sábado, 10 de marzo de 2018

Serendipia

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Belief in the causal nexus is superstition.

Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus





Catapulta onírica y serendípica: una mañana de 1764, un aristócrata londinense despertó con un recuerdo truncado, aunque vivido, de lo que había soñado: “… me había visto a mí mismo en un antiguo castillo. En la baranda superior de una enorme escalera vi una mano gigantesca enfundada en una armadura. Ese mismo día, al anochecer, me senté y comencé a escribir, sin saber en lo absoluto qué era lo tenía intención de decir o relatar”. Dos meses después, aquel hombre puso punto final a El castillo de Otranto; estaba inaugurando el subgénero literario de terror gótico. Desde el subtítulo de la novela el autor embaucaba: A Story. Translated by William Marshal, Gent. From the Original Italian of Onuphrio Muralto, Canon of the Church of St. Nicholas at Otranto. Y en el prefacio de la primera edición, la quimera se cimentaba informando a los lectores que la obra —ésa que supuestamente había traducido el tal William Marshal— provenía de un manuscrito de 1529 recientemente descubierto en la biblioteca de “una antañona familia católica del norte de Inglaterra”, en el cual se recogía una historia escrita en Italia entre 1095 y 1243. Establecido el origen misterioso, el pretendido traductor incluso enjuiciaba el texto: “No hay grandilocuencia, símiles, florituras, digresiones o descripciones innecesarias. Cada elemento tiende directamente a la catástrofe”. Eruditos y reseñistas se tragaron el cuento, al igual que el público, y la novela resultó un éxito comercial… Ese mismo año, en la segunda edición, el autor ya no etiquetaba su libro como una historia, sino como una historia gótica, y además se descubría, dando a conocer su verdadero nombre: Horace Walpole.

Horace Walpole (1717-1797) se dedicaba a vivir bien, a la historia del arte, al coleccionismo y a la arquitectura… Adinerado, ilustrado e inteligente, además de escribir El castillo de Otranto, fiel a su rol de hombre de letras dieciochesco, se carteaba con muchas personas —se conservan más de tres mil misivas de su puño y letra—. En una epístola fechada el 28 de enero de 1754 le cuenta a su tocayo Horace Mann —embajador británico ante la corte de Florencia—, que accidentalmente había hecho un gran hallazgo mientras trabajaba en la curaduría de una pintura de Bianca Cappello (1548-1587), amante y luego segunda esposa de Francisco I de Medici, realizada por el italiano Giorgio Vasari (1511-1574): al tratar de encontrar en un viejo tratado de heráldica un escudo de los Medici, se topó con el de los Cappello…
Así que más que accidental, resulta más certero decir que el encuentro heráldico fue fortuito —la palabra fortuito viene del latín fortuitus, “inesperado, que sucede por casualidad”, y tiene dos componentes léxicos: fortuna (suerte) y el sufijo -ito (pequeño)—. Además de contar la anécdota, la denominaba: “este descubrimiento ha sido casi como de los que yo llamo de serendipia, una palabra muy expresiva…” En el mismo texto Walpole explica el origen de su neologismo: “El descubrimiento es, realmente, de la clase que yo denomino serendipity, una palabra muy expresiva, que como no tengo nada mejor que contarte, procedo a explicar… Una vez leí un tonto cuento de hadas llamado Los tres príncipes de Serendipia. A medida que sus altezas viajaban estaban siempre haciendo descubrimientos, por accidente y sagacidad, de cosas que no estaban buscando: por ejemplo, uno de ellos descubre que una mula ciega del ojo derecho ha viajado por el mismo camino recientemente, porque el pasto estaba comido sólo del lado izquierdo, que estaba peor que del derecho… ¿Ahora, entiendes serendipity?” Nótese cómo le llegó a Walpole el vocablo que acuñó; serendipia es una serendipia.


El relato al que se refería Walpole es la versión inglesa de un texto publicado en 1557en Venecia por Michele Tramezzino: Peregrinaggio di tre giovani figliuoli del re di Serendippo Peregrinación de los tres hijos jóvenes del rey de Serendippo—, a su vez una traducción al italiano realizada por Cristoforo Armeno (1534-1557) de un relato antiquísimo, seguramente basado en la vida de Bahram V Gour, rey sasánida de Persia entre 420 y 438. En Francia el cuento también era muy conocido y, como se sabe, un famoso coetáneo de Horace Walpole echó mano de la historia de los tres príncipes de Serendippo —es decir, la isla de Ceilán, hoy la República Democrática Socialista de Sri Lanka—: Voltaire (1694-1778), en su novela Zadig ou la Destinée (1747) haría que el protagonista, un filósofo de Babilonia, dejara a medio mundo con la boca abierta describiendo a un perro y a un gato que jamás había visto, al igual que siglos atrás lo habían hecho los príncipes de Serendippo —en su caso, con un camello—.


La Real Academia Española define serendipia como “hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual”. ¿Hallar algo que no se busca? Curiosamente, el diccionario otorga a la palabra hallazgo, cuya primera acepción es la obvia —“acción y efecto de hallar”— un significado casi serendípico: “encuentro casual de cosa mueble ajena que no sea tesoro oculto”. En inglés, el sentido del término es más amplio: serendipity se refiere tanto al hecho del hallazgo afortunado como a la facultad de lograrlo, lo cual, bien pensado, resulta alucinante: ¿tener la aptitud de hacer algo que no se quiere hacer? 


El concepto de serendipia sigue siendo difícil de contener. Apenas en 2006, Princeton University Press publicó una obra póstuma del sociólogo norteamericano Robert K. Merton (1910-2003), en coautoría con Elinor Barber, The Travels and Adventures of Serendipity. Extrañas coincidencias: la primera edición de este ensayo se realizó en italiano: Viaggio e Aventure della Serendipity (Il Mulino, 2002).


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