Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Reinventar la nación

En el colofón del siglo XV, aparecieron en el horizonte de la cultura occidental, simultáneamente, el Nuevo Mundo y el orden político de la Modernidad. Los Estados modernos permitieron la integración sociopolítica al interior de los nacientes países y la conformación del un nuevo orden geopolítico de Europa; además, se erigieron como los protagonistas en la relación del Viejo Continente con el resto del planeta. Poco más de trescientos años después, las posesiones de la Corona española en América se aventuraron por el camino de la emancipación siguiendo dos guiones fundacionales: el ánimo de romper con el régimen colonial y la afiliación al paradigma del Progreso. Buscando senda hacia un mejor futuro, con las luces de la Ilustración y al amparo del ejemplo de las dos grandes revoluciones políticas del siglo XVIII —la independentista de las colonias norteamericanas y la Francesa—, las entidades políticas que emergieron desde la Patagonia hasta la Alta California optaron por el Estado moderno para encausarse hacia el Progreso, reclamando cada una para sí una legitimidad basada en la soberanía nacional.


La idea de nación es tan moderna como la de Estado. Se trata de una creación en la cual al menos intervienen, en distinta jerarquía dependiendo de cada caso, dos bases, una cívica y otra étnica. La primera concepción, la de nación, se refiere a grupos sociales asentados en un determinado territorio, con una economía y leyes comunes, y que, al menos idealmente, abrevan de un mismo sistema de valores e ideológico. La segunda, la del Estado, remite a las poblaciones que se identifican en un pasado y ancestros compartidos, tejen comunidades con un cierto grado de solidaridad, y tienen costumbres más o menos afines. En ambos casos, se precisa una voluntad de unir lo diverso. Paradójicamente, la fuerza de cohesión más fuerte de la que suele disponer el ideal de nación es la de hacerse pasar como una entidad inmanente, desvaneciendo en el imaginario colectivo su carácter de invento. En Hispanoamérica, si bien desde los brotes independentistas se buscó crear un concepto de nación cívico, en México hubo primero que echar mano de una noción bastante más arraigada, la de patria. Durante la época colonial, el concepto de nación se empleó para señalar a los diferentes grupos étnicos, incluso a los grupos aislados de la hegemonía de la Corona española. En cambio, en la tradición hispánica, la idea de patria resultaba mucho más concreta, en lo territorial y en lo genealógico: la patria, el terruño, el legado de los padres. En el discurso independentista resultaron muy útiles dos acepciones ligadas al término patria: tierra natal y libertad, de aquí somos y tenemos derecho a ser como nos dé la gana. Con esa carga semántica, el patriotismo criollo fue el pilar a partir del cual se comenzó a construir la nación cívica. Luego, a causa de la invasión napoleónica a España, la dimensión institucional de nación se fortaleció: la idea de nación igualada a la de un pueblo gobernado por una misma autoridad. Desde esa perspectiva, el cuerpo nacional español se componía entonces de la nación peninsular y de la nación americana. Lo anterior, claro, favoreció la consolidación de la nación cívica.


Alcanzada la independencia, para distinguirse ya no del origen colonial común, sino entre sí, fue necesario que el proceso de invención de las distintas nacionalidades pasara por una etapa de singularización, durante la cual se pusieron en marcha mecanismos de mitificación y apropiación simbólica del mundo indígena, de la realidad prehispánica que seguía, por supuesto, viva. Ello resultó de gran ayuda para conformar identidades como la “mexicana”, la “peruana”, etcétera, esto es, una distinción hacia afuera. En cuanto a la unificación al interior, los liberales decimonónicos apostaron por la política: tuvieron lo que Charles A. Hale llamó fe en la magia de las constituciones. Las leyes, apostaban, homogeneizarían. Con la mira puesta en la construcción de una nación de ciudadanos, se buscó sobreponer a la amplia dimensión cultural una específicamente institucional. Las desigualdades étnicas no tenían por qué determinar necesariamente las desigualdades sociales, siempre y cuando existiera el aparato legal adecuado. Pero en los hechos las cosas no se dieron así: “la nación de ciudadanos se vía obstaculizada por ‘la abyección de muchos siglos’... y el apego a las costumbres... A partir de esta concepción, la nación cívica... da paso a la nación civilizada, cuya imagen se irá asociando paulatinamente a la exclusión de los elementos que no se adapten a ella” (Mónica Quijada, ¿Qué nación?).


El indio heroico y sabio quedó encapsulado en un pasado mítico, porque en la realidad había que batallar ahora con ‘salvajes’ irredentos. Entonces, la nación civilizada daría paso al ideal de la nación homogénea, en la cual las dimensiones cultural, institucional y territorial serían absorbidas. El mestizaje poco a poco pasaría a ser una suerte de respuesta al enigma de la identidad nacional.

Absortos en ese espejismo entramos al siglo XX. Vasconcelos tramó el relato de la raza de bronce y el nacionalismo sustituyó completamente al vetusto patriotismo criollo. Hoy, luego de que el nacionalismo impulsado por los grupos triunfantes en la Revolución Mexicana luce incapaz de sobreponerse a la caricaturización de sí mismo, más nos valdría tener en mente que la nación nunca ha estado ahí, siempre ha sido necesario inventarla, reinventarla.

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