lunes, 25 de noviembre de 2013

¿Política ficción?

“El mundo actual nos exige ver de frente cuanto hemos sido sin engaños. Pero para poder conocer la verdad, no hay camino más seguro que una mentira llamada novela.”
Carlos Fuentes

Jorge Zepeda Patterson (Mazatlán, 1952) es un tipo que sabe planear y concretar proyectos, y como buen periodista, entre sus pruritos profesionales se encuentra la oportunidad. Así que no hay casualidad alguna en que Los corruptores (Planeta, 2013), obra con la cual el director de www.sinembargo.mx se estrena como novelista, comenzara a circular con la puntualidad necesaria para que el libro resulte categóricamente actual, coetáneo. La primera edición salió de imprenta apenas en septiembre pasado, a tiempo para que comenzara a venderse desde finales octubre y atizara comentarios ya al siguiente mes, y la historia que Zepeda narra a lo largo de poco más de cuatrocientas páginas arranca el 19 de noviembre de 2013. Vaya, pues, usted y compre el libro, que le queda todo lo que resta del mes y hasta el 6 de diciembre próximo para leerlo en tiempo real.
Los corruptores es un thriller político, una novela negra, un retablo de costumbres del México contemporáneo. ¿Y qué tan contemporáneo? Yo terminé de leer la novela unos pocos días antes de la fecha en que ocurre el evento que desencadena todo lo que se narra, el asesinato de la famosa actriz Pamela Dosantos. Unos días después, el periodista Tomás Arizmendi —alter ego evidente del autor— publicará en su columna que los restos de la señora Dosantos aparecieron en un lote baldío de la colonia Nápoles, a poca distancia de una casona que la policía tiene en la mira… El caso es que, sin saberlo, Tomás ocasiona una crisis política nacional, porque resulta que la propiedad aludida es nada menos que la oficina alterna del secretario de Gobernación, quien, para colmo, sostenía un conocido amasiato con la susodicha. ¿Política ficción?
Los hechos que cuenta Zepeda tienen coordenadas y pueden localizarse en un calendario: ocurren aquí y ahora. La ciudad de México, escenario de la mayor parte de la trama, es gobernada por la izquierda: al jefe de gobierno le dicen el Purito, porque es “bajo, delgadito y con el pelo cano que parece ceniza”, y si quedara alguna duda el funcionario se llama Miguel Mancera, ¿estamos? En Los corruptores, el presidente de la República es un señor que no se apellida Peña, pero sí Prida, y también fue gobernador del Estado de México y es quien sucede a Calderón… “El PRI había vuelto a Los Pinos luego de doce años de administraciones panistas débiles e ineficientes. El margen de victoria del ahora mandatario Alonso Prida mostraba, en opinión de muchos, que el país necesitaba el regreso de un presidencialismo fuerte”. ¿Política ficción?
Por las páginas de Los corruptores van apareciendo referencias a personajes de la vida pública mexicana, gente tan de carne y hueso como el Chapo Guzmán y Carlos Salinas de Gortari, omnipresencias difusas, que en un novela bien pueden concretarse. En cambio, el poderoso secretario de Gobernación de Prida, Salazar, “es una especie de síntesis de Videgaray y Osorio, es decir, es un hombre todavía mucho más poderoso, más parecido a lo que era Camilo Muriño con Calderón”, según explicó –¿curándose en salud?– el propio Zepeda Patterson a Carmen Aristegui en una entrevista para CNN.
“Cuando la política entra por la puerta, la justicia sale por la ventana”, le espeta Plutarco Gómez, antañón periodista de nota roja, a Tomás. Los corruptores no se queda en la grilla, los enredos de alcoba y en la nota roja; Zepeda trama una historia que, independientemente del grado de correspondencia que tenga con acontecimientos históricos específicos y comprobables, le permite, por medio de sus personajes, sentenciar a rajatabla —los hoy encumbrados y dueños del poder público “le tienen más miedo a un hashtag crítico en las redes sociales que al PRD y al PAN juntos”— y examinar el gran tinglado: “lo que el presidente Prida y su supersecretario Salazar quieren hacerle al país es imperdonable. Los factores de poder, los monopolios, los medios de comunicación y hasta el crimen organizado están regresando al redil dictado por el presidencialismo, no porque vayan a desaparecer o a debilitarse, sino porque van a acomodarse con el nuevo amo. Pero terminaremos pagándolo con un retroceso de veinte años en materia de libertades públicas y espacios democráticos”.
Hace ya un cuarto de siglo, en su novela La guerra de Galio (Cal y Arena, 1988), Héctor Aguilar Camín apercibe al lector en un epígrafe: “Todos los personajes de esta novela, incluyendo los reales, son imaginarios”. Por su parte, en Los corruptores Zepeda Patterson subraya en una nota final: “la trama de esta novela se queda corta con respecto a lo que sucede en las esferas de poder en México… Gran parte de las situaciones aquí descritas son absolutamente ciertas. Están cambiados los nombres y los lugares geográficos donde tuvieron lugar, por supuesto. Pero las descripciones sobre la clase política, los escándalos y el análisis de los procesos históricos derivan en gran medida de la experiencia de mi ejercicio como periodista…”

