lunes, 18 de noviembre de 2013

Como buen mexicano...

México II


Enseguida, una proposición que se auto demuestra: los mexicanos somos proclives a andar por la vida sentenciando cómo somos los mexicanos. Desconozco si esta conducta sea una particularidad nuestra; no sé, por ejemplo, si los rusos, por ejemplo, tengan la costumbre de autoproclamarse con orgullo los más borrachos del orbe, o si los argentinos anden por ahí asestándose entre ellos juicios lapidarios del tipo “Che, nadie como los argentinos para presumir, ¿viste?”… En cambio sí sé, me consta, que resulta muy de nosotros plantarnos solitos etiquetas que nadie se anima a cuestionar: “Como buen mexicano, dejé la reposición del marcapasos de mi papá hasta el último día, caray”. “Como buen mexicano, le caí a la casa de mi tía Jovita sin avisarle antes”. “Como buen mexicano, no estudié para el examen de Geometría”. Y como para compensar la sarta de vituperios que somos capaces de decir después de la frase Como buen mexicano…, estamos convencidos de que no hay pueblo en el mundo más hospitalario que el nuestro ni gente más sincera… quizá medio ladina, pero sincerota. Todo indica que la gran mayoría de los mexicanos tiene la firme creencia de que, además de impuntuales, nadie como nosotros para el jolgorio o para aplaudir en un concierto o para expresarle harto amor al Santo Papa de Roma… Nos encanta pregonar entre nosotros que “como México no hay dos”, y más allá de expresar una obviedad ontológica —en el planisferio, efectivamente, por ningún lado aparece un México II—, al hacerlo evidenciamos que, en materia de usos y costumbres de forasteros, más bien estamos en la puritita inopia.

Todo aquel paisano o paisana o paisane que haya tenido la oportunidad de invitar a comer aquí a un extranjero, seguro ha experimentado el sádico placer de demostrarle que únicamente en México se come tanto picante, y dizque compungidos nos criticamos por ser los más machistas del planeta, a mucha honra… Por supuesto, en buena medida todas estas preconcepciones —nótese el diplomático eufemismo— pueden encontrar explicación en la ignorancia: en realidad no tenemos la menor idea de qué tanto picante pueden ponerle en otras latitudes a los guisos —el chile bhut jolokia con que se cocina en Bangladesh y Sri Lanka puede superar el millón de unidades Scoville, mientras que un chile habanero difícilmente alcanza las quinientas mil— ni de lo inconmensurablemente androcentristas que pueden llegar a ser algunas sociedades del Medio Oriente. Por supuesto, el desconocimiento me temo que generalizado de nosotros los mexicanos respecto a cómo son las personas de otros países del mundo tiene sus causas; por señalar la más obvia: los mexicanos no somos gente de mucho mundo que digamos. En un estudio del CIDE —México, las Américas y el mundo, 2012-2013— encontré que 76% de los mexicanos nunca en su vida ha viajado al extranjero, mientras que apenas un 3% ha salido del país más de diez veces. Para acabarla de amolar, El Extranjero para la gran mayoría de nosotros no es más que uno destino, Estados Unidos, but of course. El país de los gringos es la tierra de la riqueza y las güeras, la tecnología y el éxito; es el lugar en donde varios cercanos se fueron lejos a hacerla —del total de compatriotas que ha vivido fuera de México (12% de todos), nueve de cada diez vivió en los States—. Nuestra cercanía —me niego a citar a don Porfirio— aumenta las enormes distancias que nos separan.


México I


En su libro Para seguir platicando…, Mario Palma incluye un breve texto en el cual se anima a hablar sobre el alma colectiva del pueblo mexicano, y decide entrarle al asunto por una de las puertas más desvencijada de nuestra casa: la educación. Luego de comentar algunas cifras de la OCDE —los lamentabilísimos resultados que nuestros chamacos obtienen en el examen PISA—, el autor deja ver que alguna buena parte de la causa de que estemos tan mal en el ámbito de la formación del llamado capital humano se halla en una convicción muy arraigada de Mérida hasta Ensenada. Mario recuerda “el comentario de un maestro de acreditada escuela en el sentido de que había que estar conscientes de que el éxito no venía a los que se aplicaban estudiando sino a los que eran hábiles en la vida”. Cada quien sus memorias: cuando leí esto, yo recordé un episodio infausto, cuando, no hace muchos años, cierto gobernador de cierto estado del centro de la República, en un evento durante el cual entregaba algunos premios a los niños más aplicados de la entidad, declaró ufano y dicharachero que sí, que era bueno que la niñez estudiara, pero pues que su triunfo no iba a depender de ello, y para ejemplo, ¡cómo no!, se ponía él mismo, quien sin haber estudiado una carrera era el mero mandamás del estado. Por supuesto, concuerdo con Mario Palma cuando asegura que “las consecuencias de la aceptación colectiva de que el éxito no viene de la preparación a través del conocimiento no son sólo que tengamos un país mediocre en la economía y en la tecnología, implica una rotura moral”. Apuesto, hipotético lector, que usted también estará de acuerdo con el planteamiento de Palma Rojo. Ahora, si realizáramos un encuesta, ¿usted que cree, que la mayoría de los mexicanos respaldaría abiertamente la opinión de que el estudio no es la clave del éxito? Además, ¿cree usted que la gente estaría de acuerdo con que dicha convicción perjudica gravemente al país? Si adivino sus respuestas, permítame advertir a usted que en México, la mayoría opina que no es como la mayoría.

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