La última vez que fui a un estadio de fútbol fue la última vez porque salí decepcionado del Cruz Azul y, sobre todo, horrorizado del comportamiento de buena parte de mis compatriotas. Además, la cerveza estaba tibia. Aquella tarde de cuartos de final, la Máquina Celeste recibió a los Monarcas del Morelia: después de una exhibición de patética languidez y desgarbo más o menos coordinado, los cementeros perdieron para dejar de nuevo a su afición sin campeonato. Como al minuto 20 del segundo tiempo, la inmensa mayoría de la gente que colmaba el Estadio Azul se dio cuenta que aquello ya no tenía remedio, así que sin nada mejor qué hacer la afición se dedicó a prorrumpir agravios a los morelianos y a su escasa porra: los insultos más frecuentes fueron “¡pinches indios!”, ¡pinches prietos!” y “¡jodidos!”. Una desvergonzada muestra de racismo y clasismo, por lo demás bastante ridículos puesto que los jugadores del Morelia no se veían ni más morenos ni más pobres que los locales. En fin… Esto que cuento ocurrió no hace mucho, quiero decir, en pleno siglo XXI, sin embargo es un comportamiento tan viejo como el país mismo… Acabo de releer en una edición reciente (2011) Baile y cochino, una novela que testimonia los bien arraigados usos y costumbres del racismo y el clasismo que impera en nuestro país, por lo menos desde las últimas décadas del siglo XIX, tal vez no en todo el territorio nacional pero al menos sí en la Ciudad de México. Su autor, José Tomás de Cuéllar (1830-1894), la publicó por primera vez a lo largo del primer semestre de 1885 en las páginas de La Época Ilustrada, y Filomeno Mata la realizó como libro al año siguiente; desde entonces se ha editado algunas ocasiones más, pero la edición de la Universidad Veracruzana —número 37 de la Biblioteca del Universitario, dirigida por Sergio Pitol— es encomiable por varias razones: su pulcra factura, el prólogo de la doctora Adriana Sandoval y el tiraje, nada menos que 17 mil ejemplares.
José Tomás de Cuéllar se estrenó como narrador con una novela histórica, El pecado del siglo (1869), aunque, como bien se sabe, su fuerte fue sin duda un género que cultivó tratando de emular a Balzac, la novela de costumbres. Ensalada de pollos inaugura su colección de novelas costumbristas —editadas en conjunto bajo el título genérico La linterna mágica—, y Baile y cochino es una de las últimas. La historia versa en torno a la organización de una fiesta, asunto que sirve al autor para pintar una serie de personajes típicos de la ciudad de México en los años finales del siglo XIX: De Cuéllar no se conforma con retratar —por cierto, fue también pintor y fotógrafo—, sino que ironiza los motivos y maneras que, a su juicio, degradaban a la sociedad mexicana, un ideal entonces en construcción. Al presentar a la atracción principal del baile, tres hermanas conocidas como las Machucas, inclemente escribe: “… tenían todas las apariencias, especialmente la apariencia del lujo, que era su pasión dominante; tenían la apariencia de la raza caucásica siempre que llevaban guantes, porque cuando se los quitaban aparecían las manos de la Malinche en el busto de Ninon Lenclos; tenían la apariencia de la distinción cuando no hablaban, porque la sin hueso, haciéndoles la más negra de las traiciones, hacía recordar al curioso observador la palabra descalcitas…; y tenían por último la apariencia de la hermosura, de noche o en la calle, porque en la mañana y dentro de casa no pasaban… de ser unas trigueñitas un poco despercudidas y nada más”. Curiosas referencias: la racista es malinchista, por antonomasia, dado que trae a cuento a la mismísima doña Marian, en tanto que la figura aspiracional, la tal Lenclos, es una cortesana parisina del siglo XVII, autora por cierto de La coquette vengée (1659). En la sociedad que bosqueja Baile y cochino ni el color de piel ni el origen de clase son condiciones que puedan superarse: “Estas niñas que tienen papás ricos y mamás pobres, que salen de la peor ralea por el lado materno, y entran al mundo por la brecha de una calavereada de rico, suelen flotar entre dos aguas hasta que se ahogan en el fango”. Porque claro, el sexo es la otra condición fatal, y por ella, obviamente, la mujer, fuera del rol de madre —“van pasando a toda prisa aquellos tiempos felices que han hecho de la mujer mexicana el modelo de las esposas”— o de monja, no pasa de mercancía: “doña Dolores había traído a su hija a México como los indios traen las mejores de sus frutas: para su consumo”. Y consumidores no faltaban: acudirá al convite un fulano ojo alegre, “…tan afecto a la baratija llamada mujer… [que] mantenía un ejército de señoras que pertenecían a él, y aun le quedaba tiempo para comer algunas veces en la fonda algunos platillos à la carte”.
