sábado, 22 de abril de 2017

El primer libro

De su puño y cuñas, en arcilla y con caracteres cuneiformes, hace más de dos mil seiscientos años, un tal Asurbanipal, dejó dicho:
Yo, Asurbanipal, en el palacio, entendí la sabiduría de Nabu. El arte de la escritura de todo tipo… Leí las sabias tablillas de Sumeria y la oscura lengua acadia…; obtuve mi placer leyendo piedras inscritas antes del diluvio. Lo mejor del arte del escribano, obras que ninguno de los reyes que me precedieron había aprendido, remedios desde la cima de la cabeza hasta las uñas de los pies, selecciones no canónicas, enseñanzas inteligentes…, escribí en tabletas, revisé y clasifiqué, y deposité en mi palacio para leer y leer.
Asurbanipal, el declarante, reinó Asiria en su auge. Fue el último gran jerarca de su dinastía. Murió en 627 a.C., tras haber gobernado 41 años. Con todo, tiempo y tino tuvo para hacerse de una fama que trascendería su mundo, entre otras cosas por haber erigido y dejado ricamente surtida la biblioteca de Nínive —no en balde, el personaje mentado en el primer enunciado de la cita, Nabu, fue nada menos que el dios de la sabiduría y de las artes de la lecto-escritura, tanto para los asirios como para los babilonios—. Se dice que, unos tres siglos más tarde, Alejandro Magno idearía la construcción de su gran biblioteca inspirado en el recuerdo de la gran colección de textos de Ashurbanipal.

John Martin, Fall of Nineveh 
Cuando Asurbanipal reunió su enorme colección de textos mesopotámicos —llegó a tener cerca de treinta mil tablillas—, Nínive, aunque milenaria, era capital del imperio asirio desde hacía solamente una centuria. El gran palacio y los acueductos habían sido construidos por el abuelo de Asurbanipal, el rey Senaquerib, hijo y sucesor de Sargón II. Desgraciadamente para el pueblo asirio, el esplendor de la ciudad fue efímero: las huestes babilonias del caldeo Nabopolasar, apoyadas por los fieros cimerios, grupos de escitas mercenarios y los medos del rey Ciáxares, habrían de atacarla durante el verano de 612 a.C. Luego de tres meses de sitio, los invasores arrasaron Nínive. La devastación de la que en ese momento era la ciudad más grande y desarrollada de todo el mundo fue total: sólo quedaron ruinas dispuestas para el olvido —poco más de doscientos años más tarde, cuando pasa por ahí, Jenofonte describe en su Anábasis los vestigios de la muralla de una ciudad a la que se refiere, erróneamente, como Mespila—.

Tablet V of the Epic of Gilgamesh.
Durante 2459 años Nínive permaneció enterrada, perdida para la historia e imposible de localizar en ningún mapa. Pero un buen día de 1839 ocurrió que un joven británico de futuro prometedor y familia acomodada salió de viaje, en principio rumbo a Ceilán —hoy Sir Lanka—, pero en medio del camino se topó con el Imperio Otomano, y ahí con la que sería la pasión de toda su vida, la arqueología. Su nombre, Austen Henry Layar (1817-1894), hay que recordarlo porque fue él quien, en 1847, desenterró, en las afueras de la ciudad de Musul —hoy en suelo iraquí y en disputa con el Estado Islámico de Irak y el Levante— la ruinas de Nínive, y en concreto, en el montículo Kouyunjik, el palacio del rey Senaquerib y la biblioteca de Asurbanipal. Luego, tocaría en suerte a su compañero y amigo, el arqueólogo caldeo Hormuzd Rassam (1826-1910), encontrar en las ruinas de la biblioteca asiria cierto grupo de tablillas que, según habría de descifrar poco tiempo después el asiriólogo londinense George Smith (1840-1876), contenían nada menos que la narración más antigua de la que la humanidad guarde registro: La epopeya de Gilgamesh. En efecto, en 1872 Smith publicó la traducción de la que hoy se conoce como undécima tablilla del poema, en la que refiere el antiquísimo mito del Diluvio Universal. Claro, la Cristiandad se le fue encima, mientras que buena parte de la comunidad científica internacional lo glorificó. No fue necesario que Smith tuviera que aprender a vivir como un hombre famoso: en su última expedición a Siria, a la edad de 36 años, la muerte lo alcanzó en Ikisji, un pequeño poblado ubicado a unos cien kilómetros al noreste de la ciudad de Alepo.

Ni Asurbanipal ni Alejandro Magno hubieran logrado imaginar los tamaños de la inmensa biblioteca que alberga hoy día la world wide web. Acabo de encontrar en línea La epopeya de Gilgamesh en un documento pdf, editado por Raúl Berea Núñez. Lo destacable del hallazgo, además de la buena factura de la edición, es que se trata de la versión en español de un catalán sapientísimo, Agustí Bartra i Lleonart -me parece que Plaza y Janés publicó este texto a principios de los años 70 del siglo pasado-. Agustí nació en Barcelona en 1908 y falleció en Terrassa, Cataluña, en 1982. Participó en la Guerra Civil Española, peleando por el bando que la perdió, así que en 1939 salió exiliado. Luego de pasar algún tiempo en República Dominicana y Cuba, él y su esposa fijarían residencia en México -cosa que hay que agradecer: él y la escritora Anna Murià i Romaní procrearon una de las mentes más preclaras de este país, el sociólogo Roger Bartra Murià (Ciudad de México, 1942)-. Antecede a la Epopeya de Gilgamesh un lúcido prólogo de Bartra, que no tiene pierde; ahí, afirma: “Todos los temas básicos del hombre en el mundo están presentes en el poema, y de ahí su trascendencia y palpitación”. No agrego más que seis palabras: si no lo has leído, procede.

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