viernes, 23 de octubre de 2020

Islas en el aire

When a thousand people believe some made-up story

for a month - that's fake news.

When a billion people believe it

for a thousand years - that's religion…

Yuval Noah Harari, 21 Lessons for the 21st Century.

 

 

 

Enigmáticos y distinguidos. Nada fotogénicos, pero letalmente seductores. Son aristocráticos, tradicionalistas, pero sexualmente liberales. Obsesivo-compulsivos. Refinados, sibaritas. Fortachones como estibadores. Experimentados mentalistas, hipnotizan, manipulan, conguean. Promiscuos y solitarios. Aunque calientes, actúan con sangre fría. Su comportamiento es guadianesco y accesional: aparecen y desaparecen. Como quien no debe un centavo, pueden dormir tranquilamente meses, quinquenios, decenios, siempre durante el día, siempre en lecho individual. Aunque son viajeros, permanecen arraigados a su tierra. Antañones, pero no envejecen. Ni se reflejan en los espejos ni proyectan sombra. No soportan la luz del sol. Abominan el ajo y los crucifijos. El agua bendita los estigmatiza. Paradójicos a tres bandas: no los puedes matar ni a balazos y son muertos vivientes y se les puede asesinar clavándoles una estaca de madera en el pecho. Esencialmente infelices: nunca verás a uno sonreír alegre, quizá reír a carcajadas burlándose de la desgracia ajena, pero jamás de alegría. Los originales son de Transilvania. Tienen colmillos retráctiles y ojos lumínicos. Pueden transformarse en murciélagos. Los vampiros viven sedientos de humanidad… 

 

Todo lo anterior lo sabe cualquiera sin necesidad de abrir Wikipedia, así que Jorge Ibargüengoitia fue atinadísimo cuando escribió: “La vampirología es un conocimiento extenso. Admirable si se tiene en cuenta que es el estudio de algo que no existe. Además de ser extenso, está muy extendido: la gente común y corriente sabe más de los vampiros que de los otomíes, por ejemplo” (Viajes a la América ignota). Y así como sabemos un chorro de vampiros, también poseemos amplios conocimientos acerca de un montón de cosas inexistentes. Ahora, que esas cosas no existan en lo que llamamos realidad no significa que sean irreales. En realidad, la realidad no es una. En realidad, la realidad es múltiple y no siempre concreta. Y las entidades irreales pueden afectar tanto nuestro actuar como una incuestionable y concreta pedrada en la cabeza. Para ejemplificar, no pensemos en castillos en el aire, sino en islas, islas en el aire.

 

Concluida la Guerra de Troya, Ulises fue obligado a pasar una temporada en una isla edénica. Viajaba de vuelta a su propia isla, Ítaca, pero Poseidón se le antojó retardar el regreso del héroe griego, así que dispuso que fuera arrojado a Ogigia, en donde la bella Calipso, hija del titán Atlas, lo agasajó copiosamente y lo mantuvo forzándolo a gozar una vida placentera: ¡pobre hombre!, sin tener que trabajar, comía de maravilla, bebía todo el vino que quería sin preocuparse de la resaca y se refocilaba sin reparos en el lecho con la sensual ninfa. Además de que lo trataba “solícita y amorosamente”, Calipso le tenía asegurada la juventud y la inmortalidad. Canta Homero en la Odisea que tan cruel tormento duró siete años. Ulises, quien extrañaba horrores a su esposa, conseguiría escapar gracias a la intervención de Atenea. ¿Y de dónde huyó? Desde la Antigüedad ha habido quienes han tratado de encontrar Ogigia en los mares de nuestro mundo —desde el mismísimo geógrafo primigenio, Estrabón—, pero es una tarea imposible. “Ogigia… está situada a medio camino entre el mundo divino y el humano…” (Antonio Ignacio Molina, Geographica: ciencia del espacio y tradición narrativa de Homero a Cosmas Indicopleustes), porque es una isla mítica. ¿Una mentira? No, un mito, es decir, la expresión narrativa de una verdad simbólica.