María Eugenia Negrín escribió un estudio detallado de Baile y cochino para la colección “Notas al margen” del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM: Fiesta de apariencias, 2013 —al igual que todos los títulos de dicha serie, se puede encontrar en línea y descargar gratuitamente—. También es posible escuchar la adaptación radiofónica que en 1976 produjo Radio Educación —se encuentra en el sitio web de la Enciclopedia de la Literatura en México—. Claro, mejor lee el libro.
Acabo de leer una historia que acontece en un contexto muy similar al que estamos viendo en México, el de la franca descomposición comunitaria. Sin darle muchos rodeos al asunto, me parece innegable que abundan los signos que evidencian que el sistema de organización sociopolítica de nuestro país ha caducado ya. La novela me salió al paso de chiripa; irónicamente, tomé el libro con la intención de distraerme un rato de tanta barbarie, de tanto cinismo. Sucedió que los paratextos del libro me engatusaron. Al igual que en su edición original en alemán, una ilustración de la berlinesa Silke Schmidt lleva la voz cantante en la portada: de pie, con las manos apoyadas sobre las caderas, una mujer nos perdona la vida desde una mirada que va y viene del sarcasmo a la condescendencia. Usa una especie de turbante. La mona apenas sonríe, y a pesar de ser una caricatura se planta rotunda, como la protagonista de la novela. En la cuarta de forros, se retoma el extracto de una crítica publicada en el diario Leipziger Volkszeitung: “Aunque parezca un libro de cocina, es una fascinante novela, con un estilo mordaz y punzante. Una historia que atrapa, cautiva y divierte”. Más abajo, la propia casa editorial echa más anzuelos al agua: se prometen “grandes dosis de humor negro” y “una hilarante historia”. Total que caí en el timo y comencé Los platos más picantes de la cocina tártara (Nuevos Tiempos Siruela, 2011) con la expectativa de una lectura ligera y el ánimo dispuesto para reír. Craso error: resultó ser una de las narraciones más tristes que haya leído. Un gran texto.
La autora nació del otro lado de los Urales, en Asia. Alina Bronsky es muy joven; llegó al mundo en 1978, en la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, en Sverdlovsk, una importante ciudad industrial llamada así desde 1924 en honor del dirigente bolchevique Yákov Sverdlov. Hoy la ciudad sigue siendo territorio ruso, aunque después de la desintegración de la URSS volvió a tomar su nombre original, Ekaterimburgo. Por cierto, ahí fue en donde, por órdenes directas de Sverdlov, meses después del triunfo de la revolución de octubre de 1917, fueron asesinados el depuesto zar Nicolás II, la zarina Alejandra y sus cinco hijos.
La rusa Alina Bronsky —en realidad un pseudónimo— inmigró a Alemania cuando tenía trece años de edad. Primero intentó estudiar medicina, y luego de abandonar la carrera se dedicó a trabajar en agencias de publicidad y periódicos. Hasta ahora ha publicado tres novelas, todas escritas en alemán. Debutó en 2008 con Scherbenpark —Broken Glass Park, en la versión en inglés—, y de inmediato consiguió una buena acogida por parte de la crítica; fue nominada para el Premio Ingeborg Bachmann, uno de los más importantes de Europa, y ya cuenta con una adaptación al teatro y otra al cine —el largometraje homónimo fue dirigido por Bettina Blümner—. Su segunda entrega es Los platos más picantes de la cocina tártara. Finalmente, el año pasado dio a conocer Nenn mich einfach Superheld —Just Call Me Superhero, en inglés—.
