Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

lunes, 26 de septiembre de 2022

Normales y escuadrados

  

The real hopeless victims of mental illness

are to be found among those who appear

to be most normal.

Aldous Huxley, Brave New World Revisited.

 

 

 

1

 


En su traducción al español (Anagrama, Barcelona, 1990) de Breakfast at Tiffany’s (Random House, 1958) de Truman Capote, Enrique Murillo comete un montón de traiciones. Aquí viene a cuento solamente una.

 

Holly y Mag conversan. Holly quiere saber si, cuando están en la cama, José muerde a Mag.

 

— Pues no, la verdad. ¿Te parece que debería hacerlo? Pero se ríe.

 

— Bien. Eso me parece correcto. Me gustan los hombres con sentido del humor, la mayoría no hacen más que jadear y soltar bufidos.

 

Mag no agrega nada, pero Holly quiere saber más detalles:

 

—Bien. No muerde. Ríe. ¿Qué más?

 

Mag no responde, así que su amiga insiste. 

 

— Ya te he oído. Y no es que no te lo quiera contar. Pero me cuesta mu- cho acordarme. No les doy vu -vuel– tas a esas cosas… Se me olvidan, como los sueños. Estoy segura de que eso es lo co –corriente.

 

— Puede que sea corriente, pero yo pre- fiero ser rara.

 

Hasta aquí la traducción. Ahora, los dos últimos parlamentos originales, en inglés:

 

— I’m sure that’s the n-n-normal attitude.

 

— It may be normal, darling; but I’d rather be natural.

 

¿Vieron? La traducción esfuma por completo el sentido del texto, peor, lo revierte: Capote no opone corriente a raro, sino normal a natural. Holly sostiene que lo normal puede ser algo distinto a lo natural…, cosa que, como el traductor, tampoco entendió Mag:

 

— Entiéndeme, por favor, Holly. Soy una persona superconvencionalísima.

 

 

2

 

Por supuesto, la texana Holly Golightly tiene razón: la normalidad no es natural, es justo lo contrario: lo normal es necesariamente cultural. De lo anterior se desprende —y me perdonarán los sapientes señores de la Real Academia— que la primera acepción del vocablo que ofrece el diccionario de la RAE es incorrecta: “normal: dicho de una cosa: que se halla en su estado natural”. Ya en las dos siguientes acepciones corrigen el rumbo —“habitual u ordinario” y “que sirve de norma o regla”—, pero el yerro está hecho. Normal no es sinónimo de natural. Antes bien, son antónimos. Para demostrarlo, optemos por el tino de doña María Moliner: en primera acepción —más apegada, como veremos, al origen etimológico de la palabra—, define: “se aplica a lo que sirve de norma o regla”; y en la siguiente, la que me parece más útil: “se aplica a lo que ocurre como siempre o sin nada extraordinario”. 

 

— Y tú, ¿te ríes?

 

— No, nomás jadeo y bufo. Normal.

 

Y, claro, por ahí, la ilusión del arrimo con la antípoda: natural.

 

Ahora, como casi todo mundo sabe, como todo mundo puede intuir, tanto normal como norma provienen de la voz latina norma, a la que se agrega el sufijo de relación o pertenencia alcomo en espectro, espectral; tribuna, tribunal; demencia, demencial, etcétera—. ¿Y qué es una norma? Pues sí, como el diccionario de la RAE señala, es la “regla que se debe seguir o a que se deben ajustar las conductas, tareas, actividades”. El deber ser —“precepto jurídico”—. El segundo significado que ofrece la Academia se adecua a la etimología de ambas palabras, norma y normal: “escuadra que usan quienes arreglan y ajustan los maderos, piedras”. Para estar en norma hay que ajustarse. En efecto, norma viene del latín norma, que “en su significado más primitivo hace referencia al instrumento que usaban los albañiles y carpinteros para construir algo en ángulo recto: la  escuadra. De tal modo entonces que cuando las piezas (piedras, madera) estaban a escuadra, es decir, coincidían con ella, a saber, guardaban bien el ángulo recto, decían que estaban normales (normalis, -e), regulares, cuando no, entonces estaban a-normales (abnormis, -e), bien porque se pasasen y entonces estaban e-normes (enormis. -e), bien porque se quedasen cortas y entonces estaban sub-normales.” (Diccionario filosófico de Centeno). Lo normal no es lo natural, sino lo que se tiene que ajustar. 

