Las felaciones que una californiana de 25 tuvo a bien proporcionarle a un señor de 49 mantuvieron embelesada a la opinión pública norteamericana desde 1998 y a lo largo de los primeros años del siglo XXI. Él, quien entonces despachaba como presidente de su país, no actuó como un héroe. Primero negó que hubiera tenido relaciones sexuales con la chica. No contaba con la existencia de una prueba irrefutable: una mancha de su semen en un vestido de la joven.
Con La mancha humana (2000) —enseguida de Pastoral americana (1997) y Me cansé con un comunista (1998)—, Philip Roth (1933) cierra su Trilogía americana. La novela no trata directamente el escándalo que suscitó la tanda de blowjobs que Mónica Lewinsky le propinó a Clinton; el asunto sí se refiere en sus páginas, pero, sobre todo, las ambienta. ¿Podía de otra manera? El episodio —Monicagate, Lewinskygate, Zippergate o incluso Tailgate y Sexgate— fue un componente fundamental del espíritu del tiempo que se vivía en Estados Unidos durante el período en el cual sucede la historia que narra Roth. El fanatismo de la corrección política, una nueva redefinición de la moral sexual, el melodramatismo y la estupidez generalizadas…
Verano de 1998: Coleman Silk está destrozado. Acusado estúpidamente de racismo, resulta victimizado por una cacería de brujas y, después —él tiene la convicción de que su esposa falleció a causa de ello— enviuda. Coleman, hasta entonces un respetado catedrático de literatura clásica y durante muchos años poderoso decano de la universidad en la que trabaja, opta por el retiro como la forma de protesta más digna. Degradado, ofendido y solo, el viejo se mueve furioso, con el alma triturada. Entonces se acerca al novelista Nathan Zuckerman para pedirle que escriba su historia. El alter ego de Ruth reflexiona: “Resulta fascinante lo que el sufrimiento moral puede hacerle a una persona que no es en modo alguno débil o enfermiza. Es incluso más insidioso que la acción de una dolencia física, porque no existe goteo de morfina ni bloqueo espinal ni cirugía radical que lo alivie. Cuando te tiene asido, es como si tuviera que matarte para que te veas libre de él.” Pero no será el dolor anímico el que asesine a Coleman: enseguida del desvío en el último y apacible tramo de su existencia, la vida aún le tiene deparada otra sorpresa —“nada de lo que le sucede a una persona es demasiado insensato para haber sucedido”—. El giro del destino irrumpe en una apasionada relación con una empleada del servicio de limpieza. Él tiene 71 años de edad, y la mujer, Faunia Farley, 34. El anciano sale pues del territorio de los idearios, de las letras clásicas, de las contiendas espirituales:
“Estoy tomando Viagra, Nathan… Debo toda esta turbulencia y felicidad a la Viagra. Sin ese fármaco no sucedería nada de esto. Sin Viagra tendría una imagen del mundo apropiada a mi edad y unos objetivos totalmente distintos. Sin Viagra tendría la dignidad de un anciano caballero libre de deseo que se comporta correctamente. No estaría haciendo algo que no tiene sentido… Sin Viagra, en mis años de declive podría seguir desarrollando la amplia perspectiva impersonal de un hombre experimentado y educado que se ha jubilado de manera honorable y que hace largo tiempo ha abandonado el goce sensual… Gracias a la Viagra, he llegado a comprender las transformaciones amorosas de Zeus. Así deberían haber llamado a la Viagra. Deberían haberla llamado Zeus”. Faunia y el pastilla azul permiten a Coleman saltar de la jubilación al júbilo, volver a la concupiscencia —“el contaminante del sexo, la corrupción redentora que contrarresta la idealización de la especie y nos hace siempre conscientes de la materia que somos”— y el baile, todo sin abandonar su postura crítica, la distancia respecto al mundo que le tocó presenciar en su viejez. El septuagenario consigue de nuevo erecciones pero no olvida el desencanto que le produce la juventud: “La exagerada dramatización de las emociones más triviales… En cuanto abren la boca hacen que me suba por las paredes. Su lenguaje es un compendio de la estupidez de los últimos cuarenta años. La necesidad de conclusión, por ejemplo. Mis alumnos rehúyen el pensamiento, quieren concluir pronto. ¡Conclusión! Se deciden por el relato convencional, con su principio, nudo y desenlace…, cada experiencia, por ambigua, confusa o misteriosa que sea, debe prestarse a ese cliché de locutor de televisión que normaliza y vuelve convencional cuanto narra…”
En La mancha humana, la novela que escribe Roth, Nathan Zuckerman se verá obligado a narrar la historia de Coleman Silk, en buena medida para intentar dotarla de sentido: “El deseo humano de un principio, un medio y un fin —y de un fin apropiado a la magnitud de ese principio y ese medio— no se realiza tan cabalmente como en las obras que Coleman enseñaba… Fuera de la tragedia clásica del siglo V a.C. la esperanza de la conclusión, y no digamos de una consumación justa y perfecta, es una ilusión demasiado necia para que la tenga un adulto”. No será sino hasta el sepelio de Coleman que Zuckerman descubra el secreto en que descansó su trayectoria durante más de medio siglo. Para los héroes, la creación del yo pasa por una tenaz batalla en contra del nosotros en que los demás nos disolvemos; “el nosotros que es ineludible: el momento presente, la suerte común, el talante actual, la mentalidad de tu país, la llave estranguladora de la historia que es tu propio tiempo”.