Hace 504 años Tomás Moro (1478-1535) publicó Un librito de oro, verdadero y no menos beneficioso que el entretenimiento, acerca del estado óptimo de una república en la nueva isla de Utopía. La obra vino a conferir nombre a un género de reflexiones sobre las organizaciones humanas, el utópico: la crítica sociopolítica del presente yuxtapuesta a la propuesta de un modelo alternativo que supera todos los desperfectos. Utopía no existe en este mundo, y Moro no trató de engañarnos: utopía, un neologismo ideado por él mismo —el privativo griego “u” ligado al latín “topos”, lugar—, significa “lugar que no existe”, un sitio que existe sólo en el deseo. La nueva isla de don Tomás es un modelo óptimo, ideal.



De otra estirpe es la ínsula que Lemuel Gulliver visitó en 1770. Después de un ataque pirata, el célebre navegante había naufragado en una isla desierta, anónima, prescindible… Hambriento y totalmente abatido, de pronto detectó a lo lejos algo insólito: “El innato amor a la vida despertó en mi interior algunos gestos de alegría y me acarició la esperanza… Difícilmente podría el lector imaginar mi asombro al contemplar una isla en el aire, habitada por hombres que podían hacerla subir o bajar, o ponerse en movimiento…” El personaje abordaría luego aquel prodigio, Laputa —“palabra que yo traduzco por Isla Volante o Flotante”—, la ínsula que podía navegar en el cielo. En este caso, ni Jonathan Swift (1667-1745) tuvo que advertir nunca que lo que narra en Los viajes de Gulliver —como lo hace en Drácula su paisano Bram Stoker— es ficción, ni ningún lector con tres dedos de frente se ha enojado jamás porque el irlandés haya intentado engañarlo.


 

Las pifias son de otra naturaleza. Un caso… El 8 de diciembre de 1526, Carlos V de Alemania y I de España concedió a Francisco de Montejo la capitulación que lo encomendaba explorar, conquistar y colonizar las islas de Cozumel y Yucatán… Efectivamente, por entonces los españoles creían que la península yucateca era una ínsula. El origen del error data de la segunda expedición europea a las costas continentales. En su Itinerario de la armada del rey católico a la isla de Yucatán en la India, el año 1518 en la que fue por comandante y capitán general Juan de Grijalva, el capellán mayor de la expedición, Juan Díaz, relata: “… partimos de esta isla llamada Santa Cruz [Cozumel] y pasamos a la isla de Yucatán, atravesando quince millas de golfo”. Ahí, desembarcaron por primera vez en el continente en un lugar llamado Champotón, en donde fieros indígenas los recibieron de violenta manera y los obligaron a huir; agraviados, los ibéricos navegaron hasta el Papaloapan, bordeando la costa; cuando arribaron a Boca de Término, Grijalva concluyó que aquello era un estrecho que llegaba hasta Bacalar, y que, por tanto, se confirmaba que Yucatán era una enorme isla. Los mapas que Diogo Ribeiro realizó entre 1525 y 1535 representan fielmente el equívoco. No sería sino hasta 1528 que, después de navegar hasta el río Ulúa en Honduras, el adelantado Montejo cayó en la cuenta de que Yucatán era tierra continental.

 