 

Lo normal es lo ajustado. La normalidad es una ilusión colectiva a la que nos aferramos para sentirnos parte de un enorme mosaico. La normalidad es el deber ser disfrazado de ser. Otra vez la señora Moliner: norma es la “escuadra usada por los que trabajan las piedras, la madera, etcétera, para arreglar las piezas de modo que ajusten unas con otras”. Recordemos el mito bíblico de Adán y Eva: primero desnudos, y después del pecado original, arrojados a la creación de la cultura, escuadrados. Es natural andar encuerados, pero no es normal.


Circle of Jan van Hemessen (Master of Paul and Barnabas?)
(c1500-c1575-79) - The fall of man, c1550-60 : detail

 

 

3

 

Sirva todo lo anterior para encuadrar apenas el más reciente libro del doctor canadiense Gabor Maté (Budapest, Hungría; 1944): The Myth of Normal: Trauma, Illness, and Healing in a Toxic Culture (Penguin Random Hose, 2022).

 

Gabor Maté estudió primero Literatura y después Medicina. En una entrevista que concedió hace unos días, hablando acerca de su libro, Maté aseguró: “Lo que consideramos como normal en esta sociedad no sólo no es natural ni sano, sino que, de hecho, es además la causa de la mayoría de las patologías humanas, mentales y físicas. Lo que llamamos anormal, patológico, es una respuesta normal a una cultura anormal”. Sin ambages, la primera línea del texto introductorio diagnostica la situación en la que nos hallamos, al menos en Occidente: “En la sociedad más obsesionada con la salud que ha existido, no todo está bien”. Gabor Maté sostiene que vivimos en sistema tóxico que nos enferma a todos. Ya hablaremos de ello la próxima semana.

miércoles, 21 de septiembre de 2022

El iceberg fantástico de la académica

 

Por un tuit Manuel Díaz me enteré de un texto publicado la semana pasada en El Universal por Guillermina Baena Paz: “La narrativa perversa del presidente y el futuro de México decidido por un 62%”. El apunte de la profesora de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM es deplorable. Más allá de la postura política que ostenta —aunque resulta excesivo llamar así al ramillete de prejuicios y fobias que Baena placea—, el escrito me indigna por su incorrección.


1.            Seguramente no se precató, pero al titular lo que pretende ser un dicterio en contra del presidente de López Obrador, la doctora describe la situación ideal en un régimen democrático, esto es, que la mayoría de la gente decida el porvenir del país, en este caso, 62%, una mayoría contundente —en 2018, AMLO ganó la Presidencia de la República con 53% de los sufragios, y el verbo que muchos periódicos eligieron para dar cuenta de ello fue arrasa—.


2.            El altísimo nivel de aprobación de AMLO provoca desasosiego a Baena: “Esta situación es profundamente preocupante dada la realidad que estamos viviendo en el país”. Para la académica, aunque no explica “la realidad” que alude, la gente que aprueba a AMLO es o estúpida o masoquista.


3.            Luego, con toda claridad, aunque con una pésima redacción, expone primero su confusión y después su ignorancia acerca de la metodología de cualquier encuesta de opinión: “De hecho, ese 62% se ignora quiénes o a qué se debe. Las encuestadoras no han contado quienes [sic] están en ese 62%”. ¿La profesora exige los nombres y apellidos de los encuestados que apoyan a AMLO, quizá para agregarlos a la lista negra que el señorito X. pretende integrar?


