domingo, 10 de mayo de 2015

La autenticidad del náufrago

J. M. Coetzee acierta al afirmar que, junto con Ulises de Ítaca y don Quijote de la Mancha, Robinson Crusoe es “un personaje de la conciencia colectiva de Occidente”. Habría que agregar al elenco a otros, claro, pero de la preponderancia de estos tres no a muchos más… Job y Noé; Edipo, Electra y Yocasta; Sócrates de Atenas y Jesús de Nazaret; más de uno de Shakespeare —Romeo y Julieta, seguro—; Cristóbal Colón y Gulliver; don Juan y Lolita…

Según refiere la primera línea del libro que testimonia su historia, el náufrago más célebre de nuestra tradición cultural nació en York, Inglaterra, en 1632. Por su parte, Daniel Defoe, el literato que narró las peripecias de Robinson Crusoe, nació en Londres en el otoño de 1630 (una buena biografía: Daniel Defoe: his life, de Paula R. Backscheider; The Johns Hopkins Press, 1989). Autor y personaje son coetáneos. Con el afán de que su apellido sonara más aristocrático, desde muy joven Daniel Foe decidió ornarlo y lo cambió a Defoe. Y el personaje informa que se llamaba Robinson Kreutznaer, “aunque por la habitual corrupción de voces en Inglaterra se nos llama Crusoe”.

Los poco más de setenta años que Daniel Defoe vivió —murió el 24 de abril de 1731— le alcanzaron para estudiar, viajar, comerciar, meterse en política, filosofar y escribir un tipo de prosa narrativa que en su tiempo no tenía ni siquiera nombre: novelas. El libro que para muchos debe erigirse como la primera novela moderna en lengua inglesa se publicó en 1719, y fue un exitazo. A la usanza de entonces, el título no se guardaba mucho: Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe, marinero de York, que vivió veintiocho años solo por completo en una isla deshabitada en la costa de América, cerca de la desembocadura del gran río Orinoco, tras ser arrojado a tierra en un naufragio en el que perecieron todos los hombres menos él. Con un relato de cómo al fin fue extrañamente rescatado por piratas. Escrito por él mismo. Prefigurando su destino —un larguísimo camino de versiones, remedos y adaptaciones variopintas y en múltiples lenguas que ya va por casi trescientos años—, pocas semanas después de salir de la imprenta, apareció la primera copia pirata, una edición cercenada que usaba como título casi el auténtico pero agregaba: “Escrito originalmente por él mismo y ahora fielmente abreviado sin omisión de ninguna circunstancia destacable.” ¿Él mismo…, quién, Defoe o Crusoe? Seguramente azuzado por las ventas de la primera entrega y espoleado por el diligente plagio, Defoe escribió en menos de cuatro meses la secuela de su libro, una segunda parte que tituló como Nuevas aventuras de Robinson Crusoe, y en cuyo prefacio, para refutar a quienes lo acusaban de haber inventado la odisea del marinero, termina de urdir el artificio de la ficción novelística: 
Hallándome en plena y perfecta posesión de mi mente y mi memoria, gracias sean dadas a Dios, declaro por la presente que esa objeción es un invento escandaloso por su intención y afirmo que la historia, aunque alegórica, es también histórica [...] Además, existe y vive un hombre, bien conocido, cuyos actos en la vida son el verídico sujeto de estos volúmenes y a quien alude toda la historia, o su mayor parte; se puede confiar en la veracidad de esta afirmación y por ella pongo en juego mi nombre.
Una postura tajante, sin lugar a dobles lecturas…, salvo por un detalle: quien firma no es Daniel Defoe, no, sino ¡Robinson Crusoe! El hechizo surtió efecto y sigue encantando: hoy muy pocos saben quién fue Daniel Defoe y sin embargo, hayan leído o no su libro, saben que Robinson Crusoe fue un marino que durante muchos años vivió aislado de la civilización en una ínsula despoblada.

Como El Quijote, como La Odisea, Robinson Crusoe es uno de esos textos que mucha gente cree conocer, aunque en realidad solamente un puñado ha leído. De Defoe, hasta hace poco yo solamente había leído un libro, una obra posterior, Diario del año de la peste, de 1722, en el cual el inglés opera un artilugio semejante: escribe, casi como un reportaje, las impresiones de un hombre que vive el embate de la gran peste bubónica de 1665 —Coetzee lo explica así: “es lo más parecido a la falsificación de un documento histórico sin haber utilizado tinta y pergamino antiguo”—. De Robinson Crusoe tenía noticia de que existía una traducción al castellano realizada por Julio Cortázar y ésa era la edición que quería leer. Encontré finalmente un ejemplar publicado por Debolsillo Random House Mondadori en 2013, con un prólogo del Nobel sudafricano, Coetzee. La edición incluye solamente las dos primeras partes —Defoe publicaría en 1720 una tercera, Reflexiones profundas durante la vida y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe; con su visión de un mundo angélico—. La lectura no me desilusionó en lo absoluto: pese a que no se trata ni de cerca de una gran obra literaria, la historia que narra sí que lo es. Reconocí en la novela lo que las versiones para niños, el cine, la televisión y la cultura popular van filtrando para el gran público. La sorpresa llegaría después, cuando buscando información acerca de alguna edición en castellano de la tercera parte de la zaga me topé con que Cortázar, en su traducción, la más conocida en México, mutiló la obra de Daniel Defoe. Queda para la próxima hablar de tamaña anomalía…

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