viernes, 30 de octubre de 2015

Afi(c)ción

We are storytelling creatures.
Jerome S. Bruner


Desnudos e inocentes, con los ojos cerrados, nacemos puestos para una historia arrebozada en una plétora de condiciones, algunas —seguramente apenas un modesto ramillete—, manifiestas: las coordenadas en el mapa y la fecha del alumbramiento, el nicho cultural y el entorno familiar en que cada recién parido viene a apersonarse, su sexo, alguna que otra característica más o menos evidente, más o menos mesurable… Pesó tanto, tenía poco pelo, lloró como un energúmeno… Son marbetes con que se dará pie a una biografía. Varón, hijo de Herman y Rose Bruner, una pareja de inmigrantes judíos polacos, Jerome Seymour llegó al mundo en la ciudad de Nueva York en los albores del siglo XX y nació ciego. ¿Hasta qué punto las condiciones se imponen como condicionantes de vida? El Diccionario panhispánico de dudas resuelve vía semántica el dilema filosófico: “es incorrecto el uso de condicionante como sinónimo de condición”. En este caso, seguramente muy pocos hubieran previsto un futuro promisorio para aquel pequeño, pero algún tiempo después, luego de un par de operaciones, aún siendo un niño, lograría ver… Desde entonces, siempre usó anteojos con lentes enormes. El jueves 1º de octubre de 2015, Jerome S. Bruner cumplió cien años de edad —falleció en junio de 2016—. La mayor parte de su siglo de vida se ha dedicado a estudiar y pensar, sobre todo a pensar sobre el pensamiento mismo. El doctor Bruner —en 1941obtuvo su Ph. D. Degree en Harvard—, es uno de los pioneros de la psicología cognitiva: más que atender la forma en la que el hombre consigue un conocimiento verdadero acerca del mundo, se enfoca en los procesos de construcción mental de la realidad, particularmente de la interacción humana. En 1991, Bruner publicó un texto que hoy es ya considerado como un clásico —“La construcción narrativa de la realidad”—; en él, parte de que los seres humanos “organizamos nuestra experiencia y memoria acerca de nuestro acontecer principalmente en forma narrativa: historias, excusas, mitos, motivos para hacer o no hacer, en fin…”, para entonces proponer diez principios sobre la forma en la que la narrativa “opera como un instrumento de la mente en el proceso de construcción de la realidad”. 

Curiosamente, el primer libro que publicó el novelista norteamericano Paul Auster (Nueva Jersey, 1947) no es una novela, es un libro de memorias: La invención de la soledad (1982). Varios años después, en una entrevista para The Paris Review, el periodista le recuerda al escritor una idea poderosa que en aquel libro aparece fraseada así: “La anécdota como un forma de conocimiento”. Entonces Auster comenta:
“Me han sucedido tantas cosas extrañas a lo largo de mi vida, tantos eventos inesperados e improbables, que ya no estoy muy seguro de qué es la realidad. Lo más que puedo hacer es hablar de la mecánica de la realidad, para reunir pruebas sobre lo que sucede en el mundo y tratar de grabarlo tan fielmente como pueda. He utilizado este enfoque en mis novelas. No es un método, más bien es un acto de fe: presentar las cosas como realmente suceden, no como se supone que deben suceder o como nos gustaría que sucedan. Las novelas son ficciones, por supuesto, y por lo tanto en ellas se cuentan mentiras (en el sentido más estricto del término), pero por medio de esas mentiras el novelista intenta decir la verdad sobre el mundo”.
En una ponencia de 2003, Life as Narrative, el doctor Jerome S. Bruner medita en torno a la forma en que la gente se cuenta a sí misma la historia de su propia vida, y a las manera en que tales relatos autobiográficos inciden en la construcción de la identidad. A lo largo de su argumentación hay una idea recurrente que encuentra su mejor expresión en palabras del novelista neoyorquino Henry James (1843-1916): “las historias les suceden a la gente que sabe cómo contarlas”.