4.            En ningún momento Baena pone en duda la aprobación que alcanza AMLO, lo que hace es mostrar el hecho como pernicioso. Ahora, ¿cómo es posible que tanta gente apruebe a un señor que “envenena la vida pública” desde el gobierno? —la frasesita entrecomillada la copio del texto de doña Guillermina, quien a su vez, nos dice, la toma de Krauze—. ¿Cómo explica ella la aceptación presidencial? Fácil: por el poder del mal: “un manejo perverso de comunicación política”. Luego, la tautología: “… en el fondo existe un conjunto de intrincados recovecos de una comunicación que logra preservar a sus adeptos”.


5.            La académica sostiene que el mundo está al revés: “en la punta visible del iceberg, ese 62% decidirá el futuro del país y tal vez ni lo sepa, ni lo imagine” [sic]. ¿Una punta de iceberg en la que está la mayor parte del iceberg? Y claro, será muy la mayoría, pero es estúpida.


6.            Enseguida, viene el “análisis” de la doctora: “Hay varios elementos que maneja [sic] en su narrativa”. Para empezar, mal redactada, una obviedad: “Uno de ellos es la percepción juega [sic] un papel muy importante combinado [sic] con sexo, educación y edad”. Así comienza un alegato plagado de incorrecciones gramaticales, afirmaciones sin sustento y, lo más lamentable, la exhibición de un profundo odio a la democracia, atizado por el clasismo ramplón del aspiracionismo clasemediero.


7.            Baena recrimina a AMLO porque, dice, trata de “dar la impresión de que él, es como ellos, y al usar expresiones fuertes, insultantes incluso, justo como las de ellos…” Ese ellos, claro, es la mayoría de la gente, ¡fuchi!


8.            A Baena no le gustan “los adeptos” de AMLO, a quienes, en un desafortunado lance léxico, llama “impensados”: “Los discursos matutinos… son dirigidos a maravillar a toda esa cantidad de impensados…” No importa que impensadosea un adjetivo —que sucede sin pensar en ello o sin esperarlo—, la doctora sustantiva el vocablo, supongo que con la intención de decir que las personas que atienden las mañaneras, ellos, no piensan. Pues sí, estamos maravillados.


9.            Los “adeptos” de AMLO, según Baena, son lo bastante zopencos como para dejarse introyectar —un verbo que no existe pero suena muy feo—: “les introyecta [AMLO] la idea de que son siempre víctimas y lo más complejo es que se asumen como tales, incluso como parte de su propia identidad”. Como lo lee usted: ¡el malvado López Obrador le hace creer a la gente pobre que es pobre!: “son pobres, son víctimas, viven un desastre…” ¡Carajo, tan bien que vivían antes todos los pobres sin introyectar que eran pobres!


10.         Los impensados, maravillados, ignorantes e incapaces de imaginar, los “adeptos” de AMLO, son seres atascados en el retraso cultural: “Están sujetos a sus tradiciones, creencias y costumbres… No creen en los bots o en los trolls. No ven noticiarios. Están atentos al futbol. Se informan de voz a voz. Usan celular y creen fielmente lo que dicen las redes…” En suma,  son tan imbéciles que son presa fácil del perverso de Macuspana: “Con este perfil de adeptos es fácil llevarlos hacia la polarización y la división típicas del manejo populista actual”. 


11.         Guillermina Baena publica en El Universal tamañas sandeces y, sin embargo, describe a México como “una autocracia que asfixia e impide la libertad”.


12.         La doctora en Estudios Latinoamericanos, no en ninguna ciencia médica, diagnostica al presidente de la República: “La salud del presidente se agrava por salud física o mental [sic] y se ve obligado a dejar el cargo”. Y aquí uno por más que se esfuerce ya no entiende: si AMLO está por irse, ¿qué le causa tanta angustia? ¿O no es un diagnóstico sino un deseo?