            No recuerdo quién fue el que dijo que si querías guardar un secreto en México lo más sencillo era escribirlo y publicarlo en un libro. Recuerdo, eso sí, que hace algunos años, cuando Fuentes publicó La vanidad y la fortuna (Alfaguara, 2008) la conseja se ratificó. Ojalá no pase lo mismo con Los corruptores de Jorge Zepeda.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Como buen mexicano...

México II


Enseguida, una proposición que se auto demuestra: los mexicanos somos proclives a andar por la vida sentenciando cómo somos los mexicanos. Desconozco si esta conducta sea una particularidad nuestra; no sé, por ejemplo, si los rusos, por ejemplo, tengan la costumbre de autoproclamarse con orgullo los más borrachos del orbe, o si los argentinos anden por ahí asestándose entre ellos juicios lapidarios del tipo “Che, nadie como los argentinos para presumir, ¿viste?”… En cambio sí sé, me consta, que resulta muy de nosotros plantarnos solitos etiquetas que nadie se anima a cuestionar: “Como buen mexicano, dejé la reposición del marcapasos de mi papá hasta el último día, caray”. “Como buen mexicano, le caí a la casa de mi tía Jovita sin avisarle antes”. “Como buen mexicano, no estudié para el examen de Geometría”. Y como para compensar la sarta de vituperios que somos capaces de decir después de la frase Como buen mexicano…, estamos convencidos de que no hay pueblo en el mundo más hospitalario que el nuestro ni gente más sincera… quizá medio ladina, pero sincerota. Todo indica que la gran mayoría de los mexicanos tiene la firme creencia de que, además de impuntuales, nadie como nosotros para el jolgorio o para aplaudir en un concierto o para expresarle harto amor al Santo Papa de Roma… Nos encanta pregonar entre nosotros que “como México no hay dos”, y más allá de expresar una obviedad ontológica —en el planisferio, efectivamente, por ningún lado aparece un México II—, al hacerlo evidenciamos que, en materia de usos y costumbres de forasteros, más bien estamos en la puritita inopia.

Todo aquel paisano o paisana o paisane que haya tenido la oportunidad de invitar a comer aquí a un extranjero, seguro ha experimentado el sádico placer de demostrarle que únicamente en México se come tanto picante, y dizque compungidos nos criticamos por ser los más machistas del planeta, a mucha honra… Por supuesto, en buena medida todas estas preconcepciones —nótese el diplomático eufemismo— pueden encontrar explicación en la ignorancia: en realidad no tenemos la menor idea de qué tanto picante pueden ponerle en otras latitudes a los guisos —el chile bhut jolokia con que se cocina en Bangladesh y Sri Lanka puede superar el millón de unidades Scoville, mientras que un chile habanero difícilmente alcanza las quinientas mil— ni de lo inconmensurablemente androcentristas que pueden llegar a ser algunas sociedades del Medio Oriente. Por supuesto, el desconocimiento me temo que generalizado de nosotros los mexicanos respecto a cómo son las personas de otros países del mundo tiene sus causas; por señalar la más obvia: los mexicanos no somos gente de mucho mundo que digamos. En un estudio del CIDE —México, las Américas y el mundo, 2012-2013— encontré que 76% de los mexicanos nunca en su vida ha viajado al extranjero, mientras que apenas un 3% ha salido del país más de diez veces. Para acabarla de amolar, El Extranjero para la gran mayoría de nosotros no es más que uno destino, Estados Unidos, but of course. El país de los gringos es la tierra de la riqueza y las güeras, la tecnología y el éxito; es el lugar en donde varios cercanos se fueron lejos a hacerla —del total de compatriotas que ha vivido fuera de México (12% de todos), nueve de cada diez vivió en los States—. Nuestra cercanía —me niego a citar a don Porfirio— aumenta las enormes distancias que nos separan.


