jueves, 29 de julio de 2021

Oscilaciones

  

“Uno de los movimientos periódicos más importantes que han sido observados en la naturaleza es el movimiento oscilatorio…, la familia de trayectorias que ocurren en un sistema conservativo alrededor de un punto de equilibrio estable. Cada miembro de esta familia se llama oscilación.”

Martha Álvarez-Ramírez y Antonio García, El movimiento oscilatorio.

 

 

89/90

Oaxaca, Oax.; agosto, 1990. La junta concluyó casi a las nueve de la noche. Habíamos levantado el censo de población en marzo, y el ritmo no bajaba: procedentes de todo el país, atendíamos una reunión con miras al siguiente operativo, el censo agropecuario de 1991. Las sesiones ocurrían en el mismo hotel en el que estábamos hospedados, así que, al terminar, en tropel todos subimos a las habitaciones a botar portafolios y montañas de documentos, y a acicalarnos un poco antes de bajar a cenar… y, claro, a seguir hablando de trabajo. Ante tal perspectiva, subí a botar el altero de papeles, me lavé la cara y salí a caminar… Anduve por varias calles, y ya con el hambre exigiéndome un alto, pasé frente a una fondita en cuya en entrada se anunciaba: Here we hate nescafé / Here we love coffee. De aquí soy, me dije. El sitio estaba atestado.

 

— Si quieres —hace 31 años, nadie me hablaba de usted—, pídeles chancecito ahí —me sugirió una mesera, señalando una silla desocupada en medio de una gringada mochilera.

 

— May I?

 Cené dos tlayudas. Tomé mucho café. Los gringos no eran gringos, resultaron alemanas y alemanes, oriundos de un país que habría de disolverse un par de meses después: Alemania Democrática. Todos habían participado nueve meses antes en las revueltas que terminaron con el derribo del Muro de Berlín. Platicamos hasta que cerraron ahí y luego le seguimos en una cantina. Con la alborada, regresé al hotel. El mundo estaba cambiando. Un año antes, Fukuyama había publicado un artículo en el que anunciaba el fin de la historia (The National Interest No. 16).

 

 

00/01

Aguascalientes, Ags.; septiembre, 2001. Acababa de dejar a mis hijas en el colegio —en aquel tiempo, mi principal actividad era la paternidad—. Ya entonces tenía mucho que había pasado el susto del cambio de milenio: el 1º de enero de 2000 las computadoras no se habían vuelto locas e, incluso, ya casi dos años después, como desde inicios de la década anterior, la última del siglo XX, la creencia generalizada era que la revolución digital traería sólo ventajas a la democracia, el mercado, la ciencia, el ideal occidental del progreso… Pero en el radio del automóvil habíamos escuchado algo absolutamente increíble: que un avión comercial se había impactado contra una de las torres gemelas de Nueva York. Llegando a casa prendí la televisión. CNN en Aguas, la globalización, you know. Unos minutos más tarde, como millones de televidentes en todo el orbe, me tocó ver en tiempo real cómo otra aeronave le pegaba a la otra torre; un minuto antes de las 10 de la mañana esa sería la primera en derrumbarse… La ciudad más importante de Estados Unidos, la superpotencia global, estaba siendo atacada. Si alguien podía destruir el WTC de NY, todo el mundo era vulnerable. En 1993, Samuel P. Huntington había publicado un artículo en respuesta a su exalumno Francis Fukuyama: The Clash of Civilizations (Foreign Affairs). 

 

 

16/17

Varadero, Cuba; noviembre, 2016. La noche en que murió Fidel Castro Ruz yo estaba en Cuba. Mi pareja y yo llevábamos varios días en la isla. Habíamos aterrizado en el aeropuerto José Martí de La Habana, un día después de que Donald Trump ganara las elecciones a la Presidencia de Estados Unidos. 

