lunes, 29 de febrero de 2016

Leer menos

If you only read the books
that everyone else is reading,
you can only think what everyone else is thinking. 
Haruki Murakami, Norwegian Wood.


Socrático y dionisiaco, sabio y mañoso —muy mañoso—, pero sobre todo irónico, Henry Miller alguna vez sentenció: “Considero que mi relación con los libros es muy similar a mi relación con otros fenómenos de la vida y del pensamiento. Todos los encuentros son contextualizados, no aislados. En este sentido, y sólo en este sentido, los libros son parte de la vida igual que los árboles, las estrellas o el estiércol. No tengo ningún respeto per se por ellos.” El portentoso novelista neoyorquino no espetó lo anterior en medio de una entrevista, no lo soltó a media tarde durante una plática de café; tampoco garabateó aquel parecer en una servilleta que luego haya hecho bola antes de arrojar al cesto de la basura. No. Lo escribió con esmero: forma parte de un texto que, como según él mismo cuenta, al menos corrigió cinco veces antes de enviar a su editor. En efecto, en 1952 Henry Miller (1891-1980) publicó The Books in My Life (New Directions; Nueva York). Para entonces ya era un escritor consolidado, en Europa y también en su propia tierra. Aunque su obra inaugural, Trópico de Cáncer, publicada en París en 1934, seguía prohibida en Estados Unidos por la censura, era ampliamente conocida por la crítica y el público norteamericanos. Un estruendoso campanazo literario, al cual le seguirían Primavera negra (1936) y Trópico de Capricornio (1939), y luego el primer volumen, Sexus (1949), de la trilogía La Crucifixión Rosada. 

En 1952 Miller se estaba divorciando de su tercera esposa, Janina Martha Lepska, quien era 30 años menor que él y con quien había procreado dos hijos. Entonces, el novelista era un hombre sexagenario que, antes de acometer la creación de su siguiente novela —Plexus, la segunda entrega de su trilogía en ciernes—, se daba tiempo para escribir un libro con el cual pretendía redondear la historia de su vida, en el cual quería abordar su relación con los libros, como una experiencia vital: The Books in My Life —me parece que no se ha publicado una edición en español—. 

Parafraseo el prefacio. El viejo narrador afirma que uno de los resultados a los que logró llegar después de examinar su relación con los libros es que uno debería leer cada vez menos y menos, en lugar de cada vez más y más. Según Miller, para entonces él mismo no había leído ni de cerca tanto como un académico o una rata de biblioteca —the bookworm—, ni siquiera tanto como se esperaría de un hombre bien educado, y sin embargo, sostiene, había consumido cien veces más libros de lo que debería haberlo hecho por su propio bien. Según el también autor de Nexus (1960), hay y siempre habrá libros verdaderamente revolucionarios: son pocos y dispersos, of course. Cualquiera de nosotros podría considerase afortunado si a lo largo de toda una vida conociera aunque sea un puñado de esos libros. Por supuesto, no son los libros que invaden el mercado al que tiene acceso el gran público. Son los depósitos secretos que alimentan a los hombres de menor talento, quienes a su vez al menos saben atraer a las personas de la calle. El vasto corpus de la literatura en cualquier campo está compuesto por ideas destiladas. La cuestión es —por lo demás jamás resuelta, se queja Miller— hasta qué punto puede resultar eficaz filtrar lo bueno de la abrumadora oferta de forraje barato —paja, decimos en español—. La pregunta que se hacía Henry Miller hace más de medio siglo no solamente sigue siendo válida, sino que cobra día a día más relevancia, en proporción directa a la cantidad de basura impresa que, disfrazada con toneladas de mercadotecnia, atiborra las mesas de novedades de todas las librerías. “Una cosa es cierta hoy día, los analfabetas no son los menos inteligentes entre nosotros”.


Ciertamente, en el prólogo al libro que dedica a destacar la literatura que más lo influenció, Henry Miller se pone socrático y declara que si se trata de buscar conocimiento o sabiduría, más le valdría a cualquiera acudir a la fuente, al origen, esto es, a la vida misma, y hacer a un lado la pobre, paupérrima, representación que con el lenguaje escrito e impreso puede hacerse de la realidad: la fuente no es el académico o el filósofo, tampoco el gran maestro, el santo o el profesor, sino la experiencia directa. “En esta época, en la cual se cree que existe un atajo para todo, la lección más grande de todas las que se pueden aprender es que el camino más difícil es, a la larga, el más fácil”. La postura del escritor es pues la del vitalista, tanto como la de Nietzsche. Lo cual, por cierto —y que Miller me perdone—, me recuerda un libro: La elegancia del erizo (Gallimard, 2006), de Muriel Barbery. Se trata de una novela claramente nietzscheneana, cuya tesis central es: la vida no tiene sentido, es caótica, y para soportar esa verdad, a la que se llega por medio de la razón, queda la ilusión apolínea del arte —Gadaner dice que el arte no es como la vida, es como debió haber sido—. La novela de la francesa también es socrática, pero no en cuanto al desprecio de la palabra escrito, sino en cuanto a la justipreciación de la fuerza de la amistad. ¿Y qué une a Sócrates con Nietzsche? Simple: la ironía…, como la de Miller cuando te aconseja leer menos. 

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