sábado, 29 de enero de 2022

El dilema del homo indeterminatus

Giovanni Pico della Mirandola se apersonó en este mundo el 14 de febrero de 1463. Nació en el centro de la península itálica, en Florencia.  Fue coetáneo y vecino de Girolamo Savonarola, Sandro Botticelli, Lorenzo de Médici… A los 23 años, escribió y publicó Oratio de hominis dignitate (Oración de la dignidad humana, usualmente traducida a nuestro idioma como Discurso sobre la dignidad del hombre). Aquí, cuando escribo “publicó” quiero decir que hizo público su texto, porque convertido en libro no apareció sino hasta 1496; entonces, si hubiera estado vivo, Pico habría tenido la edad de Cristo al morir, 33 años, pero no lo estaba: dos años antes, el 17 de noviembre de 1494, Pico había fallecido, seguramente envenenado.



En su Oratio de hominis dignitate —que bien podemos entender como el primer manifiesto del humanismo renacentista—, Pico della Mirandola afirma saber “en qué consiste la suerte que le ha tocado [al ser humano] en el orden universal”. Narra que después de haber construido “esta mansión mundana”, esto es, el Universo, con todas sus “etéreos globos” y la “turba de animales de toda especie”, Dios deseó que “hubiese alguien que comprendiese la razón de una obra tan grande, amara su belleza y admirara la vastedad inmensa”. Procedió a crearnos…, pero —semejante a lo que cuenta Hesíodo y Platón— “entre los arquetipos… no quedaba ninguno sobre el cual modelar la nueva criatura, ni ninguno de los tesoros para conceder en herencia”. Tampoco quedaba ya un sitio específico en dónde dejarlo. ¿Qué hacer dada la “falta de proyecto”? El Artífice “estableció por lo tanto que aquel a quien no podía dotar de nada propio le fuese común todo cuanto le había sido dado separadamente a los otros”. En cuanto atributos, según el pensador florentino, somos pues un modelo armado con piezas de otros, como el monstruo creado por el doctor Víctor Frankenstein. El resultado, en palabras de Pico della Mirandola, es una “obra de naturaleza indefinida” que fue colocada “en el centro del mundo”. Entonces, Dios habló así a su criatura, y su discurso es una de las descripciones del hombre más hermosas y precisas que conozco:

Oh Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes por mí prescritas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna te la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado… No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses. Podrás degenerar en los seres inferiores que son las bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que son divinas.

Ese es el dilema: ¿vamos a optar por degenerar en bestias o en regenerarnos en dioses?

 


jueves, 27 de enero de 2022

La panoplia pandórica


Epimetheus, the one in whom thought follows production,

is the allegorical representation of nature materialistically understood,

in which thought comes after blind working.

Leo Strauss, Natural Right and History.

 

 

 

1

 

La advertencia que lanza Zeus a los hombres es divina y espeluznante: “Yo, a cambio del fuego, les daré un mal con el que todos se alegren de corazón, acariciando con ternura su propia desgracia”. ¡Chíngale! Podemos leer tan tremenda amenaza en Trabajos y Días, un poema que debió de haber sido compuesto hace casi tres mil años, en algún momento de la segunda mitad del siglo VIII a. C. por un aedo llamado Hesíodo, vecino de Ascra, una polis fincada a las faldas del Monte Helicón, en Beocia. 

 

Las palabras del Crónido no fueron un amago. En este caso procedió según lo dicho y giró sus pertinentes instrucciones olímpicas. De entrada, Zeus convocó a Hefestos —cojo, según se sabe, porque el pobre nació tan feo que su madre, la violenta Hera, al verle la facha lo arrojó a las faldas del monte de los dioses—, y ordenó al patizambo que modelara con barro una “linda y encantadora figura de doncella semejante en rostro a las diosas inmortales”, pero con “voz y vida humana”. Hefestos, dios de la forja, del fuego, de los metales y de los artesanos —podríamos decir de las primeras tecnologías pesadas—, acató en tiempo y forma el encargo. Ya encaminado en el asunto de los quehaceres, Zeus pidió encarecidamente a su hija Palas Atenea —nadie menos que la deidad de la sabiduría, la guerra y la civilización, entre otros departamentos—, que le enseñara al recién hecho monigote de arcilla “sus labores”, especialmente las relacionadas con el tejer y el tramar… La criatura aún no estaba del todo equipada: el dios supremo del panteón griego entonces llamó a la espectacular Afrodita, patrona olímpica del amor, la belleza y la voluptuosidad, y “le mandó rodear la cabeza [de la figura] de gracia, irresistible sensualidad y halagos cautivadores”. Intervino enseguida Hermes, el heraldo astuto y embustero, a quien Zeus “encargó dotarle de una mente cínica y un carácter voluble”. También, según entiendo, fue el mismo mensajero de los dioses quien le puso nombre al hermosísimo engendro: Pandora. Finalmente, con todo y que Atenea ya había ajustado al cuerpo de la dama “todo tipo de aderezos”, las Gracias y las Horas la adornaron con flores y collares. El resultado: una divinura de mujer terrena, una diablura de fémina insoportablemente atractiva.


