viernes, 17 de diciembre de 2021

La chispa humana


En la noche del insecto hay un minuto

en que se pregunta a qué sabrá sentirse humano.

El tema no le interesa demasiado:

se considera superior a nosotros.

José Emilio Pacheco, Noche del insecto.

 

 

Fauna

 

¿Qué piensas cuando escuchas la palabra fauna?

Tal en cebras, leopardos, elefantes… O quizá visualices una lechuza o un venado, un oso…, en fin, fieros o tiernos, animales de la algaba. Bestias silvestres, de zoológico, de documental… O tal vez pienses en fauna exótica: tucanes de policromo pico, monstruosos ofidios, un okapi, koalas… Difícilmente pensarás en un salchicha o en un Chihuahua, porque, con el gato y el canario y demás aves de jaula, los perros están dentro del saco de las mascotas. Tampoco uno suele relacionar fauna con vacas, gallinas, pollos… Todos ellos, más que fauna, son comida. Quizá entre costeños acuda a la mente una mantarraya, pulpos, bancos de peces… El caso es que sería extraño que alguien recuerde a los más pequeñitos, aunque ellos son los que infestan nuestro mundo.


 

En The rise of the ants: A phylogenetic and ecological explanation (PNAS. May, 2005) Wilson y Hölldobler, certeros, detallan el colosal bestiario de menudencias que solemos olvidar: “La humanidad vive en un mundo en gran parte lleno de procariotas [seres unicelulares sin estructuras unidas a las membranas; pequeños y simples, invisibles a simple vista]… gusanos nematodos, arañas, ácaros y seis grupos de insectos ecológicos clave: termitas [isópteros], hemípteros [pulgas y chinches, por ejemplo], escarabajos fitófagos, moscas, polillas e himenópteros, entre otros abejas, avispas y, mayoritariamente, hormigas”. Se trata de la fauna que, mientras no sea un problema, ignoramos, aunque nos rodee, aunque parte de ella nos habite —sin contar millones de millones de virus, más de diez billones de bacterias y arqueas deambulan dentro de una persona—.



 

 

Hormigas

 

Las hormigas son “especialmente notables entre los insectos por su dominio ecológico como depredadoras, carroñeras y herbívoras indirectas. Aunque las once mil especies de hormigas (Formicidae) constituyen sólo el 2% de la fauna de insectos, conforman al menos un tercio de su biomasa”.


Y no surgieron ayer. Fósiles de ámbar báltico testimonian que hace al menos 45 millones de años “las hormigas se encontraban entre los insectos dominantes, y la especie en su conjunto tenía un aspecto claramente moderno”. Las hormigas han venido evolucionando a lo largo de los últimos 150 millones de años (NSF. “Ancient Ants Arose 140-168 Million Years Ago”. ScienceDaily, April 2006). Lentas pero ganadoras: se estima que, poblando casi todos los ecosistemas del planeta, actualmente hay entre mil billones y diez mil billones de estas sabandijas, las cuales representan entre el 15 y el 25% de la biomasa total de todos los animales terrestres. Su éxito se debe tanto a su capacidad de organización social —como las termitas, las abejas, las avispas y un par de roedores, son animales eusociales—, como a que han evolucionado aparejadamente con otras formas de vida, lo cual les ha permitido establecer un montón de relaciones simbióticas. Las antañonas hormiguitas, organizadas entre sí y en armonía con su entorno, perduran.

 

 

Homínidos

 

Frente a las humildes hormigas y sus 45 millones de años de existencia sin necesidad de cambios genéticos mayores, por no mencionar los 150 millones de años que lleva su evolución, nosotros, los soberbios homo sapiens, lucimos como una irresponsable improvisación de la Naturaleza.


Con orangutanes, gorilas, chimpancés y bonobos, somos parte de la familia Hominidae. Los Australopithecus son uno de los géneros más antiguos de nuestra subfamilia. Estos homínidos, muy probablemente los primeros bípedos, surgieron de la cadena evolutiva no hace 45 millones de años —cuando ya existían las hormigas modernas—, ni 20 ni 10 millones…, ni siquiera cinco…, sino hace apenas unos cuatro millones de años. Lucy y la menos célebre niña Selam pertenecieron a una de las especies de esta subfamilia, los Australopithecus afarensis, a quienes, conforme con el acuerdo científico generalizado, debemos considerar nuestros respetables ancestros.

Ya mucho más cerca, el Homo erectus fue un modelito de ser humano que se mantuvo vigente a lo largo de casi dos millones de años —existió entre 1.9 millones y 117 mil años antes del presente—. El llamado niño de Turkana es un ejemplar de una de las subespecies de Homo erectus, los Homo ergaster, que habitó África entre 1.9 y 1.4 millones de años antes del presente. Se especula que pudieron ser los primeros homínidos que desarrollaron el lenguaje simbólico. Si así fue, no dejaron prueba de ello.