13.         Ya para cerrar, la coordinadora del Seminario de Estudios prospectivos la FCyPS de la UNAM escribe un lamento de un patetismo digno del Canal de las Estrellas: “en el aquí y en el ahora las urgencias se multiplican, las preocupaciones aumentan y el miedo es el fantasma que está presente todo el tiempo. Estamos guarecidos en el todavía para poder construir un futuro diferente, porque el actual no podemos aceptarlo”.

 

Yo estudié Sociología en la FCPyS, y el bodrio textual de Guillermina Baena me desazona.

miércoles, 14 de septiembre de 2022

La extinción de las cosas

 

Si os he dicho cosas terrenas, y no creéis,

¿cómo creeréis si os dijere las celestiales?

Jesús [Juan, 3:12]

 

 

 

Terrenales

 

Aterida y sin nada con qué protegerse del viento, ensopado bajo un improvisto aguacero, sudando bajo la inclemencia solar… Estreñido, mormado o de plano tumbado en la cama de un hospital; inflamada, hambrienta, lidiando con un dolor de cabeza… Con sed, con sueño, con una simple indigestión… El cuerpo se niega fácilmente a cualquier artificio. El cuerpo es terrenal.

 

Constatando en el espejo el imparable avance del entramado de las arrugas en tu rostro, preocupado por los resultados de los exámenes de laboratorio, cabizbaja en el entierro de un amigo… La certeza del fin permanece susurrándonos al oído y de vez en cuando sube la voz. La muerte es terrenal.

 

Los labios se parten, el pelo se cae, la dentadura se desgasta, el tiempo cambia y nuestro tiempo está contado. Escapar del cuerpo, escapar de la Tierra, de nuestra condición terrenal, es escapar de la condición humana.

 

 

Artificio

 

Nuestra naturaleza es terrenal. Hannah Arendt (1906-1975) afirma que no es la idea de mundo, creación humana, sino la Tierra misma —el tercer planeta que gira en torno al Sol—, la que determina “la quintaescencia de la condición humana”. Estamos estacados al espacio terrenal. De nuestra calaña de seres terrenales escapamos a través del artificio, de nuestra segunda naturaleza, la cultural. “El artificio… separa la existencia humana de toda circunstancia meramente animal, pero la propia vida queda al margen de este mundo artificial y, a través de ella, el hombre se emparenta con los restantes organismos vivos”. De ahí el reto último del artificio: la vida misma. No prolongarla, no clonarla, no moldearla, crearla: “producir vida…, cortar el último lazo que sitúa al hombre entre los hijos de la naturaleza”. Arendt pensaba que el anhelo de crear vida artificial es “el mismo deseo de escapar de la prisión de la Tierra”.

 

 

De lo terreno a lo etéreo

 

A partir de la concepción de lo terreno que desarrolló Hannah Arendt, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han (Seúl, 1959) sostiene que “el orden terreno, el orden de la Tierra, se compone de cosas que adquieren una forma duradera y crean un entorno estable donde habitar”. En pocas palabras, “la cosa es la cifra del orden terreno”. Enseguida, del pensador checo-brasileño Vilém Flusser (1920-1991) toma la noción de no-cosas, y establece que hoy por hoy estamos perdiendo el orden terreno porque nos hallamos en el tránsito de la era de las cosas a la era de las no-cosas. Esa es la tesis que Byung-Chul Han desarrolla a lo largo de su reciente libro No-cosas: Quiebras del mundo de hoy (Taurus, 2021).

 


El ensayo del surcoreano está escrito a punta de mandarriazos verbales, enunciados casi telegráficos que apuestan por la contundencia y por lo general ganan: “El mundo se torna cada vez más intangible, nublado y espectral. Nada es sólido y tangible”.

