Qué tal si deliramos por un ratito
qué tal si clavamos los ojos más allá de la infamia
para adivinar otro mundo posible.
La utopía, Eduardo Galeano.
Un londinense inconformista que moriría decapitado publicó hace exactamente 500 años un libro que forma parte de los cimientos de la Modernidad. Me refiero a Thomas More (1478-1535), un hombre tan protagónico del humanismo renacentista como su amigo Geert Geertsen, a quien nadie recuerda con ese nombre, pero qué tal con el alias latino que él mismo se puso, Desiderius Erasmus Roterodamus (1466-1536). Thomas More, o Tomás Moro —quien sería canonizado en 1935 y, años más tarde, proclamado por el papa Juan Pablo II santo patrono de los políticos y los gobernantes—, escribió Libellus vere aureus, nec minus salutaris quam festivus, de optimo rei publicae statu deque nova insula Utopia, que bien podemos traducir del latín en los siguientes términos: Un librito de oro, verdadero y no menos beneficioso que el entretenimiento, acerca del estado óptimo de una república en la nueva isla de Utopía. La obra vino a conferir nombre a toda una estirpe de reflexiones sobre la organización de la vida humana, el género utópico, caracterizado por la yuxtaposición de crítica sociopolítica de la sociedad presente y la propuesta de un modelo alternativo, ideal, para superar en el futuro todos los desperfectos. Sólo un inconformista, un tipo que discrepa con la manera en la que está organizado su mundo, puede producir un discurso así. El inconformismo es una actitud típicamente moderna. No sólo se trata de una posición hostil hacia el orden establecido, es además una disposición constante hacia el cambio, hacia lo inédito —en el Renacimiento, el espíritu moderno se enamoró de la Antigüedad clásica en la medida en que resultaba novedosa—. El aquí y el ahora, el presente, sólo son buenos en tanto tránsito hacia el allá y el futuro: “el concepto profano de época moderna expresa la convicción de que el futuro ha empezado ya: significa la época que vive orientada hacia el futuro, que se ha abierto a lo nuevo”, explica Jürgen Habermas (El discurso filosófico de la modernidad), y líneas más abajo recupera a Hegel: “La frivolidad y aburrimiento que desgarran lo existente, la añoranza indeterminada de algo desconocido, son dos mensajeros de que algo nuevo se aproxima”. Hermosa manera de expresarlo, “la añoranza indeterminada de algo desconocido”…, la nostalgia con puede vivirse la esperanza.
Como bien se sabe, utopía, el neologismo ideado por Tomás Moro —el privativo griego “u” ligado al latín “topos”, lugar—, significa “lugar que no existe”; una utopía es un sitio no es, que no existe más que en el deseo, y justo ahí radica su utilidad, o como el poeta uruguayo Eduardo Galeano (1940-2015) lo expresa: “Ella está en el horizonte. / Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. / Camino diez pasos y el horizonte corre diez pasos más allá. / Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. / ¿Para qué sirve la utopía? / Para eso sirve: para caminar.” Por supuesto, el utopista es un soñador, pero uno que se permite imaginar a partir de una postura crítica: el utopista requiere de una mirada atenta hacia su actualidad, necesita estar bien despierto para soñar.
La sobrevivencia a lo largo de todo el devenir del ser humano —que se mide en cientos de miles de años, dos para precisarlo—, ha dependido fundamentalmente de estar despierto, muy al pendiente del aquí y el ahora. Algo así como el 95% de nuestra existencia como especie fuimos cazadores-recolectores. Encontrar qué comer y evitar ser devorados requería constantemente toda nuestra atención: qué se escucha, a qué huele, por qué todas la aves están volando hacia el norte… Si el pensamiento mítico nos ha acompañado desde los albores de la humanidad, siempre hemos dedicado tiempo a fantasear, pero antes de la época moderna nadie habría podido sobrevivir como hoy día lo hacemos la mayoría de las personas, esto es, casi siempre desfasados del gerundio, de lo que está ocurriendo. El novio y la novio que se abrazan mientras cada quien está revisando lo que va apareciendo en el muro de su Facebook. La familia que cena mirando en el noticiario de la televisión las imágenes de la catástrofe natural del día anterior. El oficinista que atiende una llamada telefónica mientras teclea un correo electrónico.
El filósofo francés Michel Foucault (1926-1984) acuñó la palabra heterotopía. La primera vez que la empleó fue en el prefacio de Las palabras y las cosas (1966), en contraposición a utopía. Luego, en una conferencia (Espacios otros, 1967) desarrolló el concepto: “lugares reales, lugares efectivos, lugares dibujados en la institución misma de la sociedad y que son especies de contraemplazamientos, especies de utopías efectivamente realizadas donde los emplazamientos reales, todos los demás emplazamientos reales que se pueden encontrar en el interior de la cultura están a la vez representados, contestados e invertidos; lugares que, estando fuera de todos los lugares son, sin embargo, efectivamente localizables”. Una heterotopía “tiene el poder de yuxtaponer en un solo lugar real varios espacios, varios emplazamientos, incompatibles entre sí”. Espacios diferentes, y también tiempos distintos al que se desarrolla en se enclava, heterocronías. Entre los ejemplos que ofrece Foucault están los teatros y los cines, sitios en los que se encapsulan otros muchos lugares. La vida no le alcanzó a ver el surgimiento de internet, la heterotopía omnipresente, el maravilloso compendio de artilugios que permiten hoy autodeportarse del espacio y tiempo reales y cancelar la relación directa con el aquí y el ahora. La utopía va perdiendo terreno.
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