México I


En su libro Para seguir platicando…, Mario Palma incluye un breve texto en el cual se anima a hablar sobre el alma colectiva del pueblo mexicano, y decide entrarle al asunto por una de las puertas más desvencijada de nuestra casa: la educación. Luego de comentar algunas cifras de la OCDE —los lamentabilísimos resultados que nuestros chamacos obtienen en el examen PISA—, el autor deja ver que alguna buena parte de la causa de que estemos tan mal en el ámbito de la formación del llamado capital humano se halla en una convicción muy arraigada de Mérida hasta Ensenada. Mario recuerda “el comentario de un maestro de acreditada escuela en el sentido de que había que estar conscientes de que el éxito no venía a los que se aplicaban estudiando sino a los que eran hábiles en la vida”. Cada quien sus memorias: cuando leí esto, yo recordé un episodio infausto, cuando, no hace muchos años, cierto gobernador de cierto estado del centro de la República, en un evento durante el cual entregaba algunos premios a los niños más aplicados de la entidad, declaró ufano y dicharachero que sí, que era bueno que la niñez estudiara, pero pues que su triunfo no iba a depender de ello, y para ejemplo, ¡cómo no!, se ponía él mismo, quien sin haber estudiado una carrera era el mero mandamás del estado. Por supuesto, concuerdo con Mario Palma cuando asegura que “las consecuencias de la aceptación colectiva de que el éxito no viene de la preparación a través del conocimiento no son sólo que tengamos un país mediocre en la economía y en la tecnología, implica una rotura moral”. Apuesto, hipotético lector, que usted también estará de acuerdo con el planteamiento de Palma Rojo. Ahora, si realizáramos un encuesta, ¿usted que cree, que la mayoría de los mexicanos respaldaría abiertamente la opinión de que el estudio no es la clave del éxito? Además, ¿cree usted que la gente estaría de acuerdo con que dicha convicción perjudica gravemente al país? Si adivino sus respuestas, permítame advertir a usted que en México, la mayoría opina que no es como la mayoría.

lunes, 11 de noviembre de 2013

A la deriva

Contra advertencia
Si no has visto la más reciente película de Alfonso Cuarón (Ciudad de México, 1961), no te preocupes que no contaré nada más allá de lo que puede verse en el tráiler. Ve a verla pronto, que es una experiencia que precisa la gran pantalla —por cierto, a ver si en esta ocasión Lubezki (México, 1964) ahora sí se lleva el Óscar; la cinematografía es extraordinaria—.