sábado, 28 de mayo de 2016
domingo, 22 de mayo de 2016
Deslealtad y traición
Me casé con un comunista es una novela con un contexto ubicuo: el ascenso y la locura del macartismo, una ola de odio sistematizado que surgió en la esfera pública pero encontró fuerza de propulsión en la vida privada de los norteamericanos: “Creo que la década posterior a la guerra, digamos entre 1946 y 1956, se perpetraron en Estados Unidos más actos de deslealtad personal… que en cualquier otra época de nuestra historia… ¿Cuándo hasta entonces la deslealtad había sido un estigma en este país y se había recompensado? Durante aquellos años estaba por todas partes, era la transgresión asequible que cualquier norteamericano podía cometer”.
Me casé con un comunista (1998) es la segunda novela de la Trilogía americana de Philip Roth (1933). Un año antes había sorprendido con Pastoral americana y en 2000 daría a conocer La mancha humana. Obras modulares, independientes entre sí; las puede uno leer todas, en orden o no, o bien cualquiera de ellas. La segunda es sin duda la novela que más palmariamente se refiere a la política estadounidense; con todo, la historia principal que relata es la vida íntima de una persona, Ira Ringold, mejor conocido por su nombre artístico, Iron Rinn: “Lo que te amenaza no es el capitalismo imperialista, lo que te amenaza no son tus acciones públicas, lo que te amenaza es tu vida privada”, le advierte a Ira su hermano mayor, Murray. A lo largo de la narración el contrapunto que Roth establece no sólo enfrenta el entablado de la política con el ámbito privado, en varios pasajes reflexiona sobre el lugar del arte, específicamente de la literatura, en la organización sociopolítica: “La política es la gran generalizadora, y la literatura la gran particularizadora, y no sólo están en relación inversa entre ellas, sino en relación antagónica. Para la política, la literatura es decadente, blanda, irrelevante, aburrida, terca, insípida, algo que no tiene sentido y que realmente no debería existir. ¿Por qué? Debido al impulso particularizador en que consiste la literatura… En tanto que artista, el matiz es tu tarea. Tu tarea no consiste en simplificar. Aun cuando decidieras escribir de la manera más sencilla…, la tarea sigue siendo la de aportar el matiz, elucidar la complicación, denotar la contradicción… Permitir el caos, dejarlo entrar. Tienes que dejarlo entrar, de lo contrario, produces propaganda… La literatura inquieta a la organización. No porque esté flagrantemente a favor o en contra, o incluso lo esté de una manera sutil. Inquieta a la organización porque no es general. La naturaleza intrínseca de la particularidad estriba en no amoldarse… La particularización del sufrimiento: he aquí la literatura”.
