sábado, 15 de junio de 2019

La ciudad y los sueños



There’s nowhere you can be that isn’t where you’re meant to be.
John Lennon
 
Los medos y los persas comparten el mismo origen: los flujos migratorios que, entre los años 1200 y 800 antes de nuestra era, arribaron al Próximo y Medio Oriente, provenientes del Cáucaso y de las grandes estepas allende los mares Negro y Caspio. Al principio, ninguno de los dos pueblos, seminómadas y fundamentalmente dedicados al pastoreo, mostró desplante civilizatorio alguno; ninguna ciudad, ningún desarrollo artístico, ningún testimonio escrito... De hecho, su debut en la historia ocurrió gracias a los asirios. Unos diseminados al este de la alta Mesopotamia, entre los montes Zagros y los Elburz, al sur del Caspio, y los otros, más meridionales, dispersos al norte del golfo Pérsico, en el territorio de Anshan, ambos pueblos fueron mentados en tablillas asirias desde el siglo IX a.C. El rey Salmanasar III testimonia sus incursiones a Parsua en 843 a. C., y once años después se consigna que el imperio recibía tributo de la región. Subsiguientes monarcas asirios —Shanshi-Adad V (823-811), Adad-Narari III (810-783) y Tighlat-Plieser III (744-727)— dejaron constancia de haber cobrado tributos en Parsua y a algunos jefes tribales medos. En una inscripción de 714 a. C., Sargón II se refiere a sus súbditos en Parsumash… Pero un buen día los medos se rebelaron y echaron a los asirios de sus tierras, y un incipiente reino surgió de la necesidad de superar la anarquía en que devino la independencia. Así, desde los inicios del siglo VII a. C. un hatajo de clanes comenzaron a formar una organización en torno a un poder político. Su primer rey, Deyoces, logró articular a las tribus medas, y después de varias décadas de paz dejó el trono a su hijo Fraortes. Él comenzó la expansión meda; al sureste logró someter a los persas, aunque en el flanco opuesto no pudo contener del todo los embates asirios y escitas. Ciáxares, vástago de Fraotes, heredó las riendas del nuevo imperio, y él sí lo ensanchó, a espadazos y negociando. No sólo se sacudió el asedio de los escitas —nómadas provenientes de Asia central, que, como fuerzas mercenarias, habían participado en las campañas asirias contra Media, e incluso habían logrado invadir Media—, sino que consiguió incorporarlos a sus huestes. Ya al frente de medos, persas y escitas, reorganizó el ejército —“… una bien entrenada fuerza de jinetes… (asabari), a la que se le sumaban contingentes de arqueros (anuvaniya) y de lanceros (rsika), e incluso algún contingente de ingenieros y máquinas de asedio” (Jorge Pisa, Breve historia de los persas)—, y, aliado con los babilonios, hizo añicos a Asiria. Además, hacia oriente, llegó hasta lo que hoy es Afganistán, y hacia el noroeste alcanzó Armenia y Anatolia central, hasta chocar con el imperio lidio (590 a. C.). El sucesor de Ciáxares, su hijo Astiages, gobernó el imperio entre el 585 y el 550 a. C. Logró mantener la paz con Lidia, y, quizá para afianzar la alianza con los persas, vasallos con quienes los medos compartían dioses, lenguaje y tradición, decidió casar a una de sus hijas, Mandane (“Eterna”, en antiguo persa), con Cambises, líder de los persas y descendiente de Aquemenes, fundador de la dinastía aqueménida… Bueno, pero Heródoto (c. 484 a. C. – 425 a. C.) lo cuenta de otro modo…
           
Sucedió que Astiages soñó que “… su hija orinaba tanto, que anegaba su ciudad y que incluso inundaba Asia entera”. El rey acudió a “los magos intérpretes de sueños, y quedó aterrorizado cuando supo por ellos el significado” de aquella visión. Cuando la joven alcanzó edad núbil, acojonado, “no la dio por esposa a ningún medo…, sino a un persa llamado Cambises…” Mandane se fue a vivir a Persia, y meses después Astiages tuvo otra pesadilla: “… le pareció que del sexo de esa hija suya salía una cepa y que esa cepa cubría Asia entera”. Mandó traer a Mandane, quien estaba por parir, “con el propósito de dar muerte al ser que engendrara”, ya que los magos le habían advertido que reinaría en su lugar. Tan pronto nació el bebé, Astiages ordenó a un tal Harpago, “un pariente suyo, el más leal…”, que lo asesinara. El hombre prometió hacerlo, pero delegó la encomienda: ordenó a Mitradates, un boyero real, que dejara al bebé a merced de las fieras y luego le mostrara el cadáver. De vuelta a casa, por un ayudante boquiflojo de Harpago, Mitrades supo la identidad del infante condenado a muerte por Astiages. El boyero contó a su mujer, la esclava Cino, la horrorosa tarea a que estaba obligado… Fue ella, Cino, quien salvaría la vida del niño que años más tarde habría de tomar el nombre de su abuelo paterno, Ciro, antes de comenzar a forjar el primer imperio transcontinental de la historia, el persa…: “Como yo también he dado a luz, pero… un niño muerto, llévatelo y exponlo; pero criemos al niño de la hija de Astiages como si fuera nuestro; así…, el niño muerto gozará una sepultura regia y este otro no perderá la vida”. Así procedió el boyero; adoptó al hijo de Mandane y Cambises, “poniéndole otro nombre cualquiera y no el de Ciro”. Como suele ocurrir en estas historias, se abrirá un paréntesis de silencio para dejar crecer al niño en paz; en este caso, diez años en el monte, en la pobreza de la humilde la familia de esclavos… Para nosotros la espera será menor: la próxima semana continuaremos la historia de quien habría de convertirse en el hombre más poderoso que hasta entonces hubiera puesto un pie en la Tierra.

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