viernes, 24 de julio de 2015

Huellas

La huella de un sueño
no es menos real que la de una pisada.
George Duby



Un muro de piedra, eso es lo que se despliega en el mal llamado “escritorio” de la computadora en la cual ahora trabajo. La pared rocosa es parte de una caverna que se localiza a más de 15 mil kilómetros de la Ciudad de México, del otro lado del océano Pacífico, en las cavidades de Maros-Pangkep, en una de las cuatro islas mayores de la sonda de Indonesia, Sulawesi. La imagen la coloqué ahí hace unos días. Para hacerlo, empleé un archivo ráster, formato png, de 2,048 pixeles de ancho por 1,152 de alto. Se trata de un mapa de bits con una profundidad de color de tres bytes (24 bits): con casi 2.4 millones de puntos luminosos, cada uno de ellos con una posible variación de 16.7 millones de colores, se simula una fotografía analógica. Dispuse la imagen sin modificar su escala, y dado que el monitor del equipo está configurado a una resolución de 1,366 pixeles de ancho por 768 de alto, puedo ver sólo el 44.5% de la imagen, eso sí, con gran detalle, sin distorsión alguna. En el centro de la fotografía aparecen las siluetas de varias manos, manos como las mías o las de usted. La técnica de la que se valieron las personas que dejaron en esas cuevas las huellas de su existencia es milenaria: usaron su propio cuerpo como plantilla, para estarcir un dibujo a escala 1 : 1. En la pantalla de mi computadora —un modelo que, como siempre, ya me urge cambiar por uno nuevo— estoy viendo la huella que propositivamente dejaron de sí mismos algunos Homo sapiens hace casi 40 mil años. En otras palabras, la imagen muestra el registro más antiguo que hasta ahora se ha encontrado en todo el planeta de una manía exclusivamente humana.

En octubre del año pasado, la revista Nature publicó las conclusiones de un grupo internacional de científicos que se dio a la tarea de revisar la datación que hasta entonces se tenía de las pinturas rupestres de Maros-Pangkep. Los resultados más que sorprendentes, son revolucionarios. Las pinturas de las cavernas de Sulawesi fueron descubiertas a mediados del siglo pasado, y se pensaba que habían sido realizadas, a lo mucho, hace unos 12 mil años. Así, hasta hace apenas diez meses, era verdad científica aceptada que las pinturas rupestres figurativas más viejas del orbe eran obra de humanos asentados en Europa. Se creía que, entre las que se tenía noticia, las más antiguas eran las halladas en el sitio arqueológico de El Castillo, ubicado en Puente Viesgo, Cantabria, en el norte de la península ibérica. En este conjunto cavernario perduran algunas siluetas de manos humanas que fueron pintadas hace poco más de 37 mil años —aquí también se encuentra, en un estrato anterior, el célebre disco rojo, con 40,800 años de antigüedad, una figura que quizá fue creada por Neandertales—. Maxine Aubert y Adam Brumm, los investigadores de la Universidad australiana de Queensland que encabezaron el proyecto en las cuevas de Indonesia, explican que empleando el método de datación por series de uranio (Torio 230), aplicado no a los pigmentos sino a los espeleotemas tipo coraloide que se han ido formando al paso de los siglos sobre doce siluetas de manos humanas y dos representaciones de animales, todos procedentes de siete sitios rupestres en las cavidades de Maros, se concluyó con certeza que, de las primeras, las más antiguas tienen ahí por lo menos 39,900 años, con lo que se acredita que son las más viejas de todo el mundo. En cuanto a las pinturas de animales, se logró datar la representación de un cerdo-venado (Babyrousa babyrussa), un artiodáctilo hoy en peligro de extinción, que como mínimo fue trazado sobre la piedra hace 35,400 años. En suma, se trata de los rastros más antañones que los Homo sapiens hayan dejado de sí mismos.

El mismo día que Nature publicó el reporte sobre la corrección a la datación de las pinturas rupestres de Maros-Pangkep —por cierto, con un título bastante anodino: Pleistocene cave art from Sulawesi, Indonesia—, The New York Times pescó al vuelo la noticia y de inmediato ayudó a propagar en la aldea global sus implicaciones: la explosión de la actividad artística de los sapiens no comenzó en Europa, al menos no en forma exclusiva. La conclusión no es cosecha del reportero del NYT; en el propio de texto de Nature, desde el abstract, ya lo afirmaban los académicos: “mostramos que las tradiciones de arte rupestre en esta isla de Indonesia son al menos compatibles en cuanto a edad con el arte más antiguo de Europa… Entre las consecuencias, ahora se puede demostrar que los humanos estaban produciendo arte rupestre hace 40 mil años en extremos opuestos del mundo euroasiático”.

Yaval Noah Harari (De animales a dioses; Debate, 2014) entiende el paso de los Homo sapiens en términos de macroprocesos. Desde esa perspectiva, propone una historia dividida en cinco grandes episodios; uno de ellos, la revolución cognitiva, habría tenido lugar hace unos 70 mil años, cuando una de las varias especies de humanos que habitan el mundo, nosotros, se aventuró a salir de África. Le tomaría unos 30 mil años distribuirse por toda Euroasia y otros cinco mil años más llegar a Australia. Las manos que observo en el monitor de la computadora testimonian que hace unos 40 mil años algo ocurrió en las mentes de los sapiens que para entonces ya andaban repartidos por casi toda la Tierra. Terminando este texto voy a quitar la imagen de mi escritorio. Descargué hace rato una hermosa fotografía de una de las lunas de Plutón; las acaba de enviar la nave New Horizons desde allá.

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