Paul Auster ha publicado hasta ahora dieciséis novelas; la más reciente, hace ya cinco años, Sunset Park (la traducción al castellano fue editada el mismo año por Anagrama, 2010). En ella, uno de los personajes, el editor Morris Heller, agobiado por los sucesos, busca y encuentra refugio en el maravilloso orden que ofrece la narrativa: “… el único sedante en el que siempre se puede confiar…, el tirón de las historias, siempre las historias, los miles, los millones de narraciones; y sin embargo uno nunca se cansa de ellas, siempre hay espacio en el cerebro para una más, para otro libro, para otra película…” Uno de las razones del pesar del señor Morris es su hijo, Miles Heller, quien, por decirlo pronto, ha llegado desde hace tiempo a la vida adulta sin haber logrado tramar una historia verosímil para sí mismo, y sin ella apenas transcurre por el tiempo, le suceden cosas, no hace cosas… El doctor Bruner no se equivoca cuando sostiene que “la mente humana nunca se encuentra libre de compromisos. No existe el ojo inocente, nadie puede penetrar a la realidad cruda (aboriginal reality). En cambio, partimos de hipótesis, versiones, expectativa de determinados escenarios. Nuestra preconcepción acerca de la naturaleza de la vida es que es una historia”. Tampoco yerra Paul Auster cuando en el título de un libro autobiográfico incluye el sustantivo invención.

viernes, 23 de octubre de 2015

Disputa por la historia

Si uno está en la plaza principal de Yurécuaro, basta caminar hacia el norte por Independencia para, un par de calles más adelante, nada más cruzando el río Lerma, salir de Michoacán y pasar a La Ribera de Guadalupe, municipio jalisciense de Ayotlán. Allá nació en 1947 Sergio Aguayo Quezada. Luego se iría a vivir a Guadalajara. Desconozco si residió en San Andrés; lo que se sabe es que fue uno de los cabecillas de los Vikingos, la pandilla de aquel barrio, misma que a mediados de los años sesenta del siglo pasado andaba de pleito con la Federación de Estudiantes de Guadalajara, la temible FEG. Poco más de diez años después a mí también me tocaría vivir en la capital de Jalisco y tener que dirimir un conflicto con la FEG. Cursaba el segundo de secundaria en una escuela técnica, la 14, y además de la carga académica, tenía entre mis responsabilidades acudir al llamado de los prefectos cuando, ante una inminente irrupción en el plantel por parte de un comando de la FEG, había que sumarse a la resistencia. La pugna no era ideológica: los jóvenes de la Federación deseaban pasar un rato de solaz pateando escuincles y, sobre todo, raptando compañeras de la secu. Aunque la EST 14 está muy cerca de la Central de Abastos tapatía, los policías municipales jamás llegaban a tiempo, así que había que defenderse a golpes. Aquello sucedía en 1979, y desafortunadamente no es prehistoria: con motivo de un macabro hallazgo en diciembre de 2011 -cinco cadáveres en fosas clandestinas cavadas dentro de las instalaciones de la FEG-, en entrevista para Proceso, Sergio Aguayo declaró que dicha organización “no es una reliquia del pasado; es un dinosaurio que sobrevivió… en un parque jurásico que se ha rehusado a evolucionar”.

Con la mira puesta en dos episodios, las masacres del 2 de octubre de 1968 y la del 26 de septiembre de 2014, en su nuevo libro Aguayo trama una narrativa del devenir sociopolítico contemporáneo de nuestro país, a partir de una tesis: “La violencia (tanto la criminal como la oficial) sin control continúa siendo el signo de identidad del Estado mexicano”, entidad que es la “principal responsable de las perversiones que ha vivido el monopolio legítimo de la violencia”.

Ante el horror nuestro de todos los días, mucha gente ha optado por una especie de autismo voluntario: mientras no me ocurra nada a mí y los míos, no pasa nada. Al menos por ahora, me parece que pocos son los que tratan de comprender el brete en el que nos hallamos. Si es tu caso, un imprescindible es De Tlatelolco a Ayotzinapa. Las violencias del Estado, publicado hace unas semanas por el doctor Aguayo Quezada, profesor/investigador en el Colegio de México desde 1977 y académico visitante en la Universidad de Harvard desde el año pasado. Tienes dos opciones, el impreso (editorial Proceso) o el ebook (editorial ink). En este caso, sería un error prescindir de la edición digital, la cual permite una experiencia de lectura multimedia exuberante -audios, videos, fotografías, documentos y ligas a recursos web-.

Aguayo explicita el objetivo que persigue con este libro: ofrecer un instrumento de comprensión de un canto de la realidad sociopolítica nacional que más nos valdría atender cuanto antes de forma organizada: “exigir al Estado que recupere el uso de la fuerza y la someta a la legalidad”.