Luego, hace ya sólo poco menos de medio millón de años surgió una poderosa especie humana, los neandertales. Lograron sobrevivir durante el Paleolítico medio, y además se extendieron por buena parte de Europa y el Oriente Próximo, e incluso desarrollaron un complejo de soluciones tecnológicas, el Musteriense: entre 125 mil y 40 mil años antes del presente, elaboraron herramientas de sílex y cuarcita como raederas, puntas, hendidores, cuchillos, denticulados, raspadores…, y seguramente otros muchos chunches hechos con madera, de los cuales no quedó ningún rastro. Un enorme salto respecto a todo lo que hasta entonces habían hecho los homínidos y el reino animal en pleno. Claro, hay otra manera de expresarlo: a lo largo de casi cien mil años estos humanos no pasaron de tallar piedras.

 

Respecto a las hormigas, el neandertal tuvo una rauda existencia —los restos más antiguos datan de hace 430 mil años (Meyer, Arsuaga, et al. “Nuclear DNA sequences from the Middle Pleistocene Sima de los Huesos hominins”. Nature531; 2016.)—: perduraron el 0.3% del tiempo que las Formicidae llevan trabajando en la Tierra, y de aquellos humanos no queda ni uno.


 

Instinto

 

It is impossible to overlook the extent to which civilization

is built up upon a renunciation of instinct....

Sigmund Freud, Civilization and Its Discontents.

 

El efímero Homo neanderthalensis, quien por cierto no sólo era más fuerte que el sapiens sino que además tenía un cerebro más grande que el nuestro, consiguió el doble de permanencia que la que nosotros llevamos. Encima, consideremos que durante la mayor parte de nuestra historia —que fue prehistórica— los sapiens, si acaso, desplegamos las mismas tecnologías que los primos neandertales. Imaginemos que es un solo día el lapso que va desde la primera aparición arqueológicamente documentada del Homo sapiens, hace unos 200 mil años, hasta el presente. De esas 24 horas, el tiempo durante el cual los humanos fueron sólo cazadores-recolectores se habría prolongado a lo largo de casi 23 horas. Es decir, 95% de nuestra existencia lo pasamos a salto de mata, refugiándonos en cuevas, tallando piedras…, atendiendo básicamente la programación que llevamos en los genes, nuestros instintos. Y con todo y que nuestra evolución natural y cultural ha ocurrido en apenas un pequeñísimo instante, el impacto que hemos causado es planetario. Comparemos…

 

Los procariotas han habitado la Tierra desde hace unos 3,500 millones de años. En términos evolutivos, el cambio más trascendente que han impulsado estuvo a cargo de las cianobacterias, bichos que, hace unos 2,300 millones de años, desarrollaron la fotosíntesis, con la cual, por fortuna, oxigenaron el orbe y posibilitaron el surgimiento de formas de vida más compleja. Sin las microscópicas cianobacterias jamás hubieran podido existir ni los dinosaurios ni la ballena azul, un mamífero que llega a pesar hasta 200 toneladas. Bueno, ni cetáceos ni hormigas.

 

“Las comunidades de hormigas están dirigidas por una o varias reinas —leo en un artículo de NatGeo—, cuya misión en la vida es poner miles de huevos para garantizar la supervivencia de la colonia”. Muy bien, pero ¿“dirigidas”? Porque en realidad ni son reinas —la colonia no está organizada como una monarquía— ni “dirigen” a nadie; sencillamente todas saben lo que tienen que hacer, y lo hacen. Cuando construyen un hormiguero, por ejemplo, ninguna necesita que otra hormiga le enseñe cómo tiene que intervenir; su instinto se lo indica.

 

Instinto proviene del latín instinctus, “lo que te pincha e instiga desde el interior”. ¿Los primeros sapiens que buscaron refugio en una caverna lo hicieron por instinto? Seguramente, considerando que nuestros ancestros lo venían haciendo desde cientos y cientos de miles de años atrás. Habitadas a lo largo de medio millón de años por diversos homínidos, las cuevas de Nahal Me'arot, ubicadas en la cuesta oeste del Monte Carmelo, ofrecen un magnífico registro de la vida troglodita. En sus cavidades y túneles, sus últimos inquilinos, neandertales y sapiens, comían, se reproducían, ejecutaban rituales funerarios, facturaban herramientas… Nahal Me'arot testimonia tanto la evolución biológica como el incipiente desarrollo cultural del hombre, tanto sus respuestas instintivas como sus inaugurales invenciones tecnológicas.

