Words are, of course,
the most powerful drug used by mankind.
Rudyard Kipling
Hórrido sustantivo: pogromo. De acuerdo a la Real Academia Española (RAE), la palabra tiene dos acepciones: 1. Matanza y robo de gente indefensa por una multitud enfurecida, y 2. Por antonomasia, asalto a las juderías con matanza de sus habitantes. El primer significado explicita la violencia salvaje que, en general, perdura en nosotros, los humanos, y si bien el segundo sentido hasta aquí ya es vergonzoso, la realidad a la que refiere el vocablo es peor: en el sitio web de la propia RAE es factible conocer, como avance de la vigésima tercera edición de su diccionario, una enmienda que, ahora en acepción única, precisa la definición de pogromo: Masacre, aceptada o promovida por el poder, de judíos y, por extensión, de otros grupos étnicos. La palabra es pues de una especificidad terrible: no se refiere ni a una atrocidad cualquiera ni contra cualquier grupo de gente, se refiere a la aniquilación de judíos, e implica que en ella hay participación, activa o por permisión, por parte del poder público —¿cuál otro podría ser?—.
El vocablo existe en nuestro idioma por un préstamo lingüístico: procede del ruso pogrom, término que deriva del verbo gromit', que significa destruir algo violentamente, devastar. Las raíces etimológicas de la palabra rusa proyectan la imagen de un ensañamiento desproporcionado e inexorable, focalizado: pogrom proviene de la noción eslava para trueno o rayo (grom en ruso), y po es un sufijo que indica medio o blanco (en cuanto a objetivo), por lo cual la palabra trasmite el sentido de una descarga de energía súbita y terrible sobre un punto preciso.
La diseminación, por todo el orbe y a varios idiomas, de la palabra pogromo comenzó a finales del siglo XIX, a partir de las masacres perpetradas en contra de la comunidad judía radicada en ciudades como Kiev y Odessa, como consecuencia amañada del asesinato de Alejandro II, antepenúltimo emperador de Rusia. El magnicidio —un doble atentado con bombas artesanales— sucedió en San Petersburgo, en marzo de 1881, y aunque en realidad fue organizado y cometido por dos jóvenes miembros del Naródnaya Volya, un grupo extremista que impulsaba la democratización de Rusia y nada tenía que ver con la comunidad judía, el gobierno imperial y la prensa azuzaron a la población para que se levantara una ola de antisemitismo que se extendió a lo largo de un lustro. Aquel, claro, ni había sido el pogromo con que inició la cadena de barbarie —los progromos de Odesa de 1821 se consideran los primeros— ni sería el último.
En Todo fluye, Vasili Grossman (1905-1964) hace que uno de los personajes de la novela, el científico Nikolái Andréyevich, recuerde y cuente el enorme pogromo que, desde la cumbre del poder soviético, se impulsó en 1952: “En los periódicos comenzaron a aparecer artículos satíricos que desenmascaraban a los arribistas y granujas que, de modo fraudulento, habían obtenido sus diplomas y grados académicos, a los médicos que trataban a los niños enfermos y a las parturientas con una crueldad criminal… Casi todas las personas… eran judías, y los periódicos daban sus nombres y patronímicos con un celo especial… Parecía que en la URSS eran sólo los judíos los que robaban, aceptaban sobornos, se mostraban criminalmente indiferentes a los sufrimientos de los enfermos y escribían libros depravados y chapuceros”. Por supuesto, los rumores propagados contra los judíos estimularon la discordia generalizada. “Lo más triste era que no sólo los porteros, los cargadores y los conductores semianalfabetos y borrachines daban crédito a estas historias, sino también algunos doctores en ciencias, escritores, ingenieros y estudiantes”. Inseminada la duda, atizado el odio, semanas después habría de ser publicada la noticia de que alguos médicos judíos se habían declarado culpables; considerando los métodos de tortura empleados por los agentes del NKVD, seguramente habían terminado confesando cualquier cantidad de monstruosidades: “se contaba que en las maternidades infectaban de sífilis a los recién nacidos… y que en las clínicas dentales inoculaban a los pacientes de cáncer de mandíbula y de lengua”. En ese punto todo estaba listo para que ahora sí interviniera abiertamente el Estado: antes de que se desatara la ola de pogromos por todo el país, declaró la autoridad, intervendrían para salvar a los judíos de la cólera popular, deportándolos a los campamentos de trabajos forzados… “En aquella época corría la voz de que en Siberia oriental se estaba construyendo a toda prisa una enorme ciudad de barrancones. Decían que aquellos barrancones se construían para los judíos. Los deportarían como habían deportado a los calmucos, los tártaros de Crimea, los búlgaros, los griegos, los alemanes del Volga, los bálcaros y los chechenos”. Miles de judíos fueron asesinados o deportados. Después de la sorpresiva muerte de Stalin —marzo de 1953—, no sería necesario que transcurriera mucho tiempo para que el Soviet supremo aceptara una nueva verdad histórica: todo aquello había sido planeado y ejecutado, como pretexto de una nueva purga, por el propio Stalin: “Y de repente el Estado tuvo un sobresalto y mustió que los doctores habían sido torturados. Y mañana el Estado reconocerá las torturas a las que fueron sometidos Bujarin, Zinóviev, Kámanev…, y que a Gorki no le asesinaron los enemigos del pueblo. Y pasado mañana el Estado reconocerá que millones de campesinos fueron liquidados en vano”. Como el personaje de Todo fluye, muchas buenas personas tuvieron que vivir desde entonces sabiéndose culpables: drogados por las palabras, activa o pasivamente, la inmensa mayoría había participado en un crimen de lesa humanidad.
Gran artículo, me ya gustado mucho. Te seguiré leyendo.
ResponderEliminarUn saludo desde Bilbao (Vizcaya)