 

El megalómano y mega-anómalo, narcisista obcecado, mitómano desbocado, bocazas, gárrulo, patán, soez e incivil, zafio, golfo, vulgar, altanero, grotesco y ridículo, chabacano, desvergonzado, macarra, bravucón y pendenciero, depravado, sexista, machista, homófobo, racista, clasista, chovinista, retrógrado y prejuiciado, alevoso, fullero, autoritario y vil míster Trump se convertiría en el presidente número 45 de Estados Unidos el 20 de enero de 2017. Desde entonces fue innegable: el relato optimista de la globalización, la democracia, el libre mercado y la utopía tecnológica estaba totalmente desinflado.

 

Un mes antes de morir, Fidel había publicado en Granma “El cumpleaños”, un artículo sobre su 90 aniversario. Casi al final del texto, el barbudo advertía: “La especie humana se enfrenta hoy al mayor riesgo de su historia.” ¿Cuál, comandante en jefe? ¿El neoliberalismo, las Trump-etas del Apocalipsis, el cambio climático, la amenaza atómica? No, el desbocado crecimiento demográfico, advertía. Cuando triunfó la revolución cubana, enero de 1959, el planeta cargaba a cuestas 3 mil millones de seres humanos; cuando Fidel falleció, más del doble: 7.5 mil millones.

 

                        

19/20

Oaxaca, Oax.; marzo, 2020. A finales de marzo del 2020 mi pareja andábamos vacacionando en Oaxaca. Yo tuve que regresar a la Ciudad de México el 23, y aunque Inés pudo quedarse unos días más, el inminente inicio del confinamiento hizo que ya poco pudiera hacer. El Consejo de Salubridad General decretaría el día 30 la emergencia sanitaria nacional por el virus SARS-CoV-2.

 

En abril de 2018, yo advertía: “ventarrones de cambio atruenan por todo el planeta…, y no, no es el optimismo lo que campea… Se percibe inestabilidad por doquier, los chascos acechan, en cada rincón hay un monstruo listo para saltarnos encima…” En su libro 21 lecciones para el siglo XXI (2018), el historiador Yuval Noah Harari señalaba: “La gente ya está notando el cataclismo que se avecina”. Pero ya ven, los dos pilares del statu quo global, el capitalismo y los estados nación, no llegaron colapsar. Antes, un virus desató y propagó la catástrofe…, lo cual, como podemos ver apenas poco más de un año después, ha obligado dialécticamente a revitalizar todo, para darle nuevos aires tanto al capitalismo como a los vetustos estados nacionales. El péndulo oscila…

jueves, 22 de julio de 2021

Sin cuerpo no hay nada

  

Quizá Aristóteles continúe teniendo razón…

cuando afirma que el alma no es otra cosa que

la vitalidad del cuerpo, esa existencia que se perfecciona a sí misma

y que él denominó entelequia.

Hans-Georg Gadamer, El estado oculto de la salud.

 

 


“Sin cuerpo no hay nada”, tajante, me espetó hace algunos años el Maestro de El Pueblito. Él batallaba entonces con alguna afección. Desde entonces, esas palabras para mí son un apotegma. Anoche, buscando otras palabras que durante una conversación ni él ni yo alcanzamos a recordar en dónde exactamente había pronunciado Zaratustra, encontré otras con las que Nietzsche (1844-1900) trazó la misma idea: “… el despierto, el sapiente dice: cuerpo soy yo íntegramente, y ninguna otra cosa; y el alma es sólo una palabra para designar algo del cuerpo”. Y luego, esto que sigue, algo que vaya a usted a saber si es neurociencia o poesía: “El cuerpo es una gran razón, una pluralidad dotada de un único sentido, una guerra y una paz, un rebaño y un pastor… Instrumento de tu cuerpo es también tu pequeña razón…, a la que llamas ‘espíritu’, un pequeño instrumento, un pequeño juguete de tu gran razón… Dices ‘yo’, y estás orgulloso de esa palabra. Pero esa cosa aún más grande…, tu cuerpo y su gran razón, esa no dice ‘yo’, pero hace yo” (Así habló Zaratustra).

