La semana pasada, al término de su participación en un foro organizado por la Universidad Complutense, el filósofo francés de origen sefaradí Edgar Morin (París, 1921), se refirió al clima de desesperanza que desde hace un rato se ha propagado por todo el mundo: “Las viejas generaciones tienen la sensación de que fueron engañadas en su fe en el comunismo, en una sociedad democrática armoniosa, civilizada, en el progreso como ley de la historia… Todo eso se desintegró y hoy los jóvenes están totalmente desorientados. Hay posibilidades, no probabilidades de esperanza… Antes la esperanza era una fe; ahora es sólo esperanza”. Esta declaración del pensador octogenario ocurre días antes de la conmemoración del veinte aniversario de la caída del Muro de Berlín: a las ocho y media de la noche del lunes 9 de noviembre, el líder de Solidaridad, Lech Walesa, empujó, junto a Miklos Nemeth, primer ministro húngaro en 1989, la primera pieza del dominó gigante que en la ceremonia simbolizaba el detestable Muro. A un lado, Gorbachov y Ángela Merkel. Pero el espíritu festivo que levantaron las imágenes que cundieron por las pantallas de todo el orbe resultó efímero, dio apenas para mantener una sonrisa mientras comenzaba el siguiente corte informativo. La alegría se esfumó rápido porque esas imágenes traen recuerdos, no disparan esperanzas.
En un texto impecable e implacable, Agustín Basave (“El renacimiento de México”, Excélsior, 9/XI) perfila a la generación que hoy batalla en el tránsito de la vida adulta: “Capeamos como pudimos el temporal de evidencias que demostraban que, una vez enterrado el socialismo real y entronizada la globalidad, el repliegue del Estado interventor y la apertura comercial constituían la única opción cabalmente viable. Las pruebas eran contundentes: la quiebra de la Unión Soviética y de sus aliados había engendrado al antifantasma de mano invisible que después de recorrer Europa se seguía de frente rumbo a los países del Tercer Mundo. Así, frente a argumentos abrumadoramente realistas, acabamos encogiéndonos de hombros e ingeniándonoslas para abrigar esperanzas de que la justicia social se abriera paso entre las inefables fuerzas del mercado”. Pero no, la justicia social no se abrió paso. El propio Basave esquiva la frialdad de las estadísticas y traza el cuadro: seguir como vamos “equivaldrá a hundirnos cada vez más: ayer nos rebasó España, hoy nos rebasa Brasil y al paso que vamos mañana nos rebasará Nigeria”.
La advertencia que hace Agustín se suma a voces que comienzan a generalizarse es urgente replantearnos, replantarnos en la historia. Hace unos días, el rector de la UNAM, José Narro, dijo que tenemos que darnos la oportunidad de revisar el modelo de desarrollo y de organización, porque el que tenemos “ya no sirve ni para vernos hacia afuera, y mucho menos para resolver los problemas internos”.
Sin minimizar la gravedad de la coyuntura mexicana, pienso que el problema no es sólo nuestro. El broncón que nos tocó vivir no es cómo cambiar el modelo de desarrollo, va más allá, implica reformular qué queremos entender por desarrollo. El paradigma civilizatorio sencillamente se nos agotó.
Hace doscientos años, México, junto con toda Hispanoamérica, se conformó como una nueva unidad política echando mano de dos pilares fundacionales: por un lado, la ruptura respecto al antiguo régimen colonial, y por la otra, la adopción consciente de un paradigma civilizatorio forjado en la Ilustración: el ideal del Progreso, alma mítica de la Modernidad (Franz Hinkelammert dixit). Hoy, la desesperanza que se respira en todo Occidente tiene que ver con el gran revés del ideal del progreso: el desarrollo científico, tecnológico y económico no asegura ni desarrollo humano ni justicia social. El progreso sí genera desarrollo, pero uno, según Morin, “cuyo modelo, ignora que esta civilización está en crisis, que su bienestar trae malestar, que su individualismo trae encierros egocéntricos y solitarios, que sus florecimientos urbanos, técnicos e industriales implican estrés y daños, y que las fuerzas que ha desencadenado conducen a la muerte nuclear y a la muerte ecológica. No necesitamos continuar, sino un nuevo comienzo”.
Entonces, más allá de los estira y aflojes de la crisis financiera global, de los gritos y sombrerazos en el Congreso para aprobar lo que luego nadie dice que quería aprobar, de la mayor o menor precisión con que se pueda mesurar la pobreza o el crecimiento económico, de las discusiones de si el Estado es fallido o con fallas, es el concepto mismo de desarrollo el que
ya dio de sí. Es en este amplio sentido en el que, me parece, hay que leer el desafío que propone Basave: “Tenemos que lanzar una cruzada por la creatividad asumiendo que el dogma es catástrofe y la originalidad es redención. Si creemos que ser libres implica ser injustos, del salto del siglo XXI caeremos en el siglo XVIII”.