La novela está plagada de personajes con quienes Roth bosqueja la diversidad cultural que a medio siglo XX presentaba el pueblo estadounidense. Por ejemplo, el señor Prescott, “un negro muy anciano y severo”, absolutamente desencantado de sus congéneres: “Todo cuanto conocemos no se ha desarrollado desde la tiranía de los tiranos, sino desde la tiranía de la codicia, la ignorancia, la brutalidad y el odio de la humanidad. ¡El tirano maligno es cada hombre!” Este mismo pesimista es quien asienta una predicción que va mucho más allá de la Guerra Fría, del siglo XX y de las fronteras de Estados Unidos, y que perfila la vulgarización fulminante que ha experimentado la cultura occidental: “La masa humana, de cualquier color, siempre será insensata, apática, perversa y estúpida. ¡Si alguna vez dejan de ser tan pobres, serán todavía más insensatos, apáticos, perversos y estúpidos!” Más o menos lo mismo avizoraba hace sesenta años el radical Leo Glucksman, cunado amonestó al joven Zuckerman, alter ego de Roth, entonces alumno suyo y aprendiz de escritor: “¿Quieres abrazar una causa perdida? Entonces no luches por la clase trabajadora. A ellos les irá bien. Van a llenar alegremente los depósitos de sus Plymouths. El trabajador nos conquistará a todos, de su necedad fluirá la bazofia que es el destino cultural de este país filisteo. Pronto tendremos en este país algo mucho peor que el gobierno de los campesinos y los obreros, tendremos la cultura de los campesinos y los obreros”.
La estratagema narrativa que emplea Philip Roth para urdir Me casé con un comunista se asienta en una serie de largas conversaciones entre el viejo Murray Ringold y Nathan Zuckerman en torno a la vida de Ira, estrella de radio derribado del cielo de la fama por el macartismo. Murray no sólo relata la tragedia de su hermano Ira, también, junto con Glucksman, es su antagonista: Ira, el artista radiofónico, se mueve por pasión política, mientras que el profesor ofrece a Nathan lecturas estéticas del mundo. Justo desde ese mirador es que Roth plantea el entrecruzamiento entre lo público y lo privado: “La traición es la causante. Piensa en las tragedias. ¿Qué es lo que causa la melancolía, el delirio, el derramamiento de sangre? Otelo, Hamlet, Lear, todos traicionados… Los profesionales que han dedicado sus energías a enseñar las obras maestras, los pocos a quienes aún nos absorbe el escrutinio de las cosas que hace la literatura no tenemos ninguna excusa para encontrar en la traición en cualquier parte… La historia de arriba abajo. La historia mundial, la historia familiar, la historia personal. La traición es un gran tema. Sólo tienes que pensar en la Biblia. ¿De qué trata ese libro? Esaú, los habitantes de Siquem, Judá, José, Moisés, Sansón, Samuel, David, Urías, Job… todos traicionados. ¿Quién traicionó a Job? Pues el mismísimo Dios. Y Dios traicionado. Traicionado por nuestros antepasados en cada oportunidad”.
Philip Roth, por Siegfried Woldhek |
La novela está plagada de personajes con quienes Roth bosqueja la diversidad cultural que a medio siglo XX presentaba el pueblo estadounidense. Por ejemplo, el señor Prescott, “un negro muy anciano y severo”, absolutamente desencantado de sus congéneres: “Todo cuanto conocemos no se ha desarrollado desde la tiranía de los tiranos, sino desde la tiranía de la codicia, la ignorancia, la brutalidad y el odio de la humanidad. ¡El tirano maligno es cada hombre!” Este mismo pesimista es quien asienta una predicción que va mucho más allá de la Guerra Fría, del siglo XX y de las fronteras de Estados Unidos, y que perfila la vulgarización fulminante que ha experimentado la cultura occidental: “La masa humana, de cualquier color, siempre será insensata, apática, perversa y estúpida. ¡Si alguna vez dejan de ser tan pobres, serán todavía más insensatos, apáticos, perversos y estúpidos!” Más o menos lo mismo avizoraba hace sesenta años el radical Leo Glucksman, cunado amonestó al joven Zuckerman, alter ego de Roth, entonces alumno suyo y aprendiz de escritor: “¿Quieres abrazar una causa perdida? Entonces no luches por la clase trabajadora. A ellos les irá bien. Van a llenar alegremente los depósitos de sus Plymouths. El trabajador nos conquistará a todos, de su necedad fluirá la bazofia que es el destino cultural de este país filisteo. Pronto tendremos en este país algo mucho peor que el gobierno de los campesinos y los obreros, tendremos la cultura de los campesinos y los obreros”.