La obra se estructura en nueve capítulos. Los primeros ocho están dedicados a contar y explicar la movilización cívico-juvenil suscitada en la Ciudad de México de julio a octubre de 1968, hace ya casi medio siglo. Aguayo no sólo ofrece una narrativa veraz sustentada en pruebas testimoniales -la más completa hasta ahora-, sino que también describe y analiza las dos versiones de los hechos que desde entonces se enfrentaron: el relato oficial, que nació muerto -“nadie medianamente cuerdo podía creer en [su] veracidad”- y la narrativa que terminó imponiéndose, tejida en buena medida por periodistas nacionales y extranjeros, y validada poco a poco por intelectuales. En el último capítulo, titulado igual que el libro, “De Tlatelolco a Ayotzinapa”, el doctor Aguayo urde la historia de los aparatos de seguridad con los que el Estado ha intentado mantener para sí, sin éxito, el monopolio de la violencia; abarca un gran tramo, que va de 1969 a la fecha. De una lectura ingenua se podría inferir que el libro sencillamente propone un determinado conocimiento del pasado para hacerse de más elementos para comprender fenómenos recientes… No es el caso. A partir de la experiencia desgarradora de Tlatelolco, Aguayo logra armar un discurso razonado e instrumental para comprender e incidir en lo que hoy día está en juego: si el movimiento del 68, a pesar de haber sido reprimido a sangre y fuego, logró devenir en “la primera transición pacífica de nuestra historia”, después de la tragedia de Iguala -que “sacó a la luz un Estado debilitado por la ineficacia, la corrupción y la impunidad”- nos encontramos ante la disyuntiva de continuar en una dinámica en la que, “para justificar la violencia irracional, se retuercen y violentan la razón, la lógica y los hechos”, o bien compeler al Estado a recuperar el monopolio legítimo de la violencia. Sergio entiende cabalmente que “en la historia son tan importantes los balazos como las narrativas”. Se puede incidir en la historia echando bala, ciertamente, pero también estableciendo el relato a partir del cual la gente comprenda la realidad en la que vive.

sábado, 17 de octubre de 2015

Estulticia y chacota

El mensaje llegó procedente de la Romandía. Un comunicado trasatlántico tecleado por mi amigo Galo Filio, a una distancia que mesurada en horas de vuelo pasa de trece. Debió de haberlo enviado minutos después de las tres de la tarde, de tal suerte que vino a caer en mi bandeja de entrada, casi de inmediato, poco después de las ocho de la mañana: “stultitĭa”, advertía el asunto del correo electrónico. A pesar de que trabaja en Europa, en un país que ostenta el tercer Índice de Desarrollo Humano (IDH) más alto del mundo (0.917), Galo persiste en el afán de seguirle la pista a los destinos de México, su tierra. Me recomendaba una columna periodística publicada ese mismo día, no en Europa, sino acá…

Antes de insertar la liga a la página web, Galo, al tanto de mis antipatías, amortiguaba: “Sin prejuzgar sobre calidades periodísticas o morales del columnista…”, para luego entrar de lleno a la cuestión, “el texto muestra un fenómeno que crece de manera apabullante y que, además del caso particular al que se refiere, también se ha manifestado en la muerte del director general del ISSSTE, en la asignación de contratos de obra pública, en el gobierno federal (no están libres los estatales ni los municipales), en las empresas, en los bancos, en el deporte pagado, en cualquier esquina de cualquier lugar: la estupidez campea como vencedora”. Pues sí, me dije y procedí al click: “Jugaban ‘Solitario’ mientras El Chapo se fugaba”, se titulaba el apunte, firmado por Carlos Loret; por lo demás, un encabezado preciso, porque cuenta eso, que los agentes del CISEN responsables de vigilar al famoso sinaloense, mientras el capo se les iba por un túnel, se entretenían acomodando naipes de pixeles. Regreso al correo de Galo y leo: “Loret dice que parecía película de Viruta y Capulina; dar el salto del tapete verde virtual del Solitario a la realidad no debe ser fácil; pero así es, en eso se ha convertido mucha gente, en malos actores tratando de interpretar un rol torpe: el cajero del OXXO que no se sabe la tabla de multiplicar del tres y necesita calculadora para cobrar un Gansito, el policía que no sabe leer el reglamento, la maestra que trata a sus alumnos con leperadas. Son más y están escalando posiciones”. Ciertamente, mientras leía el desfile que Galo convocaba con sus palabras yo pensaba en las hordas de lelos que, más que ascendiendo jerarquías, desde hace un rato ya despachan en los puestos más altos de la Nación. Como si adivinara hacia dónde iban a enfilar mis neuronas, desde el Primer Mundo mi amigo argumenta: “Sí, claro, la corrupción cala, pero la estulticia está más extendida y el remedio resulta más caro y más difícil de conseguir. Ni siquiera se ha reconocido como un problema de salud pública, pero quizá allí se esconden los que nos llevan a la ruina despacio, un poco cada día, cada vez que nos descuidamos o que nos da flojera corregirlos. De verdad da miedo”.