En su segunda novela, Bronsky relata las andanzas de tres mujeres rusas de origen tártaro. A lo largo de un par de décadas, las últimas del siglo XX, Rosalinda, la protagonista, narra su vida, y aparejadas, las de su hija y su nieta, Sulfia y Animat. Los hechos ocurren durante período a lo largo del cual el mundo soviético se vino abajo: “La política no me interesaba. De hecho dejé de leer periódicos, porque ahí decían cosas que me ponían de peor humor. No necesitaba malas noticias del periódico, lo podía ver todo con mis propios ojos. Mientras afuera la economía se colapsaba, yo me preocupaba porque mi familia no pasara hambre”.
El marido de Rosalinda y padre de Sulfia, el gris Kalgánov, con un puesto de medio pelo en la jerarquía sindical, mientras el régimen soviético da patadas de ahogado, actúa en forma timorata para tratar de amortiguar el despeñamiento. Frente al desabasto generalizado, sólo los más gandallas alcanzan a conseguir huevos, leche, un poco de azúcar… La feria del cochupo y las mordidas es cosa de diario, las corruptelas inciden en todo, y la pobreza termina siendo lo de menos: el rompimiento del contrato social se constata brutalmente cuando la impunidad abarata la vida de las personas: “Cuando me daba tiempo, al volver del trabajo, recogía a Aminat a la salida del colegio. En aquella época desaparecían muchas niñas a plena luz del día. Más tarde las encontraban violadas y asesinadas en algún sótano”.
Gracias a los tejes y manejes de celestina de Rosalinda, las tres mujeres emigrarán a Alemania. Como la escritora, la pequeña Animat llega a Occidente apenas pubescente. Ella no volverá a Rusia. Rosalinda sí, a enterrar su pasado y dar testimonio del cambio de página de la historia: “En mi antiguo país habían cambiado muchas cosas. Ahora tenía un nombre distinto. Incluso mi ciudad se llamaba de otra manera. Todo estaba muy sucio, y todos vendían algo. Por todos lados había quioscos y tienduchas, pegados unos a otros; se vendían aliementos, ropa, libros y latas vacías de Coca-Cola”.
Efectivamente, Los platos más picantes de la cocina tártara es una novela en la que el humor negro provoca risas; capítulo a capítulo, uno acá y ahora no puede dejar de darse cuenta de qué tan próxima está nuestra tragedia a lo francamente cómico.
Mi dentista no es patito. Estudió los fundamentos de su oficio en la mejor universidad del país. La doctora cuenta pues con formación científica. No obstante, piensa que Darwin es un fraude; ella está segura de que la teoría de la evolución de las especies es una descomunal tomadura de pelo, y que los seres humanos somos el resultado de una intervención extraterrestre. Según esto, nosotros existimos gracias a que, hace unos 500 mil años, unos mineros intergalácticos, los anunnakis, realizaron no sé qué mescolanzas genéticas con óvulos de neandertal y semen de importación. No se trata de una creencia muy original, de hecho abundan quienes se sienten descendientes de semidioses alienígenas. La extravagancia de mi odontóloga estriba en que a ella no le apena en lo absoluto compartir con sus pacientes la anterior y otras maravillosas convicciones suyas. En su consultorio, uno puede —de hecho, no hay alternativa— escuchar con la boca abierta narraciones sobre aparecidos, la Atlántida, resurrecciones, vidas pasadas y futuros post mortem, acompañadas del punzante ronroneo de la fresa de fondo. Apuesto que no es infrecuente que sus monólogos encuentren escuchas interesados. Basta recordar que México sigue siendo guadalupano y temeroso del castigo eterno para los pecadores: de cada 10 jóvenes, 8 creen en la virgen morena, 7 en el pecado y 6 en el infierno. Según declararon a una encuesta nacional realizada por la UNAM y el IMJUVE hace un par de años, 67% cree en la existencia de los santos, 40% en espíritus y fantasmas, y casi un 30% está convencido de la efectividad de los amuletos.
