sábado, 3 de septiembre de 2016

La medida de todas las cosas

“El hombre es la medida de todas las cosas” —por favor noten que entrecomillé el pensamiento ajeno y que, lo que es más decente, explicitaré enseguida el nombre de la persona a quien se atribuye el juicio:—, sentenció hace ya más de dos mil cuatrocientos años un tal Protágoras, un señor que al parecer nació en Abdera, una polis localizada en la costa de Tarcia. Si hemos de creer lo que más de cuatro siglos después reportó Sextus Empiricus (c. 65 – c. 140), Protágoras escribió Discursos demoledores, tratado en el que afirmó: “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, de las que no son en cuanto que no son”. Platón y luego Aristóteles recuerdan a Protágoras; por el primero sabemos que Sócrates, su coetáneo, lo respetaba, mientras que el polímata de Estagira dedicó algunos párrafos de su Metafísica a la referida sentencia protagórica: “… Protágoras pretendía que el hombre es la medida de todas las cosas, lo cual quiere decir simplemente que todas las cosas son en realidad tales como a cada uno le parecen”. Es decir, en su exégesis posiciona al de Abdera como un relativista, para luego reprenderlo: “Si así fuera, resultaría que la misma cosa es y no es, es a la vez buena y mala, y que todas las demás afirmaciones opuestas son igualmente verdaderas, puesto que muchas veces la misma cosa parece buena a éstos, mala a aquéllos, y que lo que a cada uno parece es la medida de las cosas”. A saber si eso haya querido afirmar Protágoras —aunque es la misma lectura que, según se lee en el diálogo platónico Teeteto, censuró Sócrates—, porque quizá al mentar al hombre no se refería a un fulano en particular, sino a todos nosotros, la especie, hombres y mujeres, los sapiens, en cuyo caso la interpretación sería otra. Por ejemplo, que el mundo es la realidad humanizada y por tanto, que el hombre es, efectivamente, la medida de todo: el antropocentrismo que caracteriza a Occidente desde el Renacimiento, pues.

Como se sabe, Protágoras, por educar, cobraba —por eso era tachado de sofista—. Pero entre los socráticos también hubo quien se interesó por su peculio: en su libro Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres —un imprescindible escrito en siglo III—, Diógenes Laercio sostiene que Aristipo de Cirene “fue el primer discípulo de Sócrates que enseñó filosofía por estipendio”. Quizá no fue mala idea, porque se supone que el africano —Cirene estaba en Libia— murió muy viejo (435 a. C. - 350 a. C.), y eso que, si fue congruente, seguro le dio vuelo a la hilacha, puesto que aducía que la felicidad estaba en el placer, y no en cualquiera, sino especialmente en el mejor de todos, el corporal: “Los deleites del cuerpo son muy superiores a los del ánimo, y muy inferiores las aflicciones del cuerpo a las del ánimo”. 

Otro mercenario, Marcus Vitruvius Pollio (c. 80-70 a. C. – 15 a. C.) —cobró muchos dinares como arquitecto del mismísimo Julio César—, cuenta en el libro sexto de su De Architectura —escrito entre el 27 y 23 a.C.— una historia protagonizada por el de Cirene: “El filósofo Aristipo, discípulo de Sócrates, víctima de un naufragio, fue arrojado a las costas… y al advertir unas figuras geométricas dibujadas en la arena, cuentan que gritó a sus compañeros ‘Tengamos confianza, pues observo huellas humanas.’” Ciertamente, el mar los había tirado en un sitio habitado, nada menos que en Rodas. “Enseguida se dirigió a la ciudad… y se encaminó directamente hacia el gimnasio. Allí empezó a discutir sobre temas filosóficos y fue objeto de numerosos regalos que no solamente le sirvieron para equiparse él, sino que también suministró a sus compañeros vestidos y todo lo necesario para vivir”. Esta pequeña historia ha dado pie a numerosas reflexiones en torno al mundo de los hombres, en oposición a la Naturaleza. Debe destacarse un ensayo: Huellas en la playa de Rodas, de Clarence J. Glacken (Serbal, 1996). La guía discursiva del libro se halla en tres preguntas persistentes en el pensamiento occidental: “¿Es la Tierra un entorno adecuado para el hombre y otras formas de vida, una creación hecha a propósito? ¿Tienen sus climas, su relieve, la configuración de sus continentes una influencia en el carácter moral y social de las personas, una injerencia en la cultura humana? En su larga permanencia de la tierra, ¿de qué manera ha cambiado el hombre la condición prístina del la Tierra?”

¿Hacia a dónde apuntan hoy las respuestas? Una pista certera se encuentra en el aludido libro de Marcus Vitruvius Pollio, De Architectura, en cuyo Libro III establece el “origen de las medidas de los templos”, para lo cual define las proporciones ideales del cuerpo humano: “Es imposible que un templo posea una correcta disposición si carece de simetría y de proporción, como sucede con los miembros o partes del cuerpo de un hombre bien formado”. Y podríamos consignar aquí todas las correspondencias —v.g.: “Desde el mentón hasta la base de la nariz, mide una tercera parte de la altura del rostro”—, pero para qué, si ya un genio realizó el trabajo: en 1490 Leonardo Da Vinci dibujó el “Hombre de Vitruvio”, siguiendo al pie de la letra aquellas instrucciones. Cuesta pensar que mientras lo hacía no tuviera el aforismo de Protágoras en mente.



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