Desde México, que es decir 68 lugares más abajo en el ranking mundial de acuerdo al IDH, le respondí a Galo Filio: “Tienes razón, la estulticia se propaga. El sábado pudiste perder a tus cuates: veníamos en la México-Querétaro a toda velocidad en un auto que le llevábamos a una familiar que estudia por allá, para que pudiera moverse por aquellos lares en donde el transporte público es especialmente malo (cosa que dicha en México significa infernal, de menos). Poco antes de la desviación a San Juan del Río, ¡madres!, se apagó el coche, así que nos quedamos sin dirección hidráulica y sin frenos... No abundo en detalles: no nos pasó nada, salimos ilesos... La anécdota viene al caso porque todo sucedió sencillamente por que el mecánico que había cambiado días antes la banda de distribución no tuvo a bien apretar el tornillo tensor… Esperamos bajo el sol como hora y media a que llegara la grúa del seguro... ¡Y cuando llegó fuimos felices por lo rápido que había acudido! ¿Te das cuenta? Llegamos al punto en el cual todo aquello que no sea calamitoso ya sale barato”.

Y la tragedia es que para muchos las cosas están de risa. Durante un acto público, el gobernador Duarte de Veracruz le regala una caña de pescar al senador Héctor Yunes “para que pesque esos peces gordos que busca”…, ¡pácatelas!, risotadas y aplausos del respetable, la política al más puro estilo del Teatro Blanquita, el pastelazo como argumento. Otra priísta, la legisladora Corcholata espeta a los miles de ciudadanos que firmaron una declaración en contra de su permanencia en la Cámara de Diputados: “… se pueden meter sus firmas por el trasero o por donde más les quepan, hijitos. Yo estoy respaldada por mi partido”. El mero día de su toma de posesión como gobernador de Nuevo León, el señor al que le dicen Bronco, generoso, destapó su estrategia de comunicación política: “Los quiero hacer reír porque quiero que su corazón se abra, el hacer reír a una persona hace que su corazón se abra y si su corazón se abre va a poder estar bien con su gobierno”. La raza ríe y aplaude: la Broncomanía avanza en caballo de hacienda en un país urgido de vientos civilizatorios. A tono, Peña, incansable, haciendo el solaz de moneros y memeros con singular desenfado.
Asunto serio: la estulticia y la chacota cunden.

viernes, 9 de octubre de 2015

Klaatu


“Aunque usted no lo haya visto por televisión, seguramente algo debe saber de lo que ocurrió aquí hace tres meses. Los hechos se pueden referir brevemente. Un poco después de las 5:00 pm del 16 de septiembre, los visitantes de Washington D.C. atestaban los jardines [del Capitolio] en las cantidades habituales y sin duda con sus pensamientos habituales. El día era cálido. Un río de gente salía de la entrada principal del museo… Toda la gente iba ya de vuelta a casa, cansada, sin duda, después de horas a pie viendo las exposiciones del museo y conociendo los edificios cercanos. Y entonces sucedió. En el área que está justo a la derecha, apareció el viajero del tiempo-espacio. Sucedió en un abrir y cerrar de ojos. No descendió del cielo; decenas de testigos juran que no estaba aquí, y un instante después sí”.

Días antes de cumplir 40 años, Hiram Gilmore Bates III (1900-1981) escribió el cuento por el cual se haría famoso: Farewell to the MasterAdiós al amo—. Muy pocos conocen la historia con ese título, puesto que sería el de su adaptación cinematográfica con el que alcanzaría al gran público: The Day the Earth Stood Still —El día en que la Tierra se detuvo— (1951), dirigida por Robert Wise. Tampoco recordamos al escritor por su nombre, sino por el apócope Harry, Harry Bates.

En la película, la tensión del primer nudo dramático de la historia se aprieta con una modificación importante: la nave no se materializa de pronto…, llega volando y antes de aterrizar en la capital estadounidense rodea nuestro planeta a velocidad súpersónica. Una serie de escenas da cuenta de que el insospechado arribo es noticia internacional: Calcuta, Londres, París… Curiosamente, cuando la nave, un luminoso platillo volador, se deja ver sobre Washington, la gente, como en el cuento, disfruta tranquilamente de un hermoso día primaveral.