 

Byung-Chul Han afirma que el mundo contemporáneo está perdiendo su carácter terreno, y no porque ya se haya conseguido la vida artificial ni tampoco gracias a los viajes espaciales. ¿Entonces? La descontinuación de las cosas está ocurriendo a fuerza de codificar todo lo perceptible en unos y ceros. “El orden terreno está siendo hoy sustituido por el orden digital. Este desnaturaliza las cosas del mundo informatizándolas”. Así, la información acerca de las cosas sustituye a las cosas mismas. La realidad cada vez es menos sólida: ya ni siquiera es líquida, como advertía Zygmund Bauman, es vaporosa, como la nube.

 

 

Tierra-Data

 

Hace 22 años afirmaba yo que la digital es “una revolución de conciencia”. Argumentaba que “por primera vez en la historia de la humanidad, desde la tecnología, se están modificando no solamente las maneras de manipular materiales y procesos, ideas y emociones, sino incluso las percepciones y sensaciones” (La revolución digital, una aproximación)… Pero me quedé corto. La revolución digital también está teniendo un impacto físico a escala planetaria. Hace un par de años contaba aquí que más del 90% de los datos del mundo actual se han creado durante los últimos 10 años, y el proceso se acelera constantemente, de tal suerte que se estima que alrededor del año 2245 la mitad de la masa de la Tierra se convertiría en masa de información digital.

 

 

No-cosas

 

También Byung-Chul Han alerta sobre el gran cambio:

·      “Ahora producimos y consumimos más información que cosas”. 

·      “Ya nos hemos vuelto todos infómanos”, adictos a los datos. Nos urge saber, aunque no entendamos nada. “Hoy corremos detrás de la información sin alcanzar un saber. Tomamos nota de todo sin obtener un conocimiento.”

·      “La informatización del mundo convierte las cosas en infómatas, es decir, en actores que procesan información”.

·      Los infómatas nos informan, pero también informan sobre nosotros; nos vigilan, nos ayudan, pero al mismo tiempo nos controlan. 

·      El mundo se está convirtiendo efectivamente en un cosmos post-factual: “el orden digital desfactifica la existencia humana”.

·      La realidad que se instaura a pasos agigantados es una meta-realidad: “su divisa es: el ser es información”.

·      “La información por sí sola no ilumina el mundo. Incluso puede oscurecerlo.” Hace tres años lo decía aquí de otra manera: “nuestras capacidades epistemológicas están drásticamente sobrepasadas por la capacidad de generación y difusión de información que hemos logrado con la tecnología, especialmente a partir de la revolución digital.”

·      “El orden digital pone fin a la era de la verdad y da paso a la sociedad de la información posfactual”. Peor: la entropía informativa —el caos informativo— nos encierra cada vez a más personas en el prodigio que vislumbró en Mona Lisa Overdrive (1988) William Gybson: la jaula infinita, en donde la información circula sin referencia alguna a la realidad terrena.

miércoles, 7 de septiembre de 2022

Dialéctica de México y los mexicanos

  

… los hombres se han formado siempre ideas falsas acerca de sí mismos,

acerca de lo que son o debieran ser. Han ajustado sus relaciones

a sus ideas acerca de Dios, del hombre normal, etcétera.

Los frutos de su cabeza han acabado por imponerse a su cabeza.

Ellos, los creadores, se han rendido ante sus criaturas.

Carlos Marx, La ideología alemana.

 

 

 

1

 

Para que los mexicanos existamos, ¿tuvo que ser antes México? O quizá ocurrió al revés: ¿originalmente fueron los mexicanos y luego México? ¿Qué fue primero, México o los mexicanos?


Anónimo, Niña haciendo una bandera (1930)

 

 

2

 