La estratagema narrativa que emplea Philip Roth para urdir Me casé con un comunista se asienta en una serie de largas conversaciones entre el viejo Murray Ringold y Nathan Zuckerman en torno a la vida de Ira, estrella de radio derribado del cielo de la fama por el macartismo. Murray no sólo relata la tragedia de su hermano Ira, también, junto con Glucksman, es su antagonista: Ira, el artista radiofónico, se mueve por pasión política, mientras que el profesor ofrece a Nathan lecturas estéticas del mundo. Justo desde ese mirador es que Roth plantea el entrecruzamiento entre lo público y lo privado: “La traición es la causante. Piensa en las tragedias. ¿Qué es lo que causa la melancolía, el delirio, el derramamiento de sangre? Otelo, Hamlet, Lear, todos traicionados… Los profesionales que han dedicado sus energías a enseñar las obras maestras, los pocos a quienes aún nos absorbe el escrutinio de las cosas que hace la literatura no tenemos ninguna excusa para encontrar en la traición en cualquier parte… La historia de arriba abajo. La historia mundial, la historia familiar, la historia personal. La traición es un gran tema. Sólo tienes que pensar en la Biblia. ¿De qué trata ese libro? Esaú, los habitantes de Siquem, Judá, José, Moisés, Sansón, Samuel, David, Urías, Job… todos traicionados. ¿Quién traicionó a Job? Pues el mismísimo Dios. Y Dios traicionado. Traicionado por nuestros antepasados en cada oportunidad”.
sábado, 14 de mayo de 2016
Parábola del niño que se ahoga
Noche espléndida, calistenia reconfortante y generosa en endorfinas, desayuno delicioso y nutritivo. Nuevo día, nuevas oportunidades, se dijo mientras se rociaba abundantemente la loción sobre la nuca, el cuello y el rostro. A través del ventanal de su recámara observó la nata que permanecía sobre la Ciudad de México como una monstruosa lapa flotante: la panorámica de la contingencia. No pudo reprimir el suspiro con el que la resignación y cierta desazón se manifestaron. Pablo Filipo el de Santa Fe, como quien se despoja de su rango y asume la condición de plebeyo haciéndose uno de tantos, tomó la cartera dejando sobre el buró las llaves del BMW… ¡Sea por todos!, pensó, gustándose a sí mismo por como sonaba la frase, ecologista y solidaria, y salió de su fastuoso PH. El elevador que lo conduciría hasta la PB de la lujosa torre se detuvo a medio trayecto, doce pisos debajo del suyo. La vecina que abordó dio unos obligados buenos días y continuó haciendo lo que hacía: rebuscar en las profundidades de su Hermes matte crocodile birkin…
— ¿Las llaves del coche?
— No, no, ya sabes, el maldito celular. Voy a tener que pedir un Uber porque…
— No sigas: estamos en igualdad de circunstancias: hoy mi auto tampoco circula…, pero, ¡bueno! –y tomó aire para soltar su frase:– ¡Sea por todos!
— ¿Qué? ¡Calla, hombre! No intentes ser políticamente correcto conmigo, que soy una arpía. ¿No te enteras?, llevamos dos días de contingencia ambiental y nada de nada. El Hoy No Circula, ni siquiera doble, no sirve.
— Vecina… ¿Arpía?
— No, no: Antonella, Antonella Cava.
— Pablo Filipo, publicista… —apretón profesional de manos–. Tanto gusto. Mira, Antonella, sacar de circulación algunos autos no elimina los contaminantes que ya están en la atmósfera, no; nada más sirve para que sean menos los que se agreguen a la cochambre voladora.
— Okey, okey, okey, lo entiendo, no estoy tan mensa. Pero, Pablo Filipo, no podrás negar que el Hoy no Circula no es una solución de fondo al problema de la contaminación —sentenció sabionda, y en eso, llegó el elevador al lobby.
— Bueno es que, mira… ¿Hacia dónde vas?
Ambos iban a Polanco, así que, civilizadamente, acordaron compartir el Uber y la maravillosa e insólita experiencia de bajar de Santa Fe en menos de una hora…
— Poco tráfico. Una ventaja más del Hoy No Circula.
— Quizás… Perno no es una so-lu-ción-de-fon-do al problema de la contaminación –insistió Antonella, impostando la voz como la locutora de televisión de quien la noche anterior había escuchado la crítica.