 

“Sin cuerpo no hay nada”. Pretendo tener presente la verdad que expresan estas cinco palabras, sobre todo cuando menos estoy al tanto de mi cuerpo, es decir, cuando estoy sano, un estado que usualmente transitamos desapercibidamente… Digo transitamos porque es una condición efímera. Por cierto, debemos a un hombre depresivo, aquejado continuamente por una plétora de enfermedades y dolencias —erisipela, neumonía, tifoideas, alcoholismo, arterioesclerosis, accidentes cardiovasculares…—, ganador en 1953 del Premio Nobel de Literatura, la siguiente definición: “La salud es un estado transitorio… que no presagia nada bueno” —me refiero, claro, a Winston Churchill—.

“Sin cuerpo no hay nada”, y resulta que cuando algo anda mal es cuando somos conscientes de él. Hace un par de meses me hallé un libro del entrañable filósofo alemán Hans-Georg Gadamer, en el que reflexiona con lucidez atronadora en torno a la salud: El estado oculto de la salud (Gedisa, 2017, originalmente publicado en alemán en 1993). Me pareció inteligente leerlo, no sólo por la consabida sabiduría y dilatada finura del filósofo, también porque el hombre necesariamente tenía muy claro de lo que hablaba: ¡vivió 102 años! (1900-2002).

 

Gadamer da en el clavo al evidenciar el carácter paradójico de la salud. Frente a la enfermedad, ¿qué persiguen el paciente y el médico? Un retorno, el regreso al equilibrio inconsciente: “… la meta suprema es volver a estar sano y así olvidar que uno lo está”. ¿Y qué es eso, qué es la salud? Enorme problema resulta definirla: “Se sabe, más o menos, qué son las enfermedades… Es posible colocarlas bajo la lupa… Pero la salud se aparta de un modo muy particular. Ella no es algo que se muestre como tal en un examen, sino es algo que existe justamente porque escapa a éste.” Cierto: cuando noestamos enfermos no hay disonancias, desentonos, disconformidades, rugosidades, topes o baches… Lo más parecido a una definición que aporta el filósofo establece: “la salud es… un estado de coincidencia con uno mismo”. Otra aproximación certera: “… un no ocuparse de uno mismo, de modo de estar abierto y dispuesto a todo?” Por eso, la pérdida de la salud es siempre un golpe de conciencia, una llamada de atención imposible de desatender: ¡Tú eres tu cuerpo, aquí y ahora! No puedes desatender que te duele la muela. Tú eres tu nariz que moquea, tu pie hinchado, tu abdomen que sientes estallar…: “… la enfermedad, ese factor de perturbación, hace presente, hasta el límite de la impertinencia, nuestra corporeidad, esa corporeidad que casi pasa inadvertida cuando no experimenta una perturbación.”

 

No tener fiebre no es estar sano, mantener los niveles de colesterol o de triglicéridos o de ácido úrico en determinados parámetros no es estar sano…: “… pueden establecerse valores estándar respecto de la salud. Pero si uno quisiera imponer a un individuo sano esos valores estándar, lo único que lograría es enfermarlo.”

 

Trece ensayos integran el libro: Teoría, técnica, práctica; Apología del arte de curar; Acerca del problema de la inteligencia; Experiencia de la muerte; Experiencia y objetivización del cuerpo; Entre la naturaleza del arte; Filosofía y medicina práctica; El estado oculto de la salud; Autoridad y libertad crítica; El tratamiento y la conversación; Vida y alma; La angustia y los miedos, y Hermenéutica y psiquiatría. Gadamer atiende la salud —“…algo que no se puede hacer”— y la enfermedad desde una perspectiva hermenéutica, y, claro, coloca el lenguaje en el lugar protagónico. Discípulo y amigo de Heidegger —y a través de él, de Husserl—, autor de obras fundamentales del pensamiento contemporáneo (Verdad y método, La herencia de Europa, Dialéctica de Hegel, en fin…), desde el amanecer de su carrera como filósofo, Gadamer valoró el poder estético y hermenéutico de la conversación; La esencia del placer en los diálogos platónicos, su tesis doctoral (1922). Así que no es gratuito que en su libro acerca de la salud y la medicina dé un sitio relevante a la consulta, al diálogo entre el médico y el paciente. “El lenguaje sólo puede alcanzar su estatuto pleno en la conversación”. Y va más allá, mucho más allá: “El pensamiento es la conversación del alma consigo misma.” ¿El alma? ¡El cuerpo pasándose de vivo!

