar qué había sucedido, se habló mucho de lo inhumano. Pues lo siento una barbaridad, pero lo inhumano no existe. Sólo existe lo humano... La necesidad, ya lo sabían los griegos, es una diosa no sólo ciega, sino además cruel.

Y aquí Aue se refiera al sentido filosófico del concepto de “necesidad”, esto es, a lo que no puede no ser. Vale recordad que en la mitología griega, Ananké, madre de las Moiras y diosa de la necesidad, desde el principio de todo ha permanecido entrelazada con Cronos, con quien conforma el destino.

La influencia del pensamiento griego en la novela de Littell es evidente, desde el título: las benévolas no son otras que las Erineas, las diosas que personificaban la venganza, también conocidas por su antífrasis, las Euménides (las benévolas). Y aquí vale recordar que Las Euménides de Esquilo (525 a. C. – 456 a. C.) cuenta como estas diosas punitivas persiguen a Orestes, quien había dado muerte a su propia madre, Clitemnestra, porque ella había a su vez dado muerte a Agamenón, padre del perseguido. Si con la tragedia los griegos inventaron la catarsis estética, con la novela moderna Cervantes inventa el gran areópago simbólico en el cual el hombre se juzga a sí mismo a la luz de la experiencia literaria que permite vivir en otras vidas. En ese sentido, Las benévolas de Jonathan Littell es gran novela, una novela necesaria…

 

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