Gravity me trajo a la memoria un relato escrito en los albores del siglo XX por un muchacho británico. El texto puede leerse en una curiosa antología preparada por Javier Marías, Cuentos únicos (Siruela, 1995), en la cual el novelista español incluye una serie de plumas inglesas, ignotas la mayoría de ellas. Por supuesto, no es el caso del autor de la narración que Gravity me hizo recordar, un hombre que desempeñó un rol protagónico, decisivo, en la historia contemporánea, y a quien seguramente en la actualidad muy poca gente evoca como escritor, a pesar de haber sido galardonado con el Premio Nobel de Literatura (1953).
En los últimos días de 1899, Winston Leonard Spencer Churchill (1874-1965) cubría la Guerra de los Bóers. Tenía apenas 25 años de edad, pero de ninguna manera podría decirse que fuera un novato: ya había reporteado desde Cuba algunas acciones bélicas ocurridas entre la moribunda España colonialista y las fuerzas independentistas isleñas apoyadas por Estados Unidos, y publicado sendos libros —The Story of the Malakand Field Force (1898) y The River War (1899)— acerca de dos conflictos armados en los cuales él mismo había participado como miembro del ejército inglés, la rebelión pastún en el noroeste de la India y la campaña punitiva en contra de la revuleta Mahdist en Sudán. Los informes que Churchill enviaba desde Sudáfrica eran leídos con avidez en las páginas de The Morning Post, sobre todo después de que, luego de haber sido apresado por los bóers se fugó en Pretoria para vivir una aventura solitaria: seis días rocambolescos de escape, durante los cuales recorrió alrededor de 500 kilómetros para ir a encontrar refugio en Lourenço Marques, hoy Maputu, capital de Mozambique. Narra quien años más tarde fuera Primer Ministro de Inglaterra: “La noche del 12 de diciembre, aprovechando un descuido de los centinelas, salté por la vallas de mi prisión, atravesé algunas calles de la ciudad cruzándome con algunas gentes que no pusieron en mí atención, y me encaminé hacia la estación del ferrocarril de Delagoa… A las once de la noche salió un tren de mercancía de Pretoria y, cuando aún llevaba poca velocidad, salté a una de las plataformas y me escondí entre unos sacos de carbón… Antes del amanecer, salté del tren y pasé el día escondido en un bosque en compañía de un enorme buitre…; muchas veces, en mi marcha nocturna, di con arroyos y barrancos, salvándome sólo por la lentitud y precaución con que caminaba…; así continué cinco días, ocultándome al amanecer y volviendo a emprender mi peregrinación cerrada la noche. Mi alimento durante todo este tiempo fue solamente chocolate”.
Quizá en algo se relacione esta experiencia con el cuento que el joven Winston publicaría por aquellos años, “Man Overboard”. A la máxima velocidad que la fuerza del vapor le permite, una embarcación recorre el Mar Rojo. Aunque las nubes ocultan la luna, la noche es clara, serena. A bordo, una animada celebración. Un hombre sale a cubierta en busca de aire fresco y decide fumar. “Apoyó la espalda contra la barandilla y lanzó una bocanada de humo al aire reflexivamente”. Entre el escándalo de la fiesta, alcanza a escuchar un piano y el inicio de un alegre cantar colectivo. “Se disponía a acompañar el estribillo, cuando la barandilla, que había quedado mal sujeta, cedió de pronto con un chasquido y él cayó de espaldas a la templada agua del mar en medio de una ruidosa zambullida”. El infortunado reacciona y comienza a bracear y patalear desesperadamente, mientras va tomando conciencia de su situación atroz: “incluso antes de salir a la superficie” grita pidiendo auxilio. Claro, nadie lo va a escuchar. Palabra a palabra, frase tras frase, el relato se va tornando terrorífico: el barco se aleja, los cantos y la música van perdiéndose en el silencio nocturno, las luces rápidamente se convierten en un punto único que termina por tragarse el horizonte oscuro. El hombre está en medio del mar, infinitamente solo, y momento a momento el miedo se erige en certeza…
            El tráiler de Gravity muestra un escenario de una magnificencia planetaria, que en rapidísima sucesión de acontecimientos plantea una situación espantosa: en off una voz informa que la nave espacial, el Explorer, ha sido impactada, una marabunta de bólidos golpean por todas partes la estructura y una astronauta que se encontraba fuera de la nave, la doctora Stone (Sandra Bullock), sale disparada a la inmensidad del espacio… Está absolutamente sola, sin referencia alguna, dando vueltas y vueltas en la infinitud: “I'm drifting / estoy a la deriva”, se lamenta Stone, una pobre piedra rodante.
            El infausto personaje del cuento de sir Winston Churchill optará por dejarse morir, engullido por el mar, pero el instinto de sobrevivencia lo traiciona. Sin embargo, poco después a unos metros de él aparecerá una aleta, que poco a poco se irá acercando. “Su última súplica había sido escuchada”, concluye la narración.

De la doctora Stone no te cuento más. De la infinitud en que te encuentras, tampoco.