— Permíteme una parábola para tratar de explicar mi postura… –anunció, y el conductor del Uber comprendió que era momento de apagar el radio y pegar oreja—. Un chamaco de unos siete u ocho años de edad, rotundamente gordo, descalzo y en traje de baño, juega botando una pelota playera a unos centímetros de la gran alberca del hotel en el que se hospeda con su familia. Su madre ya se hartó de pedirle que se aleje de la orilla de la alberca; el bodoque no sabe nadar y además es sobradamente torpe. El licenciado Jacinto Mantuerca, padre del rollizo churumbel, ni se ha metido: tumbado en su tumbona, divide su atención, enclenque de por sí y además hoy menguada por la cruda, entre las llamadas que con su celular hace a su oficina, los retos del CandyCrush, su segunda michelada del día y el inagotable paseíllo de féminas en bikini. Pasa entonces lo que desde hacía un rato tenía que pasar: la planta del pie siniestro de Jacintito, el hijo único de Mantuerca, resbala, patina y pierde piso, por lo que entonces el infante da una machincuepa que acaba como acaba toda machincuepa que se respete, en azotón, batacazo sobre el mosaico firme, aunque anegado y por ello resbaladizo, de tal forma que como un gran témpano impasible, se deslizó lenta pero fatalmente hacia las aguas de la alberca. No hubo gritos ni exclamación alguna, suponemos porque el costalazo le sacó todo el aire al niño. Ya en el agua, la masa cárnica de chamaco dejó en un santiamén la superficie y naufragó. Mesurado adecuadamente, aquello duró una eternidad, aunque expresado en unidades objetivas de medida la cosa no pasó de minuto y medio: la madre tomaba el sol a ojos cerrados y escuchando al Sol, Luis Miguel en este caso, con los audífonos bien ajustados y el volumen a tope, mientras el padre, el licenciado ya referido, fingía escribir un mensajito en su cel mientras tomaba fotos a las vacacionistas que a su juicio mostraban las mejores curvas, de modo que ninguno de ellos se levantó a auxiliar a su vástago, sino que fue un mesero avispado quien optó por tirar la bandeja en la que portaba dos piñas coladas y un daikiri para lanzarse al agua y rescatar del fondo de la alberca al infortunado Jacintito. El escuincle entrado en carnes había tragado ya mucha agua, el vital líquido que le llaman, y perdido la conciencia, por lo que fue necesario dar paso al protocolo conocido como reanimación cardio-pulmonar, o erre ce pe, según sus siglas… En tal tarea estaba el acomedido y heróico mesero, tratando de reanimar a Jacintito, cuando un inteligente testigo de todo lo ocurrido se acercó y le dijo: “¡Pero, oiga!, lo que está usted haciendo no es una solución de fondo. Mejor enséñele a nadar al niño”.
Llegaron a Polanco, y un ejército de fieros imecas los seguía esperando.
— ¿Las llaves del coche?
— No, no, ya sabes, el maldito celular. Voy a tener que pedir un Uber porque…
— No sigas: estamos en igualdad de circunstancias: hoy mi auto tampoco circula…, pero, ¡bueno! –y tomó aire para soltar su frase:– ¡Sea por todos!
— ¿Qué? ¡Calla, hombre! No intentes ser políticamente correcto conmigo, que soy una arpía. ¿No te enteras?, llevamos dos días de contingencia ambiental y nada de nada. El Hoy No Circula, ni siquiera doble, no sirve.
— Vecina… ¿Arpía?
— No, no: Antonella, Antonella Cava.
— Pablo Filipo, publicista… —apretón profesional de manos–. Tanto gusto. Mira, Antonella, sacar de circulación algunos autos no elimina los contaminantes que ya están en la atmósfera, no; nada más sirve para que sean menos los que se agreguen a la cochambre voladora.
— Okey, okey, okey, lo entiendo, no estoy tan mensa. Pero, Pablo Filipo, no podrás negar que el Hoy no Circula no es una solución de fondo al problema de la contaminación —sentenció sabionda, y en eso, llegó el elevador al lobby.
— Bueno es que, mira… ¿Hacia dónde vas?
Ambos iban a Polanco, así que, civilizadamente, acordaron compartir el Uber y la maravillosa e insólita experiencia de bajar de Santa Fe en menos de una hora…
— Poco tráfico. Una ventaja más del Hoy No Circula.
— Quizás… Perno no es una so-lu-ción-de-fon-do al problema de la contaminación –insistió Antonella, impostando la voz como la locutora de televisión de quien la noche anterior había escuchado la crítica.