El relato fue publicado originalmente en octubre de 1940 en Astounding: Scince-Fiction, la pulp magazine que el mismo Bates había concebido —la edición inaugural de la revista, dirigida por él, apareció en 1930 con el título Astounding Stories of Super Science, mismo que mantuvo durante su primera época—. 

“La radio, la televisión y los reporteros de todos los medios acudieron de inmediato. La policía montó un denso cordón de seguridad, y unidades militares llegaron para rodear la nave encañonándola con todo tipo de armas de fuego y lanza rayos. Se temía la calamidad más terrible… La nave sólo apareció para quedarse quieta. Nadie salió de ella, y no se registró ninguna señal de que en su interior hubiera algún ser vivo. ¿Quién o qué venía en ella? ¿Visitantes hostiles o amigables?”

El cuento ni siquiera se mencionaba en la portada de aquel número de Astounding; muy probablemente hoy permanecería en el olvido de no haber sido porque una década más tarde a Edmund Hall North se le ocurrió escribir un guión basado en él. El resultado fue magnífico, y aunque no recibiría ningún premio de la Academia —junto con Francis Ford Coppola, North efectivamente ganaría un Óscar varios años después por el guión que ambos realizaron para Patton (1970), de Franklin J. Schaffner—, el film muy pronto habría de ser considerado un clásico. 

“… la nave permaneció aquí, quieta, sin dar ninguna señal de movimiento. Como fue reconocido desde el principio, no procedía de ningún rincón del Sistema Solar. Cualquier niño sabía que en la Tierra únicamente se habían construido dos transportes espaciales, y ninguno en otro planeta o satélite; de aquel par, uno fue destruido al acercarse al Sol y el otro había reportado hace poco su feliz arribo a Marte”.

Antecedida sólo por Metropolis (1927), Things to Come (1936), Frankenstein (1931), King Kong (1933), Forbidden Planet (1956) y The Thing from Another World (1951), Arthur C. Clark consideró The Day the Earth Stood Still como una de las mejores películas de ciencia ficción de todos los tiempos.

“Por fin, después de dos días, a la vista de decenas de miles de personas, rodeado de los más poderosos cañones y lanza rayos de la armada, una apertura apareció en la nave y una rampa se deslizó hasta el piso. Emergió un hombre con apariencia divina, seguido de cerca por un robot gigante…”

No conozco una edición en español de Farewell to the Master —los extractos son traducción mía—, pero en inglés puede encontrarse en línea (The Internet Archive). A diferencia de las narraciones que escribió Clark, en las cuales el apego a principios científicos es fundamental, en el binomio ciencia ficción para Harry Bates lo importante era el segundo elemento, la historia, la cual podía ser todo lo fantástica que se quisiera siempre y cuando lograra verosimilitud.

El ser con forma humana que descendió de la nave “alzó el brazo derecho haciendo el gesto universal de paz”. Aún le daría tiempo de presentarse a sí mismo y al enorme robot que lo acompañaba: “Yo soy Klaatu y este es Gnot”. Luego, tanto en el cuento como en la película, un idiota es quien se adelanta en representación de toda la Humanidad, y desde la multitud le pega un tiro al alienígena. Hasta aquí, el principio de la historia; lean el cuento o vean la cinta —la de 1951; evita le remake de 2008—.


En la lista de Arthur C. Clark, después de El día en que la Tierra se detuvo sigue la cinta que Stanley Kubrick realizó a partir del guión que ambos escribieron, 2001, Odisea del espacio. La concordancia entre ambas películas me parece evidente: en forma de alienígenas súperdesarrollados, nostalgia de divinidad.

viernes, 2 de octubre de 2015

2500: la odisea de Ulises

Dan Richter es un mimo que alguna vez sacó de un apuro a Stanley Kubrick. Ocurrió hace casi medio siglo, a finales de septiembre de 1967. Corrían los últimos días de la filmación de 2001: A Space Odyssey, y ya sólo faltaba lo que habían dejado al final: el principio. El cineasta ya lo había intentado con bailarines, actores, payasos, y nada lograba convencerlo: las escenas de El amanecer del hombre, el episodio inicial de la película, seguían faltando. Cuando se reunió con el mimo, Kubrick le expuso el reto y fue muy claro respecto a lo que no quería: “Dan, no quiero que parezcan hombres metidos en trajes de changos”. El resultado que logró el Richter después de pasar horas observando simios en el zoológico de Londres fue maravilloso, no sólo como coreógrafo y director artístico de las escenas de los homínidos, también en el papel que interpretó en la cinta: el apeman que concibe por primera vez un hueso como herramienta y arma.

