jueves, 27 de abril de 2017

3076 años

…ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie,
quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe.
Éxodo, 21: 24-25


Persia, desde 1979 —hace cosa de nada—, es la República Islámica de Irán. Irán ocupa hoy la mayor parte de la franja de tierra que hay entre el mar Caspio y el golfo Pérsico. Al suroeste de Irán, muy cerca de la frontera con Irak, se halla Sush; ahí viven actualmente alrededor de setenta mil personas. A las afueras de la pequeña ciudad, se encuentra el sitio arqueológico de Susa. “Las ruinas… ocupan una extensión considerable, pero casi no queda nada de ellas, a excepción de algunas piedras de base y los contornos de algunas estructuras. Su estrato original… era la capital de un pequeño estado que luchó por sobrevivir como entidad independiente… Susa fue conquistada por los acadios alrededor del año 2300 a. C. Posteriormente, aunque logró escapar del expansionismo de Sargón el Grande…, fue conquistada nuevamente, primero por los sumerios y finalmente por Elam, que alrededor del año 2000 a. C. la convirtió en una ciudad completamente elamita…” (Zeeshan Khan, Right to Passage, SAGE, India, 2016).


A mediados del siglo VII a. C., Susa era el corazón de Elam. Unos ochocientos kilómetros al noroeste de ahí se localizaba Nínive, centro neurálgico del imperio asirio y, en aquel momento, la ciudad más grande y desarrollada del mundo. En 653 a. C., el rey asirio Asurbanipal, harto de las revueltas de los elamitas, por entonces aliados con Babilonia, organizó una expedición punitiva. En la batalla de Til-Tuba, sucedida en las orillas del río Ulai —hoy Karkheh—, los asirios masacraron a sus enemigos. Cinco años después, al frente de sus huestes Asurbanipal llegó hasta Susa. Dos milenios y medio más tarde, el arqueólogo Henry Austin Layard encontró en las ruinas de Nínive un prisma en el que Asurbanipal relata:
Susa, la gran ciudad santa, morada de sus dioses, sede de sus misterios, conquisté por orden de Asur e Ishtar. Entré en sus palacios, encontré sus tesoros…, plata y oro, bienes y riquezas de Sumeria, Acadia y Babilonia que los reyes de Elam habían pillado… Destruí el zigurat de Susa. Rompí sus brillantes cuernos de cobre. Reduje los templos de Elam a nada; sus dioses y diosas dispersé a los vientos. Destruí las tumbas de sus reyes… Devasté las provincias de Elam y en sus tierras sembré sal(The Royal City of Susa: Ancient Near Eastern Treasures in the Louvre, 1992).
En efecto, los asirios borraron Susa de la faz de la tierra. En breve lo mismo le pasaría a Nínive: en 612 a. C., Nabopolasar, comandando un contingente de babilonios, cimerios, escitas y medos, arrasó la capital asiria…, para siempre. En cambio, un siglo más tarde Susa reaparecerá en los mapas, porque los persas la reconstruyeron para convertirla en la segunda ciudad más importante en el Imperio aqueménida. Darío el Grande (549-486 a. C.) erigió en Susa su palacio y residencia principal. Poco duraría el control persa: en 330 a. C., el joven macedonio Alejandro Magno atacó y saqueó la ciudad, sacando cuarenta mil talentos de oro y plata de su tesoro. 

Posteriormente, Susa formó parte de los imperios seléucida y parto. Ya en nuestra era, en 116, Marco Ulpio Trajano, primer emperador romano nativo de Iberia, conquistó Susa. Hacia oriente, los romanos nunca avanzarían más allá, y Trajano jamás volvería a pisar su pueblo natal —Itálica, muy cerca de Sevilla—; apenas tendría tiempo de regresar a Roma para morir.

Aunque Susa fue perdiendo importancia política y ganando tranquilidad cotidiana, aún habría de sufrir dos saqueos y destrucciones totales: en 638, por parte de los ejércitos musulmanes del califato de Umar-ibn al-Jattab, y la segunda, en 1218, a cargo de los mongoles de Gengis Kan. En el siglo XV, el sitio estaba prácticamente deshabitado, y a mediados del siglo XIX ya no quedaba ahí ni su recuerdo.

En 1851, William Loftus logró identificar las ruinas localizadas en Sush como la antigua ciudad de Susa. Pero fue hasta 1901, décadas después de la primera ola de rapiña arqueológica, que el francés Jacques de Morgan halló un tesoro de inigualable valor universal, oculto ahí durante 3076 años: una pieza de diorita de más de dos metros de altura que había escapado de la avidez de textos de Asurbanipal y de Alejandro Magno, de la codicia de los romanos, y de la fiereza de musulmanes y mongoles: ¡la estela original del Código de Hammurabi!


¿Qué hacía en Susa la piedra en la que el rey Hammurabi de Babilonia ordenó que se escribieran sus leyes unos 1750 años a. C.? El responsable fue un tal Shutruk-Nahhunte, rey de Elam y fundador de la dinastía Shutru (1185–1155 a. C.). Sabemos hoy de él por el rastro que dejó tanto en la literatura babilonia como en una serie de inscripciones elemitas. “Consolidó su dominio sobre Elam, recorriendo el país y recabando todas las estelas a su paso. Parece haber tenido una pasión especial por esos monumentos, que resguardó en Susa con un registro de cada adquisición. Lanzó un ataque cuidadosamente preparado contra Babilonia, conquistó Sippar ... Entonces tomó Kish y Babilonia… Regresó con un gran botín, incluyendo algunos de los más ilustres monumentos babilonios, estelas de Manishtusu y Naram-Sin de Acadia, así como la gran piedra inscrita con las leyes de Hammurabi” (Gwendolyn Leick, Who's Who in the Ancient Near East. Routledge, 2002). 

Hoy el Código de Hammurabi se exhibe en el Museo de Louvre. ¿Algún día alguien encontrará la estela en las ruinas de París?

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