— Permíteme una parábola para tratar de explicar mi postura… –anunció, y el conductor del Uber comprendió que era momento de apagar el radio y pegar oreja—. Un chamaco de unos siete u ocho años de edad, rotundamente gordo, descalzo y en traje de baño, juega botando una pelota playera a unos centímetros de la gran alberca del hotel en el que se hospeda con su familia. Su madre ya se hartó de pedirle que se aleje de la orilla de la alberca; el bodoque no sabe nadar y además es sobradamente torpe. El licenciado Jacinto Mantuerca, padre del rollizo churumbel, ni se ha metido: tumbado en su tumbona, divide su atención, enclenque de por sí y además hoy menguada por la cruda, entre las llamadas que con su celular hace a su oficina, los retos del CandyCrush, su segunda michelada del día y el inagotable paseíllo de féminas en bikini. Pasa entonces lo que desde hacía un rato tenía que pasar: la planta del pie siniestro de Jacintito, el hijo único de Mantuerca, resbala, patina y pierde piso, por lo que entonces el infante da una machincuepa que acaba como acaba toda machincuepa que se respete, en azotón, batacazo sobre el mosaico firme, aunque anegado y por ello resbaladizo, de tal forma que como un gran témpano impasible, se deslizó lenta pero fatalmente hacia las aguas de la alberca. No hubo gritos ni exclamación alguna, suponemos porque el costalazo le sacó todo el aire al niño. Ya en el agua, la masa cárnica de chamaco dejó en un santiamén la superficie y naufragó. Mesurado adecuadamente, aquello duró una eternidad, aunque expresado en unidades objetivas de medida la cosa no pasó de minuto y medio: la madre tomaba el sol a ojos cerrados y escuchando al Sol, Luis Miguel en este caso, con los audífonos bien ajustados y el volumen a tope, mientras el padre, el licenciado ya referido, fingía escribir un mensajito en su cel mientras tomaba fotos a las vacacionistas que a su juicio mostraban las mejores curvas, de modo que ninguno de ellos se levantó a auxiliar a su vástago, sino que fue un mesero avispado quien optó por tirar la bandeja en la que portaba dos piñas coladas y un daikiri para lanzarse al agua y rescatar del fondo de la alberca al infortunado Jacintito. El escuincle entrado en carnes había tragado ya mucha agua, el vital líquido que le llaman, y perdido la conciencia, por lo que fue necesario dar paso al protocolo conocido como reanimación cardio-pulmonar, o erre ce pe, según sus siglas… En tal tarea estaba el acomedido y heróico mesero, tratando de reanimar a Jacintito, cuando un inteligente testigo de todo lo ocurrido se acercó y le dijo: “¡Pero, oiga!, lo que está usted haciendo no es una solución de fondo. Mejor enséñele a nadar al niño”.
Llegaron a Polanco, y un ejército de fieros imecas los seguía esperando.
domingo, 8 de mayo de 2016
Nuestra señora de los buenos libros
La advocación mariana de los Buenos Libros fue difundida por los Capuchinos, religiosos descalzos de la orden de San Francisco que siempre se han distinguido por el cultivo de la espiritualidad, el arte y el intelecto a través de la lectura. Es por ello que dicha devoción, pareja a la de la Virgen de la Sabiduría, tiene fuerte raíz intelectual y es tomada, tanto para el patrocinio de estudiantes y lectores, como, desde fechas más recientes, para el patronazgo de escuelas de biblioteconomía y documentación.Su origen, según la tradición, se encuentra en un romance anónimo fechado en el siglo XVII: "Todo el amparo, Señora, de mi libro en ti le libro, pues eres libro en quién Dios enquadernó sus prodigios. Si al que es vida le ceñiste en tu virgen pergamino, ya libro eres de la vida; vida has de ser de los libros".En la iglesia murciana de los Capuchinos se veneran las últimas obras documentadas de Juan González Moreno; una de ellas es la Virgen de los Buenos Libros (1976) y otra San Francisco de Asís (1980), santo titular de la congregación religiosa. Ambas tallas presentan una gran calidad, visten el hábito capuchino y comparten la esquematización de los paños, el naturalismo anatómico y la levedad en la aplicación del color que permite ver al espectador las vetas de la madera, lo que supone otra admirable fusión artística del escultor murciano, todo un experto en su madurez a la hora de conjugar el rutilante barroquismo de la imaginería clásica con las corrientes más austeras impuestas por las vanguardias del arte sacro, muy en boga por aquellos años.María, representada de pie y descalza, es hierática, estilizada y majestuosa. El juvenil semblante queda enmarcado por partida cabellera de la que se escapa un afilado mechón que cae en ondas sobre el pecho. Para romper un tanto la moderna verticalidad, el autor introduce cierto vuelo en la capucha hacia el lado derecho, así como ligeras curvaturas del hábito a la hora de cubrir el hombro izquierdo, aunque no llega a redondear del todo los contornos ni a jugar con los pliegues para no perder la concepción lisa y aristada de la figura.No obstante, el elemento más novedoso de la composición lo constituye el libro que porta la Virgen entre sus finas manos, en alusión a su advocación, y del que emerge una candorosa figura de Jesús Niño desnudo para simbolizar la ejemplaridad de su contenido y la omnipresencia de Cristo en la vida de María, tanto en su designio divino de corredentora del pueblo cristiano como en los aspectos cotidianos de su existencia terrena.
