sábado, 9 de mayo de 2020

El regreso indeseable


La idea central de las cosmogonías
es la del ‘sacrificio primordial’.
Invirtiendo el concepto, tenemos que
no hay creación sin sacrificio.
Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos.


Desde los primeros días del confinamiento nos vimos obligados a sacrificar al pobre marrano. No era un cerdo muy grande, pero eso sí, ya estaba bien cebado. Bastó con dos martillazos: en el piso, sobre un trapo, quedó un revoltijo de tepalcates negros y un reguero de calderilla. Conforme al acuerdo al que Inés y yo habíamos llegado cuando comenzamos a criar al puerco, prácticamente todas eran monedas de cinco pesos. Separamos unas pocas de a diez, y 38 pesos en moneditas de a dos que se colaron. Entonces contamos las demás: en total, 484 monedas. Los restos del cochino se fueron a la basura y nuestro ahorro hormiga de varios meses, 2 420 pesos, a una vasija que quedó en el comedor, muy cerca del balcón que da a la calle.


Marzo se agotaba, y nosotros comenzábamos la primavera en la sana distancia decretada desde el lunes 23 por las autoridades sanitarias del país… La misma mañana en que le vaciamos las entrañas al puerquito, comenzamos el reparto… A lo largo de poco más de un mes, las monedas han ido volando desde nuestro balcón a sombreros, gorras y cachuchas, manos y bolsas, o de plano al pavimento, de donde las han cosechado acordeonistas desafinados, dúos de organilleros ataviados en sus tradicionales uniformes caqui, un saxofonista que cree hacerse fuerte con un vetusto aparato de sonido, una interminable legión de trompetistas melancólicos y solitarios, pandas de alegres marimberos, tríos norteños improvisados, un clarinetista anciano acompañado de un tamborilero menor de edad, familias menesterosas y tristes disfrazadas de bullangueros conjuntos de tambora… Muchos vecinos, me atrevería a decir que la mayoría, han salido también a cooperar aventando monedas desde sus ventanas y balcones. Recuerdo incluso que una tarde asoleada de los primeros días de abril muchas personas se asomaron a aplaudirles a unos soneros que hasta arpa traían cargando y nos vinieron a alburear a domicilio… Además de la horda de músicos callejeros, han pasado el vendedor de obleas, el camotero, chavos que piden alguna ayudita por haber limpiado las coladeras, señoras con caudas de infantes chamagosos que tocan pidiendo que les regalen ropita o cualquier otra cosa…

Conviene decir que habito en el municipio del país en donde la gente ha respetado más el confinamiento voluntario establecido por el Consejo de Salubridad General, la demarcación territorial Benito Juárez de la Ciudad de México. Aquí hay muy pocos niños, mucha gente de edad avanzada —la edad mediana es de 38, cinco años más que la de la Ciudad de México y once por arriba a la del promedio nacional— y hasta 2015 la Benito Juárez era el municipio con el nivel de escolaridad promedio más alto del país. El encierro aquí se percibe afuera: entre un extraño silencio —que agradezco—, apenas manchado de vez en cuando por el paso de algún auto o una motocicleta, el canto de los pájaros recuperó las tardes chilangas. Aquí la ilusoria sensación de vivir en un paréntesis se puede generalizar fácilmente… Con todo, no me la creo: cada que escucho o leo el fraseo, día a día más frecuente, cuando regresemos, tal o cual… o lo primero que voy a hacer cuando regresemos… me digo: no, no nos hemos ido a ningún lado, así que no, no vamos a “regresar” a ninguna parte. La metáfora del regreso a la normalidad más que imprecisa es un engaño: no es obligado regresar a lo mismo, volver a recomponer todo lo que estaba tan mal. De hecho, me parece que hacerlo ya es imposible.

De la misma vasija en la que quedaron los entresijos del marrano de barro negro oaxaqueño han salido también las bien ganadas propinas para el muchacho que semana a semana nos trae los garrafones de agua potable que consumimos, para los señores del camión de la basura, para el chalán de la hamburguesería de la colonia en la que vivo y para todos los demás repartidores de comida que a lo largo de estos atípicos días nos han traído tacos, tortas, pizzas, sushi…, para el propio que manda la farmacia con las medicinas que hemos pedido por teléfono y para los mensajeros del supermercado en el cual, en línea, hemos comprado la despensa… Todos ellos han sido trabajadores esenciales para nosotros, tanto como otros muchos que no vemos, como los que se encargan de que siga llegando la energía eléctrica, el gas, el agua, la señal de internet… Hace unos días, en la ciudad de Toronto, Canadá, una mano inteligente pintó en un muro una pregunta que me parece pertinente: Why are the most essential paid the least?

Observo que aún nos quedan muchas monedas de cinco pesos en la vasija, y pienso que no, que decididamente no nos conviene “reactivar la economía”, tal como reza el mantra que atruena por el mundo a todas horas durante estos últimos días. Reactivar significa volver a echar a andar un artilugio que por alguna razón se detuvo, y a nosotros, los sapiens, a la especie y al planeta entero, lo que nos urge es abolir el status quo destructivo, voraz, acelerado, profundamente inequitativo y en última instancia suicida que, en efecto, está ahora atascado. Seguramente no será nada fácil construir un modelo de producción y consumo distinto, pero hace seis meses cualquiera de nosotros hubiera dicho que sería imposible estar varados como ahora, efectivamente, lo estamos.

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