 

 

Sapiens

 

A lado las cianobacterias, las hormigas —y todos los eucariotas, incluidos nosotros— son fauna muy novedosa. Si la biósfera tuviera 24 horas de edad, y la actualidad fuera la media noche de ese día, los organismos multicelulares habrían aparecido en la Tierra casi hasta las once de la mañana, y la vida terrestre habría comenzado a diversificarse hasta las diez de la noche. Las hormigas habrían surgido de la cadena evolutiva hace apenas una hora y la pedrada cósmica que causó la extinción de los dinosaurios habría ocurrido hace apenas 27 minutos.


Los australopitecos habrían aparecido a las once de la noche con 58 minutos y 20 segundos. Y nosotros los sapiens hace solamente cinco segundos…, durante la mayor parte de los cuales, tres segundos y un cuarto, nos dedicamos apenas a sobrevivir en el sureste africano. ¿Y el otro segundo y tres cuartos?

Hace unos 70 mil años los sapiens salieron del continente africano para plagar el orbe. Hoy, no queda un centímetro cuadrado de la superficie terrestre, emergido o marino, que no pensemos nuestro. Y lo mismo el subsuelo, el espacio aéreo, el espectro radial…, incluso el espacio exterior, la Luna y demás cuerpos celestes, considerados por nosotros mismos “patrimonio común de la especie”, según se asienta en el tratado internacional respectivo de 1967. Y eso que sólo hace unos 40 mil años comenzamos a dejar trazas de la revolución cognitiva que estábamos experimentando y que daría origen a la cultura, nuestra naturaleza.


Hace unos diez mil años, con la revolución agrícola y el sedentarismo, ninguna de ellas respuesta instintiva, ambas innovaciones culturales, comenzamos a apropiarnos del mundo.

En un parpadeo “… hemos pasado de ser un primate insignificante en peligro de extinción en las sabanas de África hasta convertirnos en el animal grande más numeroso de la Tierra” (Gaia Vince, Transcendence.). Ninguna especie de la fauna mayor ha logrado la población que hoy alcanzamos —superamos 7,900 millones en octubre pasado y estamos a meses de llegar a la colosal cifra de 8 mil millones—. Con todo, en términos de biomasa, resulta (in)significativo nuestro peso comparado con la presión que ejercemos sobre la biósfera: ¡los humanos sólo conformamos el 0.01% de la materia viva! (Yinon M. Bar-On, Rob Phillips, and R. Milo, “The biomass distribution on Earth”. PNAS. June, 2018). 

Aunque por peso nuestra participación relativa en la biomasa es estadísticamente despreciable, hemos intervenido por doquier, de tal suerte que los llamados espacios naturales ya sólo quedan como una abstracción, y tristemente somos responsables de la sexta extinción masiva de especies que ha acontecido en la Tierra. Durante el último segundo del día de la biósfera, los sapiens nos adueñamos del planeta.

 

 

(I Can't Get No) Satisfaction

 

El sapiens pegó un salto a la cúspide de la cadena trófica. En un santiamén, se adaptó a todos los ecosistemas y adecuó todos los entornos, apropiándose de paso de las fuentes de energía. Hace cinco mil años, con la invención de la escritura, potenciamos nuestra más poderosa herramienta de pensamiento, el lenguaje. La historia comenzó. En la escala humanidad/24 horas, la historia se limita a los últimos 36 minutos del día. Las tecnologías que hemos desarrollado, sobre todo a partir de la revolución científica —acaecida hace tres siglos, menos de dos minutos y medio—, lo han transformado en un ser a quien sus antepasados recientes, digamos la gente del Medioevo, vería como un ser sobrenatural.

Hemos humanizado todos los rincones del orbe. “Mira a tu alrededor: somos los diseñadores inteligentes de todo lo que ves. No hay ninguna parte de la Tierra que no haya sido tocada por nosotros…”, resume Gaia Vince (Transcendence, 2020). Todo gracias a nuestro deseo y capacidades culturales, no a nuestros instintos, tampoco a nuestra inteligencia, sino a nuestra ferviente avidez de alterar todo. Somos la fauna insatisfecha con el mundo tal y como está: “el ser humano es un animal que raramente alcanza un estado de completa satisfacción, excepto en breves períodos de tiempo”, afirma Maslo. Somos bichos insaciables

 

“Si un pez deseara vivir en la tierra, no podría hacerlo. Pero —señala la famosa hipótesis de Clynes y Kline, quienes acuñaron el concepto cyborg— si existiera un pez particularmente inteligente e ingenioso, que hubiera estudiado bastante bioquímica y fisiología, fuera ingeniero cibernético, y tuviera excelentes instalaciones de laboratorio a su disposición, ese pez podría diseñar un instrumento que le permitiría vivir en tierra y respirar el aire con facilidad.” (Cyborgs and Space). Tal vez…, pero intuyo que sería mucho más fácil encontrar un pez súper inteligente y estudiado que uno que tuviera el más mínimo deseo de vivir de forma diferente a como lo hace naturalmente.