Fuente: LA OBRA DE JUAN GONZÁLEZ MORENO (XI) VIRGEN DE LOS BUENOS LIBROS - MURCIA
sábado, 7 de mayo de 2016
Una de gringos
Es fastuosa la capacidad que tienen los gringos para convertir todo en espectáculo. Se puede comparar a su habilidad para reducir la vida social a un asunto de negocios. Quizá su vida pública podría expresarse en dos palabras: show business, o mejor, en una sola: showbiz. Considerando lo anterior uno puede dilucidar en buena medida la fascinación que ha logrado despertar un personaje tan monstruoso como Donald Trump. ¿Pero qué ocurre tras las bambalinas, tras los mostradores? ¿Quiénes son los consumidores? Para entender verdades profundas, nada mejor que un arsenal de mentiras, la novela. Ahora que el proceso electoral encaminado a definir los candidatos presidenciales demócrata y republicano ha despertado tanto interés —por no tildar de morbosidad—, aprovecho el ansia de entender al pueblo norteamericano para recomendar la lectura de un extraordinario retablo narrativo: la Trilogía americana, de Phip Roth.
A lo largo de medio siglo, Philip Roth se dedicó a escribir todos los días durante varias horas: “Cada mañana durante 50 años, me enfrenté a la página siguiente sin defensas y sin preparación. Escribir para mí fue una proeza de autoconservación. Si no lo hubiera hecho, habría muerto. Así que lo hice. La obstinación, no el talento, me salvó la vida. También fue que tengo la buena suerte de que la felicidad no me importa, y que no siento compasión por mí mismo… Quizá la escritura me protegió de una peor amenaza” (Sunday Book Review, NYT; marzo 2 de 2014). El resultado fue que, entre 1959 y 2010, Roth publicó 31 libros. Empleo el pretérito porque en noviembre de 2012, en una entrevista con la revista francesa Les Inrockuptibles, el novelista estadounidense anunció que ya no sentía deseos de seguir produciendo. Desafortunadamente, no ha cambiado de resolución: después de Némesis (Mondadori, 2012), no ha publicado nada nuevo. A Alison Flood de The Guardian le contó que ahora camina, nada, ve películas y juegos de béisbol, lee y platica con amigos: “Apenas me queda tiempo para seguir preocupándome por el envejecimiento, la escritura, el sexo y la muerte. Al final del día termino fatigado”.
Philip Milton Roth nació en Newark, New Jersey, en 1933. Su primer libro, Goodbye, Columbus, una compilación de narraciones, data de 1959; llegó exigiendo un sitio en la litreratura contemporánea de Estados Unidos —obtuvo el National Book Award for Fiction—. Seguirían varias antologías más de cuentos y sus primeras novelas. Luego, con My Life as a Man (1974), un rompecabezas de narraciones entrecruzadas, dio vida al alter ego que lo acompañará durante muchos años, el escritor Nathan Zuckerman, quien aparecerá en nueve de sus novelas. Alguna vez Ruth trató de explicar su relación con Zuckerman, un personaje que asume los roles de protagonista y narrador. “Todo el arte es suplantación, ¿cierto? Ese es el don fundamental de la novelística. Zuckerman es un escritor que quiere ser médico haciéndose pasar por un pornógrafo. Yo soy un escritor que escribe un libro para hacerse pasar por un escritor que quiere ser médico haciéndose pasar por un pornógrafo, que luego… finge que es un crítico literario. Mi vida es crear una falsa biografía; conectar una existencia medio imaginaria con el teatro real de mi vida”.
Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana, de 1997, 1998 y 2000, respectivamente, integran la Trilogía americana. En todas ellas Philip Ruth recurre Nathan Zuckerman, quien toma parte incidental en las historias y asume la voz de narrador. Es posible conseguirlas y leerlas por separado, o bien como un conjunto, en el mismo orden en que fueron publicadas. Hay una excelente edición del Círculo de Lectores de Galaxia Gutenberg (2011) que compila la tercia en un solo volumen de más de 1,200 páginas.
