We are an impossibility in an impossible universe.
Ray Bradbury
Cosa tremendamente escasa es la materia. Lo digo poniéndola en su contexto, en el contexto que le corresponde: el sumo entorno, el máximo, el de la totalidad del espacio, del tiempo y sus contenidos. Ahí, aquí, allá, hoy y siempre, la presencia de la materia ha sido, es y será parva, ínfima. El componente mayoritario del Universo es una fuerza gravitacional repulsiva, la energía oscura, la cual representa el 68% de absolutamente todo lo que existe. De lo poco que queda, la gran parcialidad, el 27%, la ocupa la materia oscura, sobre la cual, por cierto, prácticamente no tenemos claridad alguna. Así que el conjunto de todos los átomos, la llamada materia ordinaria, representa apenas el 5% del Universo. WASP-17b —uno de los planetas más grandes que los astrónomos han podido observar—, los más de diez mil billones de hormigas vivas que pululan por los continentes e islas terrícolas, Rho Cassiopeiae —una estrella 300 mil veces más brillante que el Sol y con un radio 450 tantos mayor al solar—, todas las plantas y pollos y metales, los zapatos y la basura, las galaxias, los 1,400 trillones de litros de agua que circulan por este planeta, los gases, los cuerpos celestes, toda la masa y las formas no-másicas de la materia, como la luz y la radiación electromagnética, usted mismo, nosotros, ese humilde todo material no pasa de ser una marginalidad universal, pura menudencia ontológica.
Y ya ubicados en la pequeñez del sub-universo material, resulta un insólito privilegio no ser hidrógeno o helio. Fuera de este par de simples elementos, queda una poquedad para lo más complejo: casi el 90% de total de la materia que existe en el Universo es hidrógeno, y del resto, la mitad es helio. Sin ir más lejos, la masa de la estrella enana amarilla que orbitamos se integra casi por completo de hidrógeno (73%) y helio (25%), y en el Sol está fusionándose el 99,86% de toda la masa del sistema solar.
En nuestro planeta —por cierto, bien llamado Tierra y no Agua, como suelen pedir algunos, pensando en la inmensidad de los océanos pero sin considerar que, de cada tres millones de moléculas en el planeta, solamente una es de agua—, la masa total se integra de hierro (32%), oxígeno (30%), silicio (15%), magnesio (14%) y pequeñas cantidades de otros elementos, entre ellos carbono, ingrediente de toda la vida conocida.
En el ámbito terrícola, la biota entera es una insignificancia física. La biósfera es una delgadísima capa que cubre el globo —“algunas aves llegan a volar a altitudes de hasta 1,800 metros y ciertos peces viven hasta 8,370 metros bajo el agua, por no mencionar las arqueas extremófilas y las bacterias que habitan en niveles profundos de la corteza” (Gente/Territorio: los humanos en el espacio, Germán Castro)—, que en total alcanza una masa de menos de 600 mil millones de toneladas.
Con todo y nuestra nimiedad atómica, usted y yo somos parte de la especie que, en cosa de nada, en el instante más reciente —no sumamos ni 100 mil años trastocando el mundo—, ha modificado el entorno global. Somos una rareza: materia, materia viva, consciente y creadora.
En un trabajo publicado 2016, Jan Zalasiewicz y otros (Scale and diversity of the physical technosphere: A geological perspective) proponen el concepto tecnosfera, para referirse tanto a la gente y las estructuras sociales como a la infraestructura física y los artefactos tecnológicos que sustentan los flujos de energía, información y materiales que permiten que el funcionamiento del sistema. El término considera componentes de alcance global, tanto activos como residuales, entre los cuales se produce un continuo crecimiento, transformación y reincorporación. Incluyen “entidades tan diversas como centrales eléctricas, líneas de transmisión, carreteras y edificios, granjas, plásticos, herramientas, aviones, bolígrafos y transistores.” Claro, la tecnosfera interactúa con las otras esferas; “por ejemplo, los humanos y sus animales domésticos y plantas cultivadas, que ahora constituyen gran parte de la biosfera y a su vez están incrustadas dentro de la tecnosfera”. Según estimaciones “muy preliminares”, concluyen que la tecnosfera alcanza una masa de aproximadamente 30 millones de millones de toneladas.
Hace 20 años, en un texto publicado en la revista de investigación de la UAA Caleidoscopio (La revolución digital, una aproximación), me refería yo los alcances de la revolución digital. Generalizando, afirmaba —sigo pensando así— que la revolución digital es “una revolución de conciencia; por primera vez en la historia de la humanidad, desde la tecnología, se están modificando no solamente las maneras de manipular materiales y procesos, ideas y emociones, sino incluso percepciones y sensaciones”. La alteración de nuestra concepción de tiempo y espacio está cambiando, consecuentemente, nuestra realidad… Pero me quedé corto. La revolución digital también está teniendo un impacto físico a escala planetaria.
Hace unos días, el doctor Melvin M. Vopson, físico de la Universidad inglesa de Portsmouth, publicó en la revista AIP Advances una ponencia sorprendente, The information catastrophe, en la cual brinda una perspectiva desconcertante del alcance físico de la revolución digital. Parte del hecho es que la producción de información es imparable y cada día nos apresuramos más y más en generarla: el 90% de los datos del mundo actual se han creado durante los últimos 10 años. “Considerando la densidad de almacenamiento de datos actual, la cantidad de bits producida al año…, a una tasa de crecimiento anual del 50%, el número de bits igualará al número de átomos en la Tierra en unos 150 años”. Y la tasa de crecimiento que emplea es conservadora —la International Data Corporation estima que la tasa actual de crecimiento de datos es del 61%, y seguramente se acelerará—. Además, la pandemia de #COVID-19 ha acelerado el proceso. “En aproximadamente 130 años la energía necesaria para mantener la creación de información digital equivaldrá a toda la energía producida actualmente en el planeta Tierra”. Vopson , como otros investigadores, defiende la idea de que la información es un quinto estado de la materia, y dado que al borrarse, desprende algo de calor, hipotetizan la masa que tiene un bit. Si sus cálculos son correctos, alrededor del año 2245 la mitad de la masa de la Tierra se convertiría en masa de información digital. El planeta entonces podría cambiar de nombre.
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