Nosotros, en cambio, hemos creado herramientas, armas, jardines, arte, infinidad de mecanismos, mitos, ornato, incontables objetos innecesarios, repuestos y extensiones corporales, sistemas filosóficos, juegos, ¡el mole!… Hemos creado un mundo humano. ¿Por qué? Porque sería tan difícil encontrar un pez ingeniero en cibernética que un humano que no deseara vivir de manera distinta de como vive ahora. El ansia de cambio es el demiurgo del sapiens.

 

 

Chispa

 

El mundo no está creciendo, pero la población humana sí, vertiginosamente. Con todo y pandemia, al viernes pasado, se estima que, descontando todos los fallecimientos y sumando los nacimientos, tan sólo de enero a noviembre de 2021 la población mundial se ha incrementado en más de 76 millones, unas ocho veces la población total de la CDMX. Cada vez consumimos más recursos y alteramos más drásticamente el medio ambiente. La masa antropogénica —la masa de los objetos sólidos inanimados fabricados por humanos que no han sido demolidos ni sacados de servicio y reincorporados— ha crecido galopante durante el último siglo, ¡duplicándose aproximadamente cada 20 años! La masa antropogénica ha pasado del 3% de la biomasa mundial en 1900… ¡a rebasarla! Efectivamente, en 2020 el peso de masa antropogénica superó por primera vez el peso seco (excepto el agua y los fluidos) de toda la vida en la Tierra, incluidos humanos, animales, plantas, hongos e incluso la amplísima fauna micro orgánica.

Y todo, claro, fabricado a partir de materias primas. Para construir carreteras, alfombras, edificios, papel, tazas de café, autos, computadoras y todas las demás cosas hechas por el hombre, se requieren miles de millones de toneladas de combustibles fósiles, metales y minerales, madera, productos agrícolas… Anualmente extraemos unos 90 mil millones de toneladas de materias primas de la Tierra.

Somos una chispa: intensa, luminosa…, sí, pero también incendiaria y muy probablemente, me temo, fugaz. Dados los estropicios causados por la injerencia humana en todas partes, el más reciente Informe… del Programa de la ONU para el Desarrollo admite que la peor amenaza para la humanidad somos hoy nosotros mismos, y establece que más nos vale parar la desquiciada estampida al abismo — lemming-like rush towards to our destruction, Iain McGilchrist dixit—.  Cambiamos el sistema —cuyo “único objetivo al parecer es incinerar la Tierra para que una pequeña camarilla de los absurdamente súper ricos sume filas interminables de ceros a sus cuentas bancarias”, formula Fabian Scheidler— o la catástrofe está asegurada. Dado que “los desequilibrios planetarios y los desequilibrios sociales se agravan mutuamente”, se requiere el desarrollo, pero eliminando las presiones planetarias. Pero ¿cómo? ¿Regresando a la Naturaleza? No, al contrario: “… mejorando la equidad, fomentando la innovación e inculcando el afán de custodia de la naturaleza.”, apunta el documento de la ONU.

 

El diseño inteligente existe, pero no es la causa, es el resultado de la evolución. Somos nosotros. Modificando nuestros patrones culturales, para salvar el pellejo, debemos ahora hacernos cargo de la custodia de la Naturaleza.

 

Finalizo citando un documento publicado hace poco. Entonces generó una enorme polémica, aunque apuesto que muy pocos lo leyeron. En las siguientes palabras encuentro una bien consensada respuesta a la pregunta de cómo encarar nuestro presente: “Compartimos el planeta con un sinfín de organismos no humanos. Muchos de ellos están en la tierra desde millones de años antes del surgimiento de la humanidad y muchos otros seguirán aquí cuando ya no estemos. De las plantas y de los otros animales nos distinguen el intelecto y una capacidad cualitativamente mayor para transformar el entorno, tan portentosa como terrible. Salvo por las comunidades agrarias y ancestrales, la humanidad ha perdido el control de esa capacidad y ha generado daños inconmensurables al medio ambiente. Es un imperativo ético… recuperar ese control para restaurar los ecosistemas… y colaborar para recuperar el equilibrio perdido en el ámbito planetario, no sólo por la supervivencia de las otras especies sino por la de la nuestra” (Guía Ética para la transformación de México de la 4T).

 

¿Estamos satisfechos o cambiamos?

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