Nicolò dell'Abate, Pandora, 1555

 

 

2

 

Pero regresemos un episodio atrás para evitar confusiones. Pandora no fue moneda de cambio, fue represalia. Zeus no había obsequiado el fuego a los humanos. El titán Prometeo se lo robó a los dioses y luego se lo regaló a la humanidad. En efecto, Protágoras de Abdera (c. 485–411 a. C.) relata, según el diálogo homónimo de Platón (c. 427–347 a. C.), que los dioses forjaron a todos los seres mortales con tierra y fuego, y luego ordenaron a los hermanos Prometeo y a Epimeteo que otorgaran capacidades a cada especie. Epimeteo tomó la iniciativa y afanoso repartió destrezas y atributos defensivos entre los animales. Pero olvidó al hombre, a quien dejó “desnudo, descalzo y sin coberturas ni armas”. Prometeo soluciona el lío robando para los humanos el fuego a Hefesto y a Atenea los oficios (Protágoras, 320d-322a). Como, supongo, el lector sabe, a Prometeo le iría y le está yendo del carajo, pero los hombres también recibieron una penalización por parte de Zeus: Pandora.

 

El que la riega una vez la regará de nuevo: resulta que fue mismo Epimeteo quien aceptó recibir de Hermes el regalito de Zeus. El sonso se daría cuenta de su error demasiado tarde, cuando ya nos había caído el chahuistle: “En efecto —informa Hesíodo—, antes vivían sobre la tierra las tribus de hombres libres de males y exentas de la dura fatiga y las penosas enfermedades… Pero aquella mujer, al quitar… la enorme tapa de una jarra los dejó diseminarse y procuró a los hombres lamentables inquietudes”. Por querer jugar con fuego, con los oficios nos ganamos el trabajo. Imposible no recordar el Génesis: “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente…” (3:19).

 

Jean Cousin le Père. 1490-1560. Eva Prima Pandora. 


 

3

 

Después de hablar de Satán y los ahíncos extraterrestres de los humanos, la semana pasada anotaba la advertencia de Hannah Arendt (1906-1975): “Pudiera ser que nosotros, criaturas atadas a la Tierra que hemos comenzado a actuar como si fuéramos habitantes del universo, seamos incapaces de entender, esto es, de pensar y hablar sobre las cosas que, no obstante, podemos hacer” (La condición humana, 1958). Hoy abundan evidencias de que los sapiens solemos no entender lo que hacemos, ¡y seguir haciéndolo! Esa es cada vez más la condición del hombre tecnológico. Por eso no es gratuito que Epitemeo y Pandora se relacionen desde el principio… ¡y terminen casados!

 

En el Prólogo de su libro El artesano (Anagrama, 2009), el sociólogo Richard Sennett (Chicago, 1943), discípulo de Hannah Arendt,  afirma que el mito de Pandora muestra que “la cultura fundada en cosas hechas por el hombre corre continuamente el riesgo de autolesionarse”. ¿Por qué? Porque, tal y como nos sorrajó Zeus con su maldición, somos una especie inquieta que nos seduce la novedad, lo que sigue, el riesgo… Como ejemplo, Sennett cita una reflexión del físico Robert Oppenheimer, director del proyecto Manhattan, en cuyo seno de se desarrollaron las primeras bombas nucleares (1945): “Cuando ves algo técnicamente atractivo, sigues adelante y lo haces; sólo una vez logrado el éxito técnico te pones a pensar qué hacer con ello. Es lo que ocurrió con la bomba atómica”. Es lo que ocurrió a Epitemeo con Pandora… Y la jarra sigue abierta: nosotros seguimos produciendo su panoplia…

jueves, 20 de enero de 2022

Satán y los extraterrestres

  

Me acordé de Satán al comenzar a leer La condición humana, ensayo de la pensadora judío-alemana Hannah Arendt (1906-1975). El título es soberbio; pero el contenido, portentoso, y lo merece. No sólo recordé a Satán, también al Creador y a Samuel Langhorne Clemens. El nombre de Satán significa, literalmente, “enemigo”, “adversario”. Hannah Arendt, oriunda de la provincia prusiana de Hannover, nació con otro nombre: Johanna Arendt. Para el judaísmo, el nombre del Creador es un asunto intrínsecamente problemático, controversial. En cuanto al nombre de Samuel Langhorne Clemens, realmente es lo de menos porque lo que importa es su pen name: Mark Twain.