2001: A Space Odyssey sería estrenada en 1968; un año más tarde, el año en el que el hombre llegó a la Luna, la producción conseguiría tres nominaciones al Óscar. Sólo ganó uno: el Óscar a los Mejores Efectos Visuales, realizados personalmente por Kubrick. El premio a la mejor dirección sería para Carol Reed, por Oliver! —un musical prescindible—, y el que se concede al Mejor Guión Original se otorgó a Mel Brooks, por The Producers. Varios años después, Dan Richter publicaría Moonwatcher’s Memoir: A Diary of 2001: A Space Odyssey (2002), un libro en la que narra cómo fue que lo contactaron y cómo ideó la solución al problema de conseguir que aquella actuación lograra verosimilitud. Arthur C. Clark, coautor del guión de la película junto con el propio Kubrick, escribió el prólogo de las memorias del mimo, un breve texto en el que, entre otras cosas, recuerda que una de las decisiones de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas lo encolerizó…, y no, no fue aquella que impidió que se llevara a su casa la estatuilla por su guión —él, autor de los cuentos originales en los que se basó Odisea, El centinela (1951) y Encuentro al amanecer (1953)—, sino el premio honorario que se concedió a Planet of the Apes por los disfraces y el maquillaje con los que fue posible dar vida a la sociedad de los simios. La furia de Clark se comprende: los jurados no consideraron a los homínidos de la película de Kubrick porque creyeron que se trataba de monos de verdad.


La cinta El planeta de los simios, la primera, se estrenó también en 1968. Dirigida por Franklin J. Schaffner y estelarizada por Charlton Heston, la película fue filmada a partir de un guión de Michel Wilson y Rod Serling, el cual es una adaptación de la novela francesa homónima, de Pierre Boulle (1912-1994). Oriundo de Aviñón, fue prolífico, pero dos novelas le valieron fama internacional, en ambos casos porque dieron origen a sendas producciones cinematográficas taquilleras: El puente sobre el río Kwai (1952) y la que nos interesa ahora, El planeta de los simios (1963).

Sin mayores despliegues literarios, la novela de Boulle sencillamente cuenta con sobrada suficiencia una gran historia. El pretexto que da pie a toda la novela es un recurso viejísimo de la literatura de ficción: Jinn y Phyllis, una pareja de acaudalados turistas interestelares, se topan en el espacio con una botella, en cuyo interior encuentran un manuscrito; se trata de la gran aventura que vivió un hombre, narrada por él mismo. En la novela el protagonista no es un astronauta de la NASA, como en la película, sino un periodista, Ulises Mérou. Él relata que en el año 2500 una “nave cósmica” partió de la Tierra en expedición científica; a bordo iban, además del protagonista, el sabio profesor Antelle, el físico Arturo Lavaín, “algunos pájaros y mariposas” y un chimpancé, llamado Héctor. Después de viajar durante dos años —“entretanto, nuestra Tierra envejecía tres siglos y medio”—, detienen su peregrinar en el segundo planeta del sistema de la estrella Betelgeuse, al que deciden llamar Sóror. En el mundo al que llegan, los humanos son bestias sin habla, en quienes no se atisba inteligencia —“la anomalía residía en la emanación de aquellos ojos, en una especie de vacío, una ausencia de expresión…”—, mientras que los grandes primates son los seres civilizados, “el simius sapiens que formaba las tres puntas extremas de la evolución: el chimpancé, el gorila y el orangután”. Ulises tendrá oportunidad de dialogar con algunos monos sabios del Instituto de Investigaciones Biológicas. ¿Por qué los humanos no evolucionaron en Sóror, y en cambió sí los simios? La doctora Zira, una chimpancé ilustrada, responde lo que en su mundo se ha especulado al respecto: “Ciertamente el lenguaje había sido un factor esencial. Pero ¿por qué los simios hablan y los hombres no? Sobre este punto, las opiniones de los sabios divergen. Algunos veían en ello una intervención divina. Otros sostenían que el espíritu de los monos era debido, antes que nada, a que tenían cuatro manos hábiles”.
Las diferencias entre la historia que cuenta Pierre Boulle y las adaptaciones cinematográficas, la primera y todas las que siguieron, son muchas. Es un libro que hay que leer, una novela que acicata el pensamiento, y que dejo encendida una alerta que muy pocos han querido escuchar…: “Se ha apoderado de nosotros una pereza cerebral”.