Buena parte de la sociedad sigue estructurando su visión del mundo con base en el pensamiento mágico. Esto ocurre no sólo en México, sino a lo largo y ancho de la geografía toda de la civilización occidental. Una estudio realizado hace unos meses por el Pew Research Center revela que en Estados Unidos existe un abismo entre las opiniones de la comunidad científica —todos los encuestados son miembros de la American Association for the Advancement of Science— y las que perduran entre la mayoría de la sociedad. Por ejemplo, mientras que prácticamente la totalidad de los científicos (98%) considera que la especie humana es producto de un proceso evolutivo, 35% de la población adulta norteamericana sigue creyendo que la existencia del hombre se debe a algún tipo de creación, divina por ejemplo. Las diferencias no solamente persisten en el plano teórico, sino que también tienen expersiones que impactan directamente en el comportamiento social: la mayoría del gran público norteamericano (57%) piensa que consumir alimentos genéticamente modificados es peligroso, en tanto que casi 9 de cada diez científicos afirma que es seguro hacerlo; entre los científicos es mayoritaria la opinión (89%) de que es perfectamente válido el uso de animales en prácticas de investigación, en cambio poco menos de la mitad de la gente (47%) opina lo mismo; si la postura generalizada entre las personas que se dedican a la ciencia es que el cambio climático es un problema real y muy serio (77%), apenas un tercio de los estadounidenses concuerda con dicha evaluación.
En 1890 el escocés sir James George Frazer (1854–1941) publicó por vez primera un ensayo monumental que pronto se convertiría en un clásico: The Golden Bough: A Study in Magic and Religion. El resumen de la obra —la versión completa tiene 12 tomos— puede leerse en español desde 1944 gracias a la edición del Fondo de Cultura Económica: La rama dorada. Magia y religión. Frazer conceptualiza que el hombre tiene la capacidad de desarrollar tres tipos de pensamiento, el mágico, el religioso y el científico, y si bien establece que la triada conforma los eslabones de una cadena evolutiva, también defiende la tesis de que los tres conviven: “el camino que el pensamiento ha andado… asemejando a una tela tejida con tres hilos distintos, el hilo negro de la magia, el hilo rojo de la religión y el hilo blanco de la ciencia… Si pudiéramos examinar entonces este tejido del pensamiento desde el principio, probablemente nos parecería a primera vista un escaqueado blanco y negro, hecho de retazos de nociones falsas y verdaderas, apenas teñido aún por el hilo rojo de la religión. Pero mirando más lejos, encontraríamos que el escaqueado de cuadros blancos y negros tiene en la parte media de la tela, donde la religión ha penetrado más profundamente en su trama, una mancha de rojo obscuro que va aclarando insensiblemente cada vez más a medida que el hilo blanco de la ciencia va predominando”. A partir de la metáfora anterior, Frazer se preguntaba a finales del siglo antepasado que tipo de pensamiento sería el hegemónico en el porvenir: “¿Se seguirá en el futuro cercano aquel gran movimiento que durante siglos ha estado alterando lentamente el carácter del pensamiento, o sobrevendrá una reacción que pueda detener el progreso y aun deshacer mucho de lo ya logrado?… ¿De qué color será el tejido que las Parcas están hilando en el telar incansable del tiempo? ¿Blanco o rojo? No podemos saberlo. Una luz débil y vacilante ilumina a lo lejos el principio del tejido. Nubes y tinieblas ocultan la otra extremidad”. En nuestros días es evidente la pertinencia del cuestionamiento que hace más de un siglo formuló el antropólogo escocés. Entonces no logró atisbar que de nuevo el pensamiento mágico podría teñir de negro el tejido…