sábado, 8 de abril de 2017

Bagdad, corazón de Occidente

Usted y yo vivimos en un mismo continente civilizatorio: Occidente, un entramado de componentes simbólicos y materiales compartidos en las sociedades europeas y de origen europeo; esto es, en el Viejo Continente y también las sociedades hegemónicas asentadas en América, Oceanía, Sudáfrica e Israel. Occidente se distingue del budismo, de lo africano, del Islam…; en él no caben el chamán rarámuri ni la burka con que deben cubrirse el rostro las mujeres en Kabul, tampoco el sistema de castas hinduista, las lenguas bantúnes subsaharianas, la pagoda de An Quang ni la dieta inuit de los esquimales… Occidental no es lo nativo, lo autóctono, lo indígena, lo aborigen… Obvio: lo oriental es distinto a Occidente.

Dos tradiciones sustentan Occidente: la bíblica-cristiana y la greco-romana, así que sus orígenes geográficos se localizan en tierras aledañas al Mediterráneo, desde el mar de Tirreno hasta el Levante, incluyendo el mar Egeo. Es un medio arco que, desde el punto más austral del Golfo de Áqaba, se abre hacia noroeste, pasa por la Ática y llega hasta la península ibérica.



La tradición bíblica-cristiana tiene raíces profundas en Medio Oriente. La narrativa fundacional de Abraham inicia en Ur, una ciudad que efectivamente existió en Sumeria. Haya o no sido escrito por Moisés, el Pentateuco —libro venerado por todas las religiones abrahámicas— recupera varios relatos mitológicos de la antigua Mesopotamia —por ejemplo, el Diluvio Universal, una historia que aparece ya en el Poema de Gilgamesh y en el Génesis de Eridu—.

Por su parte, el esplendor del cimiento griego tuvo lugar en Atenas, durante el Siglo de Pericles. El período fue etiquetado así en referencia al liderazgo del estratega que comandó la victoria helena contra los persas en 479 a.C., y quien gobernó al Imperio Ateniense del 461 al 429 a.C. Pero la luz que emana el genio griego desde entonces tiene poco que ver con las armas…

Una chispa en la historia: en muy poco tiempo y en un territorio restringido, sucedió una portentosa revolución cognitiva: el logos se inmiscuyó en todo y tomó las riendas. Un puñado de seres humanos enarboló el postulado de que el universo es racional y comprensible, y dado que el hombre es un ser racional, podemos y debemos comprender el mundo, incluidos nosotros mismos. Eso mismo defendieron Hipócrates en cuanto al cuidado del cuerpo, Heródoto en el ámbito del resguardo de la memoria colectiva, Fidias en el de la escultura, los dramaturgos Esquilo, Sófocles, Aristófanes y Eurípides en el del pensamiento narrativo… Pero el gran protagonista de la Época Dorada griega fue sin duda un filósofo.

Informa el tuerto Timón el Silógrafo de Fliunte (c. 320-230 a.C.) —quien según Antígono de Gónatas, rey de Macedonia, fue un tipo demasiado beodo y poco ecuánime—, que el padre de Sócrates, un señor llamado Sofronisco, se ganaba la vida como cantero. En cuanto a la madre, en el diálogo Teeteto de Platón, el propio Sócrates afirma que era partera. El caso es que nació en el 470/469 a.C. en el demo ateniense de Alopece, y moriría setenta años después autoejecutado vía ingesta de cicuta. Sin traer a cuento pormenores, digamos que el hijo de Fainarate y Sofronisco fue el primer filósofo: logos “antes de Sócrates significaba simplemente charla, palabra; pero… a partir de él tiene en toda la filosofía un sentido que primordialmente es la razón que se da de algo…” (Manuel García Morente, Obras completas, II. Anthropos, 1996).

La fuerza del logos fue enseñanza bien aprendida y desarrollada hasta alturas ideales por el mejor alumno de Sócrates, Platón (427-347 a.C.). 43 años menor que su maestro, el también ateniense —aunque hay quien sostiene que fue isleño, natural de Egina— fundó una escuelita, la Academia, que perduraría casi un milenio, en la que tuvo a su vez aprendices, de entre los cuales, indiscutiblemente, quien resultó más ducho fue un forastero.

Aristóteles (384-322 a.C.) nació en Estagira, ciudad ubicada al sur de Macedonia, en la costa noroeste de la península de Calcidia. Nicómaco, su padre, era médico y cercano a Amintas II de Macedonia. Durante toda su juventud y primera vida adulta, de los 18 a los 37 años, residió en Atenas, aprendiendo de Platón. Según Diógenes Laercio (Vida de los filósofos ilustres), “tenía las piernas delgadas”, condición que no impidió que le gustara filosofar caminando, de ahí que le apodaran el Peripatético. No es ocasión detallar la obra del estagirita. El hilo del relato requiere sólo que recordemos quién fue su alumno más afamado: a diferencia de Sócrates, quien le pasó la estafeta a Platón y éste a él mismo —de filósofo a filósofo a filósofo—, Aristóteles tuvo un pupilo guerrero.

Contratado por el rey Filipo II, alrededor del 343 a.C., Aristóteles fue tutor del joven Alejandro III de Macedonia, quien jamás superaría la juventud pero en cambio sí lograría agenciarse el epíteto de Magno —Μέγας Αλέξανδρος— luego de haber conquistado todo su mundo y más allá.


Entre 335 y 324 a.C., Alejandro logró el control de todas las polis helénicas, conquistó Egipto, Asia Menor, el poderoso Imperio Persa, Asia Central y llegó a las puertas de la India. De vuelta de sus remotas campañas, se instaló en el palacio de Nabucodonosor II y decretó que Babilonia fuera la capital de su enorme imperio. Entonces, la que sería la civilización occidental se había expandido hacia el oriente del Mediterráneo y tenía por capital la ciudad que actualmente es Bagdad. ¿Cómo sería hoy el mundo si la muerte no hubiera tomado por sorpresa a Alejandro Magno el día 10 de junio de, sin haber cumplido 33 años de edad? Difícilmente usted y yo nos consideraríamos occidentales.

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