Desde una perspectiva filosófica, metafísica, la cuestión se presenta como un dilema, es decir, como un problema que ofrece dos posibles soluciones, ninguna de las cuales es inequívocamente aceptable, de tal suerte que el planteamiento nos deporta a una situación de irresolución engorrosa. Podemos equiparar nuestro cuestionamiento con el antiquísimo dilema del huevo y la gallina, “un caso paradigmático de la sagrada perplejidad, madre de todas las especulaciones” —Hugo Hiriart dixit (Sobre el huevo). Si queremos hallar la mejor salida a la disyuntiva empleando este modelo, conviene acudir al consejo del viejo y confiable Aristóteles, quien, si bien jamás se refirió explícitamente al dilema del huevo y la gallina, sí que atendió el mismo embrollo, aunque significándolo con otra metáfora: “… la semilla procede de otros que son anteriores y plenamente realizados, y lo primero no es la semilla, sino lo plenamente realizado. Así, podría decirse que el hombre es anterior al esperma, no el que se genera a partir de éste, sino de otro del cual procede el esperma” (Metafísica, 1073a). El hombre, claro, equivale a la gallina, y el esperma, al huevo. El argumento suele generalizarse echando mano de dos categorías de la lógica formal aristotélica: primero tiene que ser la gallina por la llamada anterioridad del acto sobre la potencia. ¿Estamos? Bien, pero aunque así fuera… o no, en el caso de nuestro dilema, el de México o los mexicanos, ¿qué podemos tomar como acto y qué por potencia?

 

 

3

 

Desde el punto de vista filológico, aparentemente puede resultar más sencillo dar con la respuesta. México es un topónimo —el nombre propio de un lugar—, y mexicanos, el plural del gentilicio correspondiente y del adjetivo: mexicano, natural de México y perteneciente o relativo a México o a los mexicanos, respectivamente. Y si bien dos entidades federativas de este país llevan en su nombre el mismo vocablo —Estado de México y Ciudad de México—, así como cinco localidades urbanas, 168 rurales y casi cuatro mil calles, el topónimo en principio se refiere al país comúnmente conocido como México. Considerando lo anterior, desde ya es posible asegurar que con anterioridad a México hubo mexicanos, o mejor, mexicanos y mexicana, porque recordemos que, al tiempo que se declaró la independencia de la metrópoli ibérica y el fin del Virreinato de la Nueva España, no surgió un país llamado México: “Esta América se reconocerá por Nación soberana e independiente, y se llamará en lo sucesivo Imperio Mexicano” (Tratados de Córdoba, 24/VIII/1821).


Anónimo, Tratados de Córdoba. S. XIX. Litografía.


Efectivamente, la primera forma de organización política que ensayó el naciente Estado Nacional fue la monarquía constitucional. El novel país tomó como cimientos la enorme demarcación geopolítica colonial y el conglomerado demográfico que aquí vivía, pero sobre todo el ideal del progreso y el potente aglutinante de una comunidad imaginaria que el patriotismo criollo venía conformando desde hacía algunas décadas: “la Nación Mexicana —según podemos leer en el Acta de independencia (28/IX/1821)— que por trescientos años, ni ha tenido voluntad propia, ni libre uso de la voz, sale hoy de la opresión en que ha vivido”. La idea de nación es tan moderna como la de Estado.


José Agustín Arrieta, La Sorpreza. 


Ni al principio ni después: en estricto sentido, nuestro país oficialmente nunca se ha llamado México. En los Sentimientos de la Nación (1813), Morelos y Quintana Roo aluden a América. Luego, en la primera proclama de independencia de este país, el Congreso de Anáhuac lo bautiza como América Septentrional. En ninguno de estos documentos se menciona nunca ni a México ni a los mexicanos. Después de la caída del primer Imperio, en la constitución federalista de 1824 nomina al país Nación Mexicana, en 1857 cambia a República Mexicana y durante la intervención Imperio Mexicano otra vez. En 1867 de nuevo República Mexicana, y a partir de 1917 Estados Unidos Mexicanos. Así que nominalmente no hay duda: mexicanos hubo antes que México.

