lunes, 11 de noviembre de 2013

A la deriva

Contra advertencia
Si no has visto la más reciente película de Alfonso Cuarón (Ciudad de México, 1961), no te preocupes que no contaré nada más allá de lo que puede verse en el tráiler. Ve a verla pronto, que es una experiencia que precisa la gran pantalla —por cierto, a ver si en esta ocasión Lubezki (México, 1964) ahora sí se lleva el Óscar; la cinematografía es extraordinaria—.

Gravity me trajo a la memoria un relato escrito en los albores del siglo XX por un muchacho británico. El texto puede leerse en una curiosa antología preparada por Javier Marías, Cuentos únicos (Siruela, 1995), en la cual el novelista español incluye una serie de plumas inglesas, ignotas la mayoría de ellas. Por supuesto, no es el caso del autor de la narración que Gravity me hizo recordar, un hombre que desempeñó un rol protagónico, decisivo, en la historia contemporánea, y a quien seguramente en la actualidad muy poca gente evoca como escritor, a pesar de haber sido galardonado con el Premio Nobel de Literatura (1953).
En los últimos días de 1899, Winston Leonard Spencer Churchill (1874-1965) cubría la Guerra de los Bóers. Tenía apenas 25 años de edad, pero de ninguna manera podría decirse que fuera un novato: ya había reporteado desde Cuba algunas acciones bélicas ocurridas entre la moribunda España colonialista y las fuerzas independentistas isleñas apoyadas por Estados Unidos, y publicado sendos libros —The Story of the Malakand Field Force (1898) y The River War (1899)— acerca de dos conflictos armados en los cuales él mismo había participado como miembro del ejército inglés, la rebelión pastún en el noroeste de la India y la campaña punitiva en contra de la revuleta Mahdist en Sudán. Los informes que Churchill enviaba desde Sudáfrica eran leídos con avidez en las páginas de The Morning Post, sobre todo después de que, luego de haber sido apresado por los bóers se fugó en Pretoria para vivir una aventura solitaria: seis días rocambolescos de escape, durante los cuales recorrió alrededor de 500 kilómetros para ir a encontrar refugio en Lourenço Marques, hoy Maputu, capital de Mozambique. Narra quien años más tarde fuera Primer Ministro de Inglaterra: “La noche del 12 de diciembre, aprovechando un descuido de los centinelas, salté por la vallas de mi prisión, atravesé algunas calles de la ciudad cruzándome con algunas gentes que no pusieron en mí atención, y me encaminé hacia la estación del ferrocarril de Delagoa… A las once de la noche salió un tren de mercancía de Pretoria y, cuando aún llevaba poca velocidad, salté a una de las plataformas y me escondí entre unos sacos de carbón… Antes del amanecer, salté del tren y pasé el día escondido en un bosque en compañía de un enorme buitre…; muchas veces, en mi marcha nocturna, di con arroyos y barrancos, salvándome sólo por la lentitud y precaución con que caminaba…; así continué cinco días, ocultándome al amanecer y volviendo a emprender mi peregrinación cerrada la noche. Mi alimento durante todo este tiempo fue solamente chocolate”.
Quizá en algo se relacione esta experiencia con el cuento que el joven Winston publicaría por aquellos años, “Man Overboard”. A la máxima velocidad que la fuerza del vapor le permite, una embarcación recorre el Mar Rojo. Aunque las nubes ocultan la luna, la noche es clara, serena. A bordo, una animada celebración. Un hombre sale a cubierta en busca de aire fresco y decide fumar. “Apoyó la espalda contra la barandilla y lanzó una bocanada de humo al aire reflexivamente”. Entre el escándalo de la fiesta, alcanza a escuchar un piano y el inicio de un alegre cantar colectivo. “Se disponía a acompañar el estribillo, cuando la barandilla, que había quedado mal sujeta, cedió de pronto con un chasquido y él cayó de espaldas a la templada agua del mar en medio de una ruidosa zambullida”. El infortunado reacciona y comienza a bracear y patalear desesperadamente, mientras va tomando conciencia de su situación atroz: “incluso antes de salir a la superficie” grita pidiendo auxilio. Claro, nadie lo va a escuchar. Palabra a palabra, frase tras frase, el relato se va tornando terrorífico: el barco se aleja, los cantos y la música van perdiéndose en el silencio nocturno, las luces rápidamente se convierten en un punto único que termina por tragarse el horizonte oscuro. El hombre está en medio del mar, infinitamente solo, y momento a momento el miedo se erige en certeza…
            El tráiler de Gravity muestra un escenario de una magnificencia planetaria, que en rapidísima sucesión de acontecimientos plantea una situación espantosa: en off una voz informa que la nave espacial, el Explorer, ha sido impactada, una marabunta de bólidos golpean por todas partes la estructura y una astronauta que se encontraba fuera de la nave, la doctora Stone (Sandra Bullock), sale disparada a la inmensidad del espacio… Está absolutamente sola, sin referencia alguna, dando vueltas y vueltas en la infinitud: “I'm drifting / estoy a la deriva”, se lamenta Stone, una pobre piedra rodante.
            El infausto personaje del cuento de sir Winston Churchill optará por dejarse morir, engullido por el mar, pero el instinto de sobrevivencia lo traiciona. Sin embargo, poco después a unos metros de él aparecerá una aleta, que poco a poco se irá acercando. “Su última súplica había sido escuchada”, concluye la narración.

De la doctora Stone no te cuento más. De la infinitud en que te encuentras, tampoco.

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