The winds of change de Scorpions es hoy una oldie…, como el ideal civilizatorio del progreso.
En un texto impecable e implacable, Agustín Basave (“El renacimiento de México”, Excélsior, 9/XI) perfila a la generación que hoy batalla en el tránsito de la vida adulta: “Capeamos como pudimos el temporal de evidencias que demostraban que, una vez enterrado el socialismo real y entronizada la globalidad, el repliegue del Estado interventor y la apertura comercial constituían la única opción cabalmente viable. Las pruebas eran contundentes: la quiebra de la Unión Soviética y de sus aliados había engendrado al antifantasma de mano invisible que después de recorrer Europa se seguía de frente rumbo a los países del Tercer Mundo. Así, frente a argumentos abrumadoramente realistas, acabamos encogiéndonos de hombros e ingeniándonoslas para abrigar esperanzas de que la justicia social se abriera paso entre las inefables fuerzas del mercado”. Pero no, la justicia social no se abrió paso. El propio Basave esquiva la frialdad de las estadísticas y traza el cuadro: seguir como vamos “equivaldrá a hundirnos cada vez más: ayer nos rebasó España, hoy nos rebasa Brasil y al paso que vamos mañana nos rebasará Nigeria”.
La advertencia que hace Agustín se suma a voces que comienzan a generalizarse es urgente replantearnos, replantarnos en la historia. Hace unos días, el rector de la UNAM, José Narro, dijo que tenemos que darnos la oportunidad de revisar el modelo de desarrollo y de organización, porque el que tenemos “ya no sirve ni para vernos hacia afuera, y mucho menos para resolver los problemas internos”.
Sin minimizar la gravedad de la coyuntura mexicana, pienso que el problema no es sólo nuestro. El broncón que nos tocó vivir no es cómo cambiar el modelo de desarrollo, va más allá, implica reformular qué queremos entender por desarrollo. El paradigma civilizatorio sencillamente se nos agotó.
Hace doscientos años, México, junto con toda Hispanoamérica, se conformó como una nueva unidad política echando mano de dos pilares fundacionales: por un lado, la ruptura respecto al antiguo régimen colonial, y por la otra, la adopción consciente de un paradigma civilizatorio forjado en la Ilustración: el ideal del Progreso, alma mítica de la Modernidad (Franz Hinkelammert dixit). Hoy, la desesperanza que se respira en todo Occidente tiene que ver con el gran revés del ideal del progreso: el desarrollo científico, tecnológico y económico no asegura ni desarrollo humano ni justicia social. El progreso sí genera desarrollo, pero uno, según Morin, “cuyo modelo, ignora que esta civilización está en crisis, que su bienestar trae malestar, que su individualismo trae encierros egocéntricos y solitarios, que sus florecimientos urbanos, técnicos e industriales implican estrés y daños, y que las fuerzas que ha desencadenado conducen a la muerte nuclear y a la muerte ecológica. No necesitamos continuar, sino un nuevo comienzo”.
Entonces, más allá de los estira y aflojes de la crisis financiera global, de los gritos y sombrerazos en el Congreso para aprobar lo que luego nadie dice que quería aprobar, de la mayor o menor precisión con que se pueda mesurar la pobreza o el crecimiento económico, de las discusiones de si el Estado es fallido o con fallas, es el concepto mismo de desarrollo el que
ya dio de sí. Es en este amplio sentido en el que, me parece, hay que leer el desafío que propone Basave: “Tenemos que lanzar una cruzada por la creatividad asumiendo que el dogma es catástrofe y la originalidad es redención. Si creemos que ser libres implica ser injustos, del salto del siglo XXI caeremos en el siglo XVIII”.
The winds of change de Scorpions es hoy una oldie…, como el ideal civilizatorio del progreso.
1 comentario:
Me parece que abordas la cuestión con profundidad. Yo me quedé en la reflexión sobre un modelo de proyecto de nación, mas no en uno de civilización para México. Las cuestiones que ahora me inquietan, a razón de leer tu aportación, son si la Revolución de la Esperanza, y lo que algunos entendemos como la revolución del tener al ser, ambas esbozadas por Erich Fromm, serán suficientes para cambiar el paradigma hacia la sociedad global y justa del siglo XXI que no solo merecemos, sino a la cual todos tenemos derecho. ¿quién reescribirá el nuevo Contrato Social?
Víctor Estrella.
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