 


El cometa Halley orbita el Sol en períodos cortos. El testimonio más antañón de un avistamiento data del 239 a. C., y desde 1705, cuando el científico inglés Edmund Halley calculó su trayectoria, sabemos cuándo esperarlo. En 1835, la humanidad pudo maravillarse observando a simple vista el paso del cuerpo celeste. Aquella ocasión su perihelio ocurrió el 10 de noviembre, y veinte días después, en Florida, Misuri, llegó al mundo Samuel Langhorne Clemens, quien, ya más Mark Twain, en 1909, soberbio, dijo: “Vine al mundo con el cometa Halley… Vuelve de nuevo el próximo año, y espero marcharme con él. Será la mayor desilusión de mi vida si no me voy con el cometa Halley. El Todopoderoso ha dicho, sin duda: 'Ahora están aquí estos dos fenómenos inexplicables —unaccountable freaks—; vinieron juntos, juntos deben partir'. ¡Ah! Lo espero con impaciencia.” (Albert Bigelow Paine, Mark Twain, A Biography). Puntual, Twain falleció de un infarto agudo al miocardio el 21 de abril de 1910, un día después del perihelio del cometa Halley. Para entonces ya era el escritor norteamericano más célebre, y su obra publicada, pletórica. Sin embargo, jamás pudo ver en letra de molde su libro Los escritos irreverentes —la edición príncipe saldría de imprenta 52 años después de su muerte—. En una de sus partes, “Las cartas de Satán desde la Tierra”, Twain cuenta su versión del mito cosmogónico judeo-cristiano. El resultado es un relato sarcástico que en momentos recuerda la narrativa cosmogónica vigente, la cual no sería formulada por la comunidad científica más o menos como la conocemos actualmente sino hasta mediados del siglo XX (Einstein, Hubble, Lemaître, Hawking, Gámov), la teoría del Big Bang. Justo en el comienzo —del texto y de todo— escuchamos al Creador decir a los arcángeles Gabriel, Miguel y Satán: “He pensado. ¡Mirad!” Enseguida, “levantó la mano y de ella surgió un chorro de fuego pulverizado, un millón de soles fabulosos que hendieron y surcaron la oscuridad, alejándose y alejándose, menguando en tamaño y brillo al penetrar los distantes confines del espacio, hasta convertirse en minúsculos diamantes refulgiendo bajo la inmensa bóveda del universo”. Luego y aparte (¿luego y aparte del Eterno y Omnisciente?), los arcángeles se reúnen para tratar de entender lo realizado por el Creador… Satán pregunta en qué estriba la esencia de “la novedad colosal”, y uno de sus compañeros responde: “¡La invención e introducción de una ley automática, que no precisa supervisión ni regulación para gobernar esas miríadas de soles y mundos que giran y avanzan a toda velocidad!” Satán expresa su acuerdo y, más entusiasta, abunda: “¡Una ley automática, exacta e invariable que no requiere vigilancia, corrección ni reajuste alguno en toda la eternidad del tiempo! ¡Nos ha dicho que esos incontables cuerpos enormes surcarán las oquedades del Espacio a una velocidad inimaginable por los siglos de los siglos, trazando órbitas formidables, pero sin chocar jamás y con períodos orbitales que en dos mil años no se prolongarán ni se acortarán más de la centésima parte de un segundo! ¡Ese es el nuevo milagro, el mayor de todos!”

 

Me vino a la cabeza el vehemente recuento satánico ideado por Twain tan pronto comencé a leer el Prólogo de La condición humana (The University of Chicago Press, 1958). Hannah Arendt comienza trayendo a colación un acontecimiento sucedido para ella hacía apenas unos meses: “En 1957 se lanzó al espacio un objeto fabricado por el hombre…” Se refiere al primer satélite artificial de la historia, el Sputnik I, puesto en órbita por la URSS el 4 de octubre de 1957. Sigue la doctora Arendt: “… durante varias semanas [el satélite] circundó la Tierra según las mismas leyes de gravitación que hacen girar y mantienen en movimiento a los cuerpos celestes: Sol, Luna y estrellas. Claro está que el satélite construido por el hombre no era ninguna luna, estrella o cuerpo celeste que pudiera proseguir su camino orbital durante un período de tiempo que, para nosotros, mortales sujetos al tiempo terreno, dura de eternidad a eternidad” —ciertamente, el artificio, una pelota de metal de 58 centímetros de diámetro, se mantuvo en órbita durante tres semanas antes de que se agotaran sus baterías, y luego, ya sin comunicación con la base, siguió dándole vueltas al planeta durante un par de meses antes de caer a la atmósfera—. Casi tan exaltada como Satán, Arendt cuenta: “Sin embargo, logró permanecer en los cielos; habitó y se movió en la proximidad de los cuerpos celestes como si, a modo de prueba, lo hubieran admitido en su sublime compañía.”