Pastoral americana —Premio Pulitzer 1998— cuenta la historia de un judío triunfador, un hombre perfectamente adaptado al sistema, Seymour ‘El Sueco’ Levov. Super atleta, buen estudiante, chico bien portado, héroe del vecindario, luego de escalar a las delicias de la clase media alta, el personaje se desbarrancará a partir de 1968 debido a un caudal de calamidades sobre el cual va montada su propia hija —“La hija que le llevaba fuera de la ansiada pastoral americana para conducirle a cuanto era su antítesis y su enemigo, a la furia, la violencia y la desesperación…”—. La debacle obligará al Sueco a descorrer el velo de la sociedad estadounidense de la posguerra —“Había creído que casi todo era orden y que el desorden ocupaba sólo un espacio pequeño. Lo había entendido al revés”—, así como a tener que aceptar que, realmente, no conoce a ninguno de sus conciudadanos: “Penetrar en el interior del prójimo era una habilidad… que el Sueco no poseía… A quien presentaba los signos de bondad lo tomaba por bueno; a quien presentaba los de la lealtad lo tomaba por leal… Y por eso no había podido ver el interior de su hija, de su esposa… y probablemente ni siquiera había empezado a ver su propio interior. ¿Qué era él, despojado de todas las señales que emitía? La gente estaba en pie por todas partes gritando: ‘¡Éste soy yo! ¡Éste soy yo!’. Cada vez que uno les miraba, se levantaban y le decía quién era, y a decir verdad no tenían más idea que él de qué o quiénes eran. También creían en las señales que emitían. Deberían estar de pie y gritar: ‘¡Éste no soy yo! ¡Éste no soy yo!’” La apariencia de la sociedad candorosa norteamericana se puede resquebrajar muy fácilmente para dejar ver sus monstruos y a los fanáticos de sus monstruosidades.
Philip Roth (2011), por Oscar Mitt -Giclée on canvas– |
Philip Roth, por Izhar shkedi |
Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana, de 1997, 1998 y 2000, respectivamente, integran la Trilogía americana. En todas ellas Philip Ruth recurre Nathan Zuckerman, quien toma parte incidental en las historias y asume la voz de narrador. Es posible conseguirlas y leerlas por separado, o bien como un conjunto, en el mismo orden en que fueron publicadas. Hay una excelente edición del Círculo de Lectores de Galaxia Gutenberg (2011) que compila la tercia en un solo volumen de más de 1,200 páginas.
Pastoral americana —Premio Pulitzer 1998— cuenta la historia de un judío triunfador, un hombre perfectamente adaptado al sistema, Seymour ‘El Sueco’ Levov. Super atleta, buen estudiante, chico bien portado, héroe del vecindario, luego de escalar a las delicias de la clase media alta, el personaje se desbarrancará a partir de 1968 debido a un caudal de calamidades sobre el cual va montada su propia hija —“La hija que le llevaba fuera de la ansiada pastoral americana para conducirle a cuanto era su antítesis y su enemigo, a la furia, la violencia y la desesperación…”—. La debacle obligará al Sueco a descorrer el velo de la sociedad estadounidense de la posguerra —“Había creído que casi todo era orden y que el desorden ocupaba sólo un espacio pequeño. Lo había entendido al revés”—, así como a tener que aceptar que, realmente, no conoce a ninguno de sus conciudadanos: “Penetrar en el interior del prójimo era una habilidad… que el Sueco no poseía… A quien presentaba los signos de bondad lo tomaba por bueno; a quien presentaba los de la lealtad lo tomaba por leal… Y por eso no había podido ver el interior de su hija, de su esposa… y probablemente ni siquiera había empezado a ver su propio interior. ¿Qué era él, despojado de todas las señales que emitía? La gente estaba en pie por todas partes gritando: ‘¡Éste soy yo! ¡Éste soy yo!’. Cada vez que uno les miraba, se levantaban y le decía quién era, y a decir verdad no tenían más idea que él de qué o quiénes eran. También creían en las señales que emitían. Deberían estar de pie y gritar: ‘¡Éste no soy yo! ¡Éste no soy yo!’” La apariencia de la sociedad candorosa norteamericana se puede resquebrajar muy fácilmente para dejar ver sus monstruos y a los fanáticos de sus monstruosidades.