miércoles, 21 de julio de 2021

De Puente de Alvarado a México Tenochtitlán

  

El 13 de julio, la jefa de gobierno de la Ciudad de México, la doctora Claudia Sheinbaum, anunció una serie de medidas tendientes a conmemorar los 500 años de la caída de México-Tenochtitlán. Una de dichas acciones se refiere al cambio de nomenclatura de una importante vialidad del centro histórico. El próximo 12 de agosto cambiará oficialmente el nombre de la avenida Puente de Alvarado; en lo sucesivo se llamará “avenida México Tenochtitlán” —de hecho, el acuerdo correspondiente se publicó en la Gaceta Oficial el pasado 21 de mayo, y señala que entra en vigor al día siguiente de su publicación—.

 

La avenida Puente de Alvarado corre de Insurgentes Norte a la calle Guerrero. Es una vía de doble circulación, con camellón en medio. Del lado norte, cruza las calles Bernal Díaz del Castillo, Buenavista, Juan Aldama, Zaragoza, y finalmente, al atravesar Guerrero cambia de nombre a avenida Hidalgo. Del lado sur, enseguida de Insurgentes pasa por Ezequiel Montes, luego por José María Iglesias, Ponciano Arriaga (Buenavista del otro lado), Miguel Ramos Arispe, José de Emparán, Terán y finalmente Rosales (Guerrero del otro lado).



¿Y por qué se llamaba Puente de Alvarado? En su libro México viejo: noticias históricas, tradiciones, leyendas y costumbres (París; México: Librería de la Vda. de C. Bouret, 1900) cuenta don Luis González Obregón que nombre se debe a un embuste:



“Dice la leyenda que en la célebre retirada de los españoles, Pedro de Alvarado, al llegar a la tercera cortadura de la calzada de Tlacopan, ‘clavó su lanza en los objetos que asomaban sobre las aguas, se echó hacia adelante con todo el impulso posible, y de un salto salvó el foso’. Hecho tan inexacto como admirable impuso el nombre a una de nuestras principales avenidas, que todavía se llama Puente de Alvarado, y en la que se conservó por muchos años un puente y una zanja que corría de sur a norte.” El propio González Obregón corrige y narra que Alvarado, que ya iba a pie pues su yegua alazana había sido ya muerta por los guerreros mexicas que perseguían a los españoles y tlaxcaltecas que huían de Tenochtitlán, encontró “una viga atravesada en la acequia, la pasa, y una vez del otro lado, monta en las ancas del caballo de un tal Gamboa, que lo pone fuera de peligro”. Haya saltado usando una lanza como garrocha o cruzado sobre una viga, el cruce de Pedro de Alvarado de tal cortadura fue lo que dio origen al nombre de esa calle…, hoy avenida México Tenochtitlán.


Por cierto, además de la vialidad en cuestión, en otras localidades del país existen otras calles con el mismo nombre (Aguascalientes, Agus.; Tepeji del Río, Hidalgo; Vista Hermosa, Michoacán; San Miguel Allende, Guanajuato; Chalco, Estado de México, y San Luis Acatlán, Guerrero).

miércoles, 14 de julio de 2021

Poquedad doctoral

  

Education, n. That which discloses to the wise

and disguises from the foolish their lack of understanding.” 

Ambrose Bierce, The Devil's Dictionary.

 

 

Hasta hace poco en este país se respetaba a quienes alcanzaban un doctorado. Parece que ya no, en parte debido a que últimamente una estela de personajes públicos se ha encargado de mancillar el grado. Particular culpa han tenido algunos políticos. El colmo, el doctorado Honoris Causa en “Letras Humanas” —¿habrá de otras?— que en mayo una universidad estadounidense otorgó a un desparpajado señor que escribe y se anima a publicar esperpentos como estos: “Nor hemos convertido en el haz me reir....”, “Che vola de rateros......”, “Todos a VOTAR para VOTARLOS.” Por supuesto, me refiero al expresidente Fox y al reconocimiento que le concedió la Universidad de Miami en Florida —en donde, casualmente, trabaja de rector un exempleado suyo—. Después de episodios como este es imposible que no se dé el abaratamiento simbólico de cualquier doctorado, lo cual, al menos desde una perspectiva puramente estadística, es sumamente injusto porque no, los doctorados —la inmensa mayoría— no se dan maceta.