 

Ahora bien, previamente a la existencia del país, antes de la Independencia, ya la Real Academia de la Lengua (RAE) incorporaba el vocablo mexicano en su diccionario (4ª edición, 1803).  Curiosamente, no sería sino hasta más de medio siglo después que la misma RAE decida que el nombre común de nuestro país, México, tenga una llamada en su repertorio de palabras, y eso, en su Suplemento al Diccionario de la lengua española de 1970. Con todo, en ninguno de los dos casos se trató de su primera aparición en un diccionario de nuestro idioma. Sebastián de Covarrubias incluye México en su Tesoro de la lengua castellana o española, de 1611, mientras que mexicano la encontramos en el Vocabularium Hispanicum Latinum et Anglicum copiossisimum de 1617. Por supuesto, en los albores del siglo XVII mexicano no podía referirse al ciudadano de México, en cambio sí al oriundo de estas tierras, particularmente a la gente de la ciudad que a la postre sería la capital del país y entonces era el corazón de la Nueva España.

 

En uno de sus Ensayos —“De la experiencia”— Michel Eyquem de Montaigne informa: “Es la lección primera que los mexicanos suministran a sus hijos cuando al salir del vientre de las madres van así saludándolos: ‘Hijo, viniste al mundo para pasar trabajos: resiste, sufre y calla’.” Estas líneas fueron escritas en 1591, así que Montaigne no se refería a los ciudadanos de México, el cual no existiría sino 230 años después. Tampoco podía aludir al pueblo que se formó a partir del mestizaje. ¿Entonces? Seguramente estaba pensando en la población nativa de las tierras conquistadas por Cortés, en los pueblos originarios. Y de este lado del Atlántico, desde los primeros hispanoparlantes de la Nueva España —españoles, criollos, mestizos e indios también— hablar de “los mexicanos” era referirse a los indígenas, particularmente a los mexicas, “los antiguos mexicanos”, y por extensión a todas las demás etnias, cada vez más al paso de los años. A finales del siglo XVIII, Francisco Xavier Clavigero describía así a sus paisanos: “Los mexicanos tienen una estatura regular, de la que se apartan más bien por exceso que por defecto, y sus miembros son de justa proporción; buena carnadura…” El historiador jesuita se refiere a la población indígena, a los naturales; en principio, a la nación de los mexicanos o mexicas, y por extensión a “las [demás] naciones que ocuparon la tierra de Anáhuac antes de los españoles”.

 

 

4

 

Dado que los mexicas o antiguos mexicanos —quienes llegaron a la gran cuenca lacustre del altiplano mesoamericano procedente de otros lares— fundaron México, se concluye fácilmente que, desde una perspectiva histórica, o más precisamente histórica-mitológica, los mexicanos tuvieron que existir necesariamente mucho antes de que México apareciera en cualquier mapa.


 

Recordemos que aztecas y mexicas son los mismos, o mejor: los que se llamaban aztecas cambiaron su nombre para convertirse en mexicas. Antiguos códices y documentos cartográficos —como la Tira de la Peregrinación, el Azcatitlan, el AubinTelleriano RemensisVaticano AMapa de SigüenzaAtlas de Durán, entre otros— señalan que los aztecas radicaban en Aztlán, topónimo apocopado de Aztatlán, “lugar de garzas”. De ahí, de Aztlán, proviene el gentilicio azteca. También se menciona Chicomóztoc, “sitio de las siete cuevas”. Ambos términos también son referidos en libros como la Historia de Diego Durán, la Crónica Mexicana y la Crónica Mexicáyotl de Hernando Alvarado Tezozómoc, la Historia de los Mexicanos por sus Pinturas, las Relaciones de Chimalpain, la Historia de Cristóbal del Castillo, así como en las investigaciones realizadas por Motolinía, Mendieta y Torquemada. Don Miguel León Portilla resume: “… en Aztlán Chicomóztoc… tenían un sacerdote llamado Huítzitl, el cual suplicaba a… su dios protector, Tezcatlipoca, que liberara a su pueblo. El dios portentoso oyó su petición y ordenó… que salieran de ese lugar y abandonaran para siempre a sus antiguos dominadores los aztecas chicomoztocas” (Los aztecas, disquisiciones sobre un gentilicio). Tezozómoc recalca algo curioso: “se vinieron a pie para acá” (Crónica mexicáyotl, 1598). Si el trayecto fue en tierra, ¿de qué otro modo habrían podido hacerlo?

