Broma insignificante
“Acostumbradas a enseñar piernas o escote, vamos a recortar de nuevo el largo de las camisetas hasta dejar el ombligo al descubierto”, dictamina doña Leticia García, autoridad en el mundo de la moda, en su artículo “Cinco décadas enseñando el ombligo” (El país). Ni duda, primavera-verano a primavera-verano, el crop top se ha impuesto: la panza al descubierto, la cicatriz primordial al aire. Refiero todo ello, seguramente una futilidad para muchos, porque ocurre que, después de catorce años de no publicar ficción y de mantenerse amurallado en la vida privada, reaparece Milan Kundera (Brno, 1929) y narra:
Alain pasaba lentamente por una calle de París. Observaba a las jovencitas que, todas ellas, enseñaban el ombligo entre el borde del pantalón de cintura baja y camiseta muy corta. Estaba arrobado; arrobado e incluso trastornado: como si el poder de seducción de las jovencitas ya no se concentrara en sus muslos, ni en sus nalgas ni en sus pechos, sino en ese hoyito redondo situado en mitad del cuerpo.
Apuesto que el último de los Tibónidas de Granada, el italo-mexicano Gutierre de Tibón, hubiera encontrado fascinante el último libro —por ahora— del checo-galo Milan Kundera: La fiesta de la insignificancia, escrita originalmente, como sus tres novelas anteriores, en francés, publicada primero por Gallimard y luego ya en nuestro idioma por Tusquets, gracias a la traducción de Beatriz de Moura, editora y amiga del autor. Aquí en México, la nueva novela de Kundera comenzó a circular en librerías apenas en septiembre de 2014, y Gutierre de Tibón falleció en 1999, de tal suerte que el gran conocedor de temas umbilicales y toponímicos, doctor honoris causa por la UNAM, no pudo ya leer, al menos no con ojos terrenales, las reflexiones que el novelista centro-europeo entrevera en los diálogos de sus personajes:
… en nuestro milenio viviremos bajo el signo del ombligo. Bajo este signo, seremos todos soldados del sexo, con la mirada fija no sobre la mujer amada, sino sobre el mismo agujerito en medio del vientre que representa el único sentido, la única meta, el único porvenir de todo deseo erótico.
Hubiera resultado fabuloso que Gutierre de Tibón, con su El ombligo como centro cósmico (FCE, 1981) bajo el brazo se pudiera haber apersonado en los andadores del Jardín du Luxembourg para meter su cuchara y espetar: “El ombligo es el asiento del alma, el punto de mayor espiritualidad en la anatomía humana; el lugar de elección para encontrar la armonía cósmica”. Pero por ahora no pidamos milagros hipertextuales y dejemos en paz al dichoso ombligo, no vaya usted a quedarse con la idea de que la sorpresiva entrega de Kundera, un divertimento de menos de 150 páginas, se concentra en el multialudido foso anatómico. No, el octogenario tituló su obra con puntería: la insignificancia es efectivamente el meollo de la novela… y de la vida misma, si nos atenemos a las palabras de Ramón, otro de los personajes:
La insignificancia… es la esencia de la existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento. Está presente incluso cuando no la queremos ver: en el horror, en las luchas sangrientas, en las peores desgracias. Se necesita con frecuencia mucho valor para reconocerla en condiciones tan dramáticas y para llamarla por su nombre.
Milan Kundera, el checo que escapó del totalitarismo soviético trepado en libros para ir a refugiarse en Francia, a estas alturas es ya una gloria viva de la literatura occidental —uno de los contadísimos escritores incluidos antes de morir en la colección La Pléiade de la editorial Gallimard—. Ahora que el también autor de La insoportable levedad del ser (1984) optó por interrumpir el silencio con una narración en la que festeja el carácter en última instancia nimio de todo, conviene recordar que su primera novela se titula, también con todo tino, La broma (1967). Desde entonces y hasta su más reciente libro, Kundera ha tramado historias en las que se propone una oposición posible al horror político, a la insignificancia existencial, a la fatalidad…, el sentido del humor:
Ésa fue de hecho nuestra estrategia, la de todos nosotros. Comprendimos desde hace mucho que ya no era posible subvertir el mundo, ni remodelarlo, ni detener su pobre huida hacia delante. Sólo había una resistencia posible: no tomarlo en serio.
En La fiesta de la insignificancia los lectores de Kundera, quienes como uno han ido ganando años y desencantos leyendo sus libros, reencontrarán la mirada inteligente y despiadada de uno de los grandes críticos de la Historia contemporánea. Su capacidad de ridiculizar alcanza para sublimar monstruos y revestir de ternura la crueldad de Stalin.
La palabra ternura no le pega demasiado a la reputación de Stalin, el Lucifer del siglo…, su vida estuvo repleta de conspiraciones, traiciones, guerras, encarcelamientos, asesinatos, masacres… Para vivir su vida tal como era, no podía sino anestesiar y luego olvidar del todo su facultad de apiadarse. Pero, ante Kalinin, en las pequeñas pausas lejos de las masacres…, todo cambiaba: se enfrentaba a un dolor totalmente distinto, un pequeño dolor, un dolor concreto, individual, comprensible. Miraba a su compañero que sufría y, con una suave extrañeza, sentía despertar en él un débil, modesto sentimiento…: el afecto por un hombre que sufre.
En fin, lea usted La fiesta de la insignificancia… La broma sería que ahora sí, después esta novelita en la que se permite apiadarse incluso de Stalin, le otorgaran a Kundera el Nobel.
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