 

 

*

 

 

En México, de cada diez habitantes, dos son menores de 12 años. De los poco más de 126 millones de seres humanos que contó el Censo de Población y Vivienda que en 2020 realizó el INEGI, 100’528,155 tienen 12 años y más, es decir, ocho de cada diez. De esos 100.5 millones de personas, poco menos del 5% no tiene ninguna escolaridad. En términos relativos luce poco, pero estamos hablando de 4.6 millones de hombres y mujeres (4’672,497), es decir, un monto superior a la gente que vive en todo Colima o en Baja California Sur o en Campeche o en Nayarit…, ¡o en 19 entidades federativas más! (Tlaxcala, Aguascalientes, Zacatecas, Durango, Quintana Roo, Morelos, Yucatán, Querétaro, Tabasco, San Luis Potosí, Sonora, Sinaloa, Hidalgo, Coahuila, Tamaulipas, Guerrero, Chihuahua, Baja California y Oaxaca). La cantidad de gente de 12 años y más que no tiene ninguna escolaridad es prácticamente igual que la población total de Michoacán. La situación no se presenta de la misma manera en todo el país: mientras que en Nuevo León, Coahuila y la Ciudad de México la proporción de personas sin escolaridad no alcanza dos puntos porcentuales (1.7%, 1.8% y 1.9%, respectivamente), supera los diez en Chiapas (12.4%) y Guerrero (10.8%). Las mujeres conforman la mayor parte de las personas de 12 años y más que no tienen ninguna escolaridad, con el 57.8% a nivel nacional. En Oaxaca y Puebla esta condición se acentúa, con 64.2% y 62.4%, respectivamente, en tanto que en Sinaloa y Sonora se invierte, es decir, en ambas entidades es menor la participación femenina en la población sin estudios (46.4% y 47.6%, respectivamente). En cuanto a la edad, entre los adultos mayores —60 años y más— se encuentra la mayoría de las personas que no tiene ninguna escolaridad (56.8%).

 

De cada 100 personas de 12 años y más, descontando a quienes no tienen ninguna escolaridad, 55 cuentan con educación básica, 24 con media superior y 21 con educación superior.

 

En siete estados de la República la participación relativa de la gente que sólo cuenta con educación básica va de 60% a 67% —Durango, Guerrero, Guanajuato, Michoacán, Zacatecas, Oaxaca y Chiapas—; en el extremo opuesto, en tres entidades es inferior a la mitad —Sinaloa y Baja California Sur, con 49% en ambos, y Ciudad de México, con 39%—.

 

Los estados en los que se reporta una menor participación de personas de 12 años y más con educación superior, en todos los casos inferior al 20%, son Chiapas y Oaxaca (14%), Guanajuato y Guerrero (16%), Michoacán y Zacatecas (17%), Hidalgo (18%) y Veracruz, Durango, Tlaxcala y Puebla (19%). En contraste, Nuevo León, Sinaloa y Querétaro son las entidades federativas con mayor proporción de personas con educación superior (24%, 25%, 26% y 27%, respectivamente). Destaca la Ciudad de México, en donde un tercio de la población de dicho rango de edad cuenta tal nivel escolar (34%); en términos absolutos, estamos hablando de 2’614,326, un contingente que supera la población total de cada uno de los 13 estados menos habitados.

 

De los 20.3 millones que declararon al Censo contar con estudios a nivel superior, 7% reportó estudios técnicos o comerciales con preparatoria terminada, 5% normal con licenciatura, 78% licenciatura, 2% alguna especialidad, 7% maestría y apenas 1% doctorado.

