sábado, 6 de julio de 2019

Oniromancia

No es el futuro ni su irreal presencia
lo que nos tiene lejos, divididos.
Es el lento desastre, la existencia,
en donde triunfan todos los olvidos.
Sólo en el sueño, azogue y transparencia,
Caminamos desiertos pero unidos.
José Emilio Pacheco, Estancias.


Me resulta imposible retomar el hilo de la historia en donde lo dejamos la semana pasada… Antes de narrar cómo fue que el joven Ciro, persa aqueménida él por parte de padre, logró arrebatarle un imperio, el medo, a Astiages, su abuelo materno, me veo obligado a abrir un paréntesis… En esta ocasión la culpa no es mía, la tienen dos ciegos, Borges y Homero, y mi amigo el conde Serredi, que, en la antípoda, más bien es un mirón contumaz.

A ver, ¿cómo fue?… Andaba yo muy disciplinado documentándome sobre el arte de la aruspicina, en especial sobre una de sus variantes, la extispicina —de la cual por ahora sólo diré que ya vendrá a cuento—, y en general acerca del vasto inventario de técnicas adivinatorias empleadas en el mundo antiguo, cuando volví a toparme con la oniromancia, la predicción del futuro por medio de la interpretación de los sueños. La evocación de los sueños de Astiages fue obligada, y la remembranza ahora sí activó las sinapsis que antes no había experimentado: ¡Borges! Recordé que en su Libro de los sueños el porteño había incluido el relato sobre las pesadillas del rey medo. En la edición príncipe de la obra (Torres Agüeros; Argentina, 1976), Borges arranca con la “Historia de Gilgamesh”, el “Sueño infinito de Pao Yu” de Tsao Hsie-king, y después inserta catorce narraciones bíblicas, continúa con un cuento hitita, luego con un montón de piezas inscritas en la tradición grecolatina, y así avanza, con sorpresas y obligados, Nietzsche y Quevedo, Antonio Machado y Kafka, entremete varios textos propios y de algunos coetáneos suyos, como “Infierno V” de Juan José Arreola, hasta colocar en el lugar 68 “Los sueños de Astiages” de Heródoto de Halicarnaso… Pues releyendo su Prólogo al Libro de los sueños, encuentro que Jorge Luis de Buenos Aires sostiene que en una “historia general de los sueños y de su influjo sobre las letras”, sería conveniente separar los sueños inventados por el sueño y los sueños inventados por la vigilia”. ¡Otra sorpresiva sinapsis!: mi memoria aventó a primer plano una anécdota que hace varios años me contó el conde Serredi…

Debió de haber sucedido a finales del siglo pasado. Por aquellos ayeres, mi buen amigo acudía perseverantemente —y no escribo “religiosamente” nada más para que no se me acuse de mala leche— a sesiones semanales de terapia —psico terapia, se entiende— con una analista experta en la interpretación de los sueños. Sus pacientes, imagino que desde las profundidades del diván, reseñaban a la facultativa sus más recientes experiencias oníricas, intentando no autocensurarse y más bien esforzándose en detallar. Por supuesto, el relato daba pie a la glosa por parte de la susodicha terapeuta:

— Ella te explica qué significa todo. Quién es quién, qué cosa representa cada agente, cada agencia…, cómo hay que leer la trama y, sobre todo, cómo tus sueños pueden guiarte en el camino hacia adelante… Lo malo es que no siempre me acuerdo de qué soñé…

— Sesión perdida.

— Pues no, eh. Cuando eso pasa, pues improviso, me invento ahí mismo un sueño…, ¡e igual resulta muy atinada la interpretación de la doctora!

¡Sueños inventados en vigilia! Para Borges ambos son dignos de consideración, tanto los sueños que se tienen dormido como los que uno idea despierto. Eso sí, la oniromántica acreditada que socorría a mi amigo el conde Serredi jamás lo escuchó dormido, mientras soñaba, de tal suerte que sus exégesis, si el sueño no era de los que él improvisaba despierto, siempre eran a toro pasado hacía mucho tiempo. Pero… ¿podría ser de otra manera? Hace más de dos mil quinientos años, Homero cantó en la Odisea un caso…

Habían pasado veinte años de que Ulises, “el rico en ardides”, partió de la isla de Itaca. Su mujer, Penélope, sin saber que con quien hablaba —en apariencia un anciano visitante— era en realidad su esposo vuelto a casa después de tremebundo periplo, le cuenta:

Escuchádme y juzga el sueño que voy a contarte… Tengo aquí una veintena de ocas que comen el trigo en la artesa del agua: me da gozo verlas. Soñaba con que un águila grande y de pico ganchudo, viniendo desde el monte, rompíales el cuello y matábalas; muertas todas ya y en montón, voló el águila al éter divino, mas yo en sueños lloraba y gemía, y al par las aqueas bien trenzadas juntábanse en torno al oír mis lamentos de dolor por la muerte que el águila diera a mis ocas. Pero aquélla, viniendo de nuevo, posóse en la viga del salón y me habló en lengua humana, contúvome y dijo: ‘Ten valor, tú, nacida de Icario, famoso en el mundo. Lo que ves no es un sueño, es verdad que tendrá de cumplirse: son las ocas tus propios galanes; yo, el águila antes, y ahora tu esposo que vuelve y que a todos aquellos pretendientes habré de imponer su afrentoso destino’. Tal me dijo y entonces a mí me dejó el dulce sueño y, mirándolo todo, hallé dentro de casa a las ocas que picaban el trigo en la misma gamella de siempre (XI, 535-553).

¡Un sueño interpretado durante el propio sueño! Claro, ya despierta, Penélope duda: “son los sueños ambiguos y oscuros, y lo en ellos mostrado no todo se cumple en la vida”.

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