En la antípoda de la Nueva España ocurría algo parecido con nuestra otra península. El halo y el topónimo de California tienen un origen prerrenacentista, literario e insular. En Las sergas del muy esforzado caballero Esplandián, publicada por primera vez en Sevilla al menos nueve años antes de que cayera la gran Tenochtitlán, Garci Rodíguez de Montalvo (1450-1508) cuenta: “… a la diestra mano de las Indias existe una isla llamada California muy cerca de un costado del Paraíso Terrenal; y estaba poblada por mujeres negras, sin que existiera allí un hombre, pues vivían a la manera de las amazonas. Eran de bellos y robustos cuerpos… Sus armas eran todas de oro…, porque en toda la isla no había otro metal…” ¡Coctelón paradisiaco: mujerones y oro! Consumada la conquista del Imperio Mexica, Hernán Cortés, seguramente influido por la novela, en su cuarta carta de relación informó al rey las noticias que su sobrino, el capitán Francisco Cortés de Buenaventura, había traído de occidente, entre otras, que había conquistado Colima y que “… los señores de la provincia… afirman mucho de haber toda una isla poblada de mujeres, sin varón ninguno… Dícenme asimismo que es muy rica en perlas y oro…” A la postre, los españoles llamaron California a esos enormes lares, y si bien las primeras expediciones se fueron con la finta de que aquello era una isla —así lo reportó el piloto Fortún Jiménez Bertandoña, primer europeo que desembarcó en la península (1534)—, desde que Francisco de Ulloa logró circunnavegar todo el golfo de California —después mar de Cortés— se supo que California era una península (1539). Así que durante la segunda mitad del siglo XVI fueron publicándose varios mapas que representaban California correctamente. Pero algo sucedió: el corsario, explorador y vicealmirante Francis Drake desembarcó en algún punto de la costa septentrional del Pacífico, fundado la Nova Albión y reclamado su posesión para Inglaterra. Los españoles, temiendo que los británicos hubieran descubierto el mítico Estrecho de Anián, necesitaban difundir la percepción de que California era una isla, para adelantarse así a los reclamos ingleses sobre el supuesto paso transoceánico. En 1622, en una edición de Mijiel Colijin, ilustrando la portada de la traducción al holandés de la famosa obra del segoviano Antonio Herrera y Tordecillas, la Descriptio Indiae Occidentalis, la isla de California volvió a ser cartografiada. Desde entonces se reprodujo a lo bestia: durante los siglos XVII y XVIII cientos de mapas mostraron a California como una ínsula. No sería sino hasta 1747 que el rey Fernando VI de España decretara: “California no es una isla”. En el hermoso Mapa de la California, su Golfo, Provincias, fronteras en el Continente de la Nueva España de 1757 ya aparece como es en la realidad concreta, una península. Recapitulando: la isla de California fue primero una ficción literaria en una novela de caballerías, luego un bulo difundido por Cortés para incitar la codicia de Carlos V, enseguida el error de percepción de un puñado de marineros despistados, y, por último, una gran mentira.



Finalmente, una isla que sólo ha tenido existencia cartográfica. En 2017 apareció la primera edición en español de The Phantom Atlas, de Edward Brooke-Hitching —un británico seducido por los mapas: después publicó The Golden Atlas: The Greatest Explorations y el año pasado The Sky Atlas: The Greatest Maps, Myths and Discoveries of the Universe—. No sólo incluye a la isla Bermeja, mexicana y fake, sino que en la introducción la emplea como emblema: “El navío Justo Sierra zarpó en los albores del mes de junio. Su misión: explorar el golfo de México en busca de la esquiva isla de 80 km2… Su tripulación seguía, entre otras, las indicaciones del cartógrafo Alonso de Santa Cruz, que había incluido esta isla en su mapa El Yucatán e islas adyacentes, de 1539… Cuando… alcanzaron las coordenadas precisas, no encontraron nada. Sólo aguas ininterrumpidas… Pero lo más sorprendente de este territorio fantasma… es el tiempo que pervivió, ya que el Justo Sierra no era un navío de la antigüedad: su tripulación estaba formada por un grupo multidisciplinar de científicos reunido por la UNAM y corría el año 2009”. 


 

Los vampiros no existen, pero nadie pone en duda que chupan sangre. La Bermeja jamás ha estado en donde según algunos vetustos mapas debería estar, pero no faltan quienes siguen buscándola. Nueve años después de que el Justo Sierra confirmó su inexistencia, en 2018, la Cámara de Diputados —la anterior Legislatura—, publicó ¿Dónde está la isla Bermeja?, un libro con un subtítulo grandilocuente: Estudio multidisciplinario sobre la posible existencia y destino de la Isla Bermeja. Análisis oceanográfico, aéreo y geohistórico-cartográfico. Todo un compendio de saberes sobre una cosa inexistente, sólo para mantener viva una teoría conspirativa: que alguien la desapareció —algunos legisladores panistas aventuraron que fueron los gringos bomba de Hidrógeno mediante—, no del mapa sino del mar, sólo para birlarle a México parte de su mar territorial. Así que si usted nunca ha visto realmente un vampiro, no se descuide, mejor organice una comisión multidisciplinaria para seguir buscando uno.

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