 

En todo México solamente 254,529 personas declararon haber estudiado un doctorado. Si tuviéramos que reunirlas, bastaría citarlas en el estadio Azteca repartidas en tres fechas, y sobrarían lugares (el Coloso de Sana Úrsula tiene una capacidad de 87 mil espectadores). O podríamos reunirlas el mismo día: a las doctoras (44% del total) las recibiríamos en el Foro Sol y en el estadio Olímpico Universitario de CU, y nos sobrarían 15 mil butacas; y a los doctores (el 56% restante) en el Azteca y en el estadio Jalisco de Guadalajara, y quedarían 700 asientos libres. Seguramente la mayoría llegaría de las tres más grandes áreas metropolitanas del país: dos de cada diez doctorados radican en la Ciudad de México, y si consideramos a las doctoras y los doctores que habitan además en el Estado de México, Jalisco y Nuevo León, tendremos al 43% del total.

 

Los 254 mil doctores que hay en México somos, cuantitativamente, un pelo de gato: el 0.2% de la población total del país…, y eso que los entrevistadores censales no le pidieron a nadie un título para demostrar lo que declaraba… Vaya usted a saber qué contestó Fox cuando le preguntaron su grado escolar… Por cierto, en su cuenta de Twitter, el casi octogenario chilango afincado en San Francisco del Rincón, Guanajuato, tiene 1.4 millones de seguidores, cinco veces más que las personas con doctorado que hay en México.

jueves, 8 de julio de 2021

Alcurnia de la clase media chilanga


A partir de un cinedrama original que él mismo escribió y luego adaptó a cuatro manos junto con Joaquín Pardavé (1900-1955), en 1948 Gilberto Martínez Solares (1906-1997) dirigió La familia Pérez. La película, una comedia dramática producida por Gregorio Walerstein, fue musicalizada por Manuel Esperón (1911-2011) y protagonizada por el propio Pardavé, quien interpretaba al sojuzgado Gumaro Pérez, oriundo de Guanajuato, como el mismo actor, y Sara García (1895-1980), quien dio vida a la mandona esposa, Natalia Vivanco de Pérez —participaban en el film, además, Manolo Fabregas, Lilia Prado y José Elías Moreno, entre otros—. El prólogo de la película, narrado en off por el multifacético José Ángel Espinosa “Ferrusquilla” (1919-2015), ofrece una instantánea sociológica de la manera en que desde los creadores de cultura e identidad se entendía la estructura social de la capital del país hace más de siete décadas.



Por supuesto, las palabras que se emplean hoy serían políticamente incorrectas: la riqueza significaba limpieza y elegancia, mientras que la pobreza no sólo se aparejaba con la falta de bienestar, sino con la de higiene. Es de subrayar que ya desde entonces la clase media se asumía a sí misma como mayoritaria en el pujante Distrito Federal…

 

miércoles, 7 de julio de 2021

Una chinga al conquistador

 

El Señor formó al hombre del polvo de la tierra,

sopló en su nariz un hálito de vida,

y el hombre se convirtió en un ser viviente.

Génesis 2:7

 

Sentir que es un soplo la vida…

Carlos Gardel

 

 

 

Risueños y acomedidos zombis novohispanos, provectos politécnicos románticos, desalmados narcos empoderados, conquistadores mexicas y españoles, tecnócratas neoliberales aterrados por perder la cabeza, una dinastía antañona de almeros mayas y una señora gorda de la colonia del Valle… ¿Y qué más tenemos? También esforzados comerciantes de La Lagunilla y un drogadicto asesino; un secretario de Gobernación inseguro y un comisionado de Seguridad desgobernado; un juicioso bohemio colombiano radicado en la Ciudad Luz; el Negre, un brujo africano, “pequeño, enjuto y viejísimo”, de engorroso castellano, capaz de “sacar prestancia y tener cuerpo vivo”; un capo mayor, el Chuleta, vivo hasta para morirse, y un transportista emprendedor de buena entraña y falo desbocado. ¿Es todo? ¡No, qué va! También Tenochtitlan y el Defectuoso, la Ciudad de México, la urbe que nunca se queda quita como escenario porque siempre se erige como personaje obligado, intérprete de millones de almas, en donde los trayectos duran eternidades y los días pasan fugaces. ¿Y ya? Bueno, no, aparece, además, en primer plano, un huracán, Jacinta Dionez Manzano, una antropóloga chilanga, necia y emotiva, y enganchado a ella, por no decir fatalmente enculado, el cándido Andrés, un físico metido en una “experimentación de frontera sobre la caracterización del plasma de quark y gluones”. Tras bambalinas, don Rufina, un travesti, pobre y trabajador, ignorante y sabio, bondadoso y heroico, de oficio tlacuache. Está también, metiche, Sánchez Lora, un perito forense que, empecinado en conocer la verdad, por su cuenta y riesgo se pone a hacer averiguaciones de detective. Y también Kan, bautizado luego y renombrado Tomás, y de emergencia dizque Juana de Quintanilla…, como sea, el mero almero del mismísimo Conquistador del imperio Mexica. ¡Ah, claro!, y un frasco antiquísimo y el hálito contenido en él.

