sábado, 8 de noviembre de 2014

Soñar para despertar de la pesadilla

… nada mejor que el sueño para engendrar el porvenir.
Víctor Hugo, Los miserables.



Zara y George. Ella es historiadora, experta en la configuración geopolítica del mundo contemporáneo; él, quizá la máxima autoridad en todo el orbe en el vastísimo campo de la literatura comparada. Se conocieron en Londres, gracias a una ensoñación compartida, y no entre ellos dos. Corría el año de 1952 y ambos concluían sus respectivos PhD en Oxford. Los dos judíos; él parisino, ella neoyorkina. Aunque habían estudiado sus respectivas licenciaturas en Harvard, no se conocían. Una dupla de lumbreras. Algunos profesores, quienes conocían a George y Zara, compartían el siguiente ensueño: ese par nacieron el uno para el otro, el día que los presentemos se van a enamorar y van a terminar casándose… Nunca faltan los incrédulos, así que se corrió una apuesta, y ya luego los presentaron… La boda de George Steiner (1929) y Zara Shakow (1928) ocurriría menos de tres años después: el sueño en vigilia de aquel grupo de académicos se concretó.

Steiner ha publicado decenas de volúmenes, la mayoría, antologías de ensayo. Pasión intacta es uno de ellos; se trata de un nutritivo mamotreto de más de 500 páginas en el que incluye textos facturados entre 1978 y 1995. Como casi todos los libros de George Steiner traducidos al castellano, éste también lo edita Siruela, y es muy caro. Afortunadamente la pieza a la que me voy a referir, “¿Los sueños participan de la historia?”, fue publicado también por la Revista de la Universidad de México (Número 30; X/1983), y se puede encontrar en línea. En este ensayo, espléndidamente traducido por Ida Vitale, Steiner postula que en el umbral de su existencia como especie el ser humano pudo haber soñado, antes incluso de haber desarrollado el lenguaje —fundamenta su suposición en un hecho incuestionable, sobre todo para quienes han tenido mascotas: los animales sueñan—. En dado caso, “el lenguaje sería una tentativa de interpretar, de contar sueños más antiguos que él”. Así, habría que entender al sueño como el manantial de nuestros mitos más antiguos, los primigenios, y por ende del lenguaje mismo, toda vez que “la evolución de la mitología y del lenguaje humano se cumplió a través de una interacción dialéctica y simultánea”. Por lo demás, los sueños de hombres y mujeres no escapan del lenguaje: “todos los informes humanos de sueños nos llegan a través de la pantalla del lenguaje”.

Steiner explica que la historicidad de los sueños es doble: por un lado, los sueños se convierten en materia de la historia, y por otro “también existe una historia de los sueños o, más precisamente, una historia de la fenomenología del sueño”.

Ciertamente, los sueños del monarca o el profeta eran asuntos que se consignaban como parte de la historia de un pueblo. Históricos son también los horrores oníricos que mucha gente podía sufrir ante la inminencia del cambio de un milenio, por ejemplo, o ya en nuestros días frente a determinadas amenazas colectivas, reales o imaginarias, como un ataque terrorista o la propagación de una enfermedad endémica. Más incluso: “las revoluciones, antes de realizarse, son soñadas, primero por los individuos, luego por el grupo social; quizá el carisma se define precisamente como esa facultad de concebir un sueño anticipador, una fuerza capaz de suscitar sueños semejantes en otros”. Los sueños, para usar la expresión de Bloch, “imprimen a la historia un movimiento hacia la esperanza”.

En cuanto a la segunda cara de la historicidad de los sueños, Steiner lamenta la poca atención que hemos dado a las diferentes formas en que el hombre ha soñado a través del tiempo, condicionadas, como cualquier otra actividad humana, históricamente. Hoy, por traer a cuento un botón de muestra, “los inventos, el progreso y la diseminación de las técnicas de iluminación artificial han modificado la psicofisiología de los actos de sueño”. Con todo, y a sabiendas que la tarea es colosal, Steiner propone “una sola transformación, pero fundamental, en la función que se le reconoce al sueño y a sus manifestaciones, tal y como ilustran los documentos de nuestras culturas occidentales”. Efectivamente, muestra cómo desde los albores de dicha tradición —la antigüedad mediterránea, “ya sea clásica, semítica o ‘bárbara’”— y hasta el siglo XVII, los hombres vinculaban sus sueños “a la fenomenología de la prefiguración”, esto es, las visiones oníricas se asumían como “una visitación del futuro o por el futuro”, y a partir de ello se recuperaban al despertar por medio del lenguaje. Pero a partir del Siglo de las Luces y decididamente después de Freud, para la cosmovisión occidental los sueños ya no se alimentan de profecías sino de recuerdos. Claro, mucha gente sigue buscando en los sueños pistas para prever lo que ocurrirá, pero es innegable “el gran desplazamiento” que deportó a los sueño de la categoría de profecía a la de recuerdo, “al menos en lo que concierne a las sensibilidades filosóficas y científicas”, y así se ha establecido como noción hegemónica.

Con todo, en la actualidad como hace miles de años, una colectividad, para serlo, necesita compartir sueños. El problema es que hoy el futuro nos queda cada vez más lejos, y ya casi nadie se anima a soñarlo. La situación de atrocidad que develó lo ocurrido hace 36 días en Iguala, Guerrero, ha hecho que muchos prefieran no ver, no enterarse y hacer como si no pasara nada, o bien asumir el futuro como una pesadilla. Por eso urge que cada vez sean más quienes critiquen y manifiesten inconformidad. Porque George Steiner tiene razón, “toda crítica del apocalipsis es una utopía”.

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