viernes, 5 de junio de 2015

Panta rhei

Casi nadie acudió al funeral de Serguéi Prokófiev. Parecería extraño porque para entonces era una celebridad no sólo en la Unión Soviética sino incluso del otro lado de la Cortina de Hierro. Sin embargo, ocurre que el músico, a quien debemos composiciones como Pedro y el lobo y la ópera El amor de las tres naranjas, había sido acusado de formalista por el Politburó, y lo que es más, el hombre tuvo el mal tino de fallecer el mismo día y en la misma ciudad, Moscú, que el camarada Iosif Visarionovich Yugachvili, Stalin. En Todo fluye, Vasili Grosmman relata la conmoción que aquella eventualidad significó: “Y de repente, el 5 de marzo de 1953 murió Stalin. Esa muerte irrumpió en el gigantesco sistema de entusiasmo mecanizado, de ira y de amor popular decretado por orden de los Comités regionales del Partido. Stalin murió sin que estuviera planificado… Murió sin la orden personal del propio camarada Stalin. En aquella libertad, en aquella autonomía de la muerte había algo explosivo que contradecía la esencia íntima del Estado. Una confusión total se apoderó de las mentes y de los corazones”. Grossman no menciona jamás el coincidente deceso de Prokófiev. Stalin había muerto, y muy pocos tenían ojos para otra desgracia. Mientras Radio Moscú emitía la Patética de Tchaikovsky una y otra vez, la muchedumbre atribulada se fue conglomerando en la Plaza Roja, a unas cuadras del domicilio de Prokófiev, lo cual impidió durante varios días sacar el cadáver del músico. Con todo, la esposa del compositor, Lina, tampoco pudo acudir al entierro: acusada de espionaje, desde hacía cinco años se hallaba cumpliendo una condena en un campo de trabajos forzados.

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El 12 de diciembre de 1905, Ekaterina Savélievna Vitis parió un varón. Ella y su marido, Solomón Iósifovich Grossman, decidieron que el niño se llamaría Iósif. El nacimiento ocurrió en Berdychivm, una población al norte de Ucrania, así que más allá del origen judío de su familia, el bebé llegó al mundo como súbdito del Imperio ruso, una organización política que alcanzó a extender su soberanía por más de 21.7 millones de kilómetros cuadrados y logró mantenerse durante dos siglos (1721-1917). El pequeño Iósif tenía una nana rusa, quien transmutó el diminutivo Yossya a Vasya, como en ruso se llama cariñosamente a los Vasili. Así sería conocido y así firmaría todos sus libros. Vasili Grossman no alcanzaría a cumplir sesenta años: murió en septiembre de 1964, en Moscú, entonces ciudad capital de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, un Estado federal marxista-leninista que perduró de 1922 a 1991. El año en que falleció Grossman, el Nobel fue concedido Jean-Paul Sartre; como el existencialista francés, el ucraniano es un imprescindible de la literatura del siglo XX, pero entonces nadie podía saberlo, puesto que sus dos obras maestras, Vida y destino y Todo fluye, permanecían inéditas debido a la censura. Como les había ocurrido a Prokófiev y a Shostakovich con su música, Grossman había sido culpado por el Estado de haberse desviado de los preceptos estéticos del realismo socialista.


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Vida y destino narra la batalla de Stalingrado y los horrores que acontecieron en ambos lados de la línea de fuego: la monstruosidad de Treblinka, en donde los nazis sistematizaron el asesinato masivo de judíos, pero también las atrocidades de Lubianka, cárcel en la que la humanidad de los enemigos de Stalin, reales o imaginarios, era diluida. Grossman escribía despacio, revisaba incansablemente. Fue hasta 1961 cuando terminó su novela épica, cuyo título condensa la tesis que defiende: tanto como en Guerra y paz de Tólstoi (1828-1910), Vida y destino se presentan por Grossman como antónimos. Su siguiente novela, Todo fluye, le tomaría casi veinte años (1955-1963), y en ella insiste: “La historia de la humanidad es la historia de su libertad. El crecimiento de la potencia del hombre se expresa sobre todo en el crecimiento de la libertad… El progreso es, en esencia, progreso de la libertad humana. Ya que la vida misma es libertad, la evolución de la vida es la evolución de la libertad”.

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Por él sabemos de muchos pensadores de la Antigüedad clásica, pero de su vida no tenemos noticia, más allá de que debió de haber transcurrido durante el siglo III d. C. Diógenes Laercio escribió Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, en cuyo noveno tomo rescata del olvido a Heráclito de Éfeso (c. 535-475 a.C.), quien entre otras cosas opinaba: “Todas las cosas provienen del fuego, y en él se resuelven… Todas las cosas se hacen según su hado, y por la conversión de los contrarios se ordenan y adaptan los entes”. Y si ya nomás por esto no habría manera de regatearle el mérito de dialéctico, su más famoso axioma no deja duda: panta rhei, o dicho en español, todo fluye. Este aforismo que simplifica el pensamiento de Heráclito en realidad se lo debemos —parece broma doble— a un bizantino, Simplicio de Ciclicia (490-560). La sentencia de Heráclito es más críptica: “Siempre son aguas nuevas las que pasan por el mismo río”. Idea que limpia luego Sócrates, según cuenta Platón en su diálogo Crátilo (360 a.C): “No podrás sumergirte dos veces en el mismo río”. Iván Grigórievich, protagonista de Todo fluye de Vasili Grosman, regresa en tren a Rusia después de pasar más de treinta años en el gulag siberiano: “Sí, todo fluye, todo muta, nadie entra dos veces en el mismo convoy”.

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