 

¿Y cabe todo eso en un libro? Sí, cabe eso y más, y bien: con colmillo y perversidad literaria, afilado ese y educada aquella, Pedro Miguel (Guatemala, 1958) lo consigue en El último suspiro del conquistador (FCE, 2020), un libro que me trajo un par de días entre la carcajada y el enojo, un libro durísimo y divertido… Entonces, ¿de qué clase de artefacto textual estamos hablando?

 

“— ¿Llegará el tiempo en el que vuelva a ser yo? –preguntó al brujo una tarde…” —y resulta que el que habla e interviene es el mismísimo Hernán Cortés de Monroy y Pizarro Altamirano, I marqués del Valle de Oaxaca, y no, Pedro Miguel no escribió una novela histórica —al menos, no lo sería para Georg Lukács—. Tampoco es una novela erótica, pero qué sabroso narra la encerrona en la que, durante tres semanas, encallaron en un pequeño estudio parisino de Saint-Denis un par de pumas mexicanos, y cómo “transitaron de la penetración a la compenetración”. Aunque los diálogos entre el presidente y los altísimos funcionarios del régimen anterior resultan de tal verosimilitud que hay momentos en que a uno le cuesta trabajo no azotar el libro en el suelo y mentarles la madre, no es una novela política. En El último suspiro del conquistador el lector se topa con muertos vivientes y muertos en vida que pueden aterrar a cualquiera, y tampoco es una novela de horror. El humor macabro —“… hasta qué punto podía considerarse lícito matar a un zombi…”— se engarza por aquí y por allá con topetazos de saber sencillo y contundente —“No era tonto: alcanzaba a vislumbrar el tamaño de su ignorancia…”—, las referencias bibliográficas —¿alguien tiene un ejemplar de Los arrieros del agua de Carlos Navarrete?, ¿realmente Gaspar de Cuadros escribió Recordación de capitanes esforzados?— se engarzan con el anecdotario del pasado apenas pasado y que se niega a pasar. A las lucubraciones sobre las propiedades físicas del corcho y acerca del misterio de la conciencia humana —¿“el conjunto de interacciones químicas y electroquímicas que tienen lugar en el sistema nervioso del individuo”?— le siguen profundas especulaciones sobre la andanada de hechos que han desembocado en lo que hoy es México —“Destruyeron lo que desconocían para edificar sobre los escombros lo que ya sabían”—. Los remordimientos de Cortés, atrapado en “una nada lechosa con ramalazos de recuerdos”, y los recuerdos de las atrocidades que hace sólo unos cuantos años acabamos de pasar —“todo por el dinero y el poder; por el dinero que da el poder y por el poder que da el dinero”—, vueltos historia desde un todavía distante 2047.



“Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidos por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”, preciso, asiente Carlos Marx en su 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), y enseguida, poético, remata: “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos.” Cierto, terriblemente cierto… ¿Y cómo cobrarse tal martirio? ¿Cómo vengarse de los muertos? Hasta donde sabemos, si a muchos de los vivos les tiene sin ningún cuidado, la historia —“esa modalidad de ensoñación o de viaje en el tiempo a la que los espíritus cuadrados denominan historia”— no hace mella alguna a los difuntos. Pedro Miguel echa mano de la novela…, y créanme, ¡qué chinga le acomoda al conquistador!