 

Doña Hannah sostiene que el hecho, único en la historia de la humanidad, “no le va a la zaga a ningún otro, ni siquiera a la descomposición del átomo…”, y alude a una de las expresiones con las que la prensa norteamericana dio cuenta del evento, “una extraordinaria frase que… se esculpió en el obelisco fúnebre de uno de los grandes científicos rusos”. Se refiere a Konstantín Tsiolkovski (1857-1935), considerado nada menos que el “padre de la Cosmonáutica” —toda la aeronáutica se fundamenta en la ecuación del cohete que formuló en 1903, cuyo principio es casi poético: un dispositivo que puede acelerarse a sí mismo usando el empuje al expulsar parte de su masa a alta velocidad, puede moverse debido a la conservación del momentum—. La dichosa frase es la siguiente:

 

“La humanidad no permanecerá atada para siempre a la Tierra.”

 

“En éste, como en otros aspectos, la ciencia… ha hecho realidad lo que los hombres anticiparon en sueños… La única novedad es que uno de los más respetables periódicos de este país publicó en primera página lo que hasta entonces había pertenecido a la escasamente respetada literatura de ciencia ficción…” La filósofa —aunque ella prefería presentarse como teórica política— no lo menciona, pero vale recordar, que más de diez años antes del lanzamiento del Sputnik I,Arthur C. Clarke (1917-2008), prolífico escritor de ciencia ficción, ideó la posibilidad del establecimiento de una constelación de satélites artificiales con la que se aseguraran las comunicaciones terrestres (“Extra-terrestrial Relays — Can Rocket Stations Give World-wide Radio Coverage?”; Wireless World, 1945). Al iniciar el año 2022 orbitan la Tierra poco más de ocho mil satélites artificiales —sin contar los casi cuatro mil más que ya no sirven y son ahora chatarra extraterrestre desechada por el civilizado homo sapiens—. Así que, como escribió Arendt hace 65 años, “la trivialidad de la afirmación no debe hacernos pasar por alto su carácter extraordinario”. Si bien “nadie en la historia de la humanidad había concebido la Tierra como una cárcel… ni ha mostrado tal ansia para ir literalmente de aquí a la Luna”, hoy los satélites artificiales son una tecnología que su usa generalizada y cotidianamente, y los viajes tripulados al satélite natural de la Tierra no sólo son ya cosa del pasado, sino que se invierten cantidades colosales de trabajo y de recursos —el dinero es su representación— para “facilitar la colonización de Marte”. En efecto, como quizá se haya enterado el lector, tal es la misión de la empresa SpaceX, propiedad de su CEO, la persona más acaudalada del planeta, Elon Musk (al 13 de enero poseía más de 264 mil millones de dólares, de acuerdo al The real-time Billionaires List de Forbes), a quien se le metió en la cabeza que ya es tiempo de que los agrestes seres humanos nos convirtamos en una “especie multiplanetaria”.

 

Seguramente harto, ahíto de los placeres que ofrece nuestro humilde planeta Tierra, el sudafricano dueño de SpaceX cofiesa: “No puedo pensar en nada más excitante que viajar allá afuera…” Y por lo visto Musk no es el único multimillonario que piensa de la misma manera. El turismo espacial de los mega magnates se ha convertido en la muestra más estrambótica, descarada y grosera de la megamaquinaria empecinada en concentrar toda la riqueza a costa de la explotación del trabajo ajeno y de la incineración acelerada de los recursos naturales. El fenómeno no es nuevo, al menos se presenta desde el surgimiento de la civilización: “… las monumentales pirámides egipcias ¿qué son sino el equivalente estático exacto de nuestros cohetes espaciales?, sostiene Lewis Mumford (El mito de la máquina). “Ambos son artilugios para asegurar a un coste extravagante un pasaje al Cielo para unos cuantos privilegiados”.

 

Hannah Arendt no planteó una pregunta absurda cuando escribió: “la emancipación y secularización de la Edad Moderna, que comenzó con un desvío, no necesariamente de Dios, sino de un dios que era el Padre de los hombres en el cielo, ¿ha de terminar con un repudio todavía más ominoso de una Tierra que fue la Madre de todas las criaturas vivientes bajo el firmamento?” Es un cuestionamiento pertinente y oportuno, tanto como su llamada de atención a la forma superficial en la que solemos atender la ciencia ficción: “nadie le ha prestado la atención que merece como vehículo de sentimientos y deseos de la masa”.

 

Diez años después de la publicación de La condición humana y un año antes de la llegada del hombre a la Luna, en el insólito año de 1968, se estrenó 2001: A Space Odyssey. La magnífica cinta de Stanley Kubrick fue realizada a partir de un guion del mismo inglés a quien se le ocurrió el concepto de los satélites artificiales de comunicación