 

Varias fuentes coinciden en que, además de los aztecas, integraban aquella diáspora más grupos nahuatlacas, pero pronto las relaciones se concentran en los seguidores de Huítzitl. Hasta aquí no existen ni Huitzilopochtli ni los mexicas ni México. Después, en determinado momento de su peregrinar, la deidad que los guiaba decidió no sólo que cambiarían de apelativo sino también cuál sería el nuevo: “Y enseguida allá les cambió su nombre a los aztecas. Les dijo: Ahora ya no será vuestro nombre el de aztecas, vosotros seréis mexicas, y allí les embijó las orejas. Así que tomaron los mexicas su nombre. Y allá les dio la flecha y el arco y la redecilla. Lo que volaba, bien lo flechaban los mexicas” (Códice Aubin). Fray Juan de Torquemada relata en su Monarquía Indiana (1615) que, por intermediación del sacerdote Huítzitl, su dios ordenó: “… quiero que, como escogidos míos, ya no os llaméis aztecas sino mexicas; y que aquí fue donde primeramente tomaron el nombre de mexicanos…” Subrayemos que este episodio sucedió antes de que México fuera fundado, incluso antes de que los aztecas-mexicas supieran en dónde tendrían que levantar su ciudad. “El cambio de nombre prevaleció. En los textos en náhuatl, aunque a veces con algunas pequeñas variantes, se empleó el gentilicio mexica. A su vez en las crónicas y otros escritos en castellano, el nombre se transformó en mexicanos”, explica León Portilla, y enseguida hace un apunte importante: “Hernán Cortés en sus cartas de relación se refiere casi siempre a ellos con esta expresión ‘los de México’”. Bernal Díaz del Castillo y López de Gómara y llamarán a los vecinos de la gran ciudad lacustre mexicanos.Desde entonces, asegura León-Portilla, “todos cuantos escribieron en el periodo colonial emplearon el mismo vocablo”.

 

Sabemos qué sucedió después; no es espacio aquí para narrar cómo y dónde decidieron erigir su propio axis mundi, y comenzar la edificación de México-Tenochtitlán. Destaquemos solamente que mexicas/mexicanos fueron antes México.

 

 

5

 

Podría quedar así resuelto el dilema, pero ya lo decía Bataille, “la verdad tiene una sola cara: la de una violenta contradicción”. Dejemos, pues, que el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma regrese la pelota al tlachtli: “La historia nos señala por otro lado que muy posiblemente los aztecas o mexicas estaban sujetos, allá por el año 1000 de nuestra era, a pueblos como el tolteca. Es decir que eran una provincia tributaria del tolteca Tula y que…, como ocurre en varias ocasiones en la historia mesoamericana, en un momento de debilidad de ese centro que los tiene controlados van a poder avanzar y ayudar a la destrucción de Tula…, hasta venir a dar al centro de México, en donde las tierras ya estaban ocupadas, y en realidad se les va a permitir que se establezcan en unos islotes en medio del lago de Texcoco que… estaban bajo el control del señor de Azcapotzalco. Es decir que todo el mito que se crea, de que van a llegar al lugar señalado por… Huitzilopochtli donde está el águila, etcétera, posiblemente es un dato que posteriormente ellos elaboran para sacralizar su salida de su lugar de origen, Aztlán, y para sacralizar y legitimar también su asentamiento en el lugar en el que van a fundar, México-Tenochtitlán” (Los aztecas, su Templo Mayor, documental de Eduardo Carrasco Zanini, 2002). Si así sucedieron las cosas, medio nombre de su ciudad, México, y el suyo, mexicas, lo tomaron del agua, del lago de Texcoco, al que esotéricamente llamaban el lago del Meztliapan. Queda sin respuesta la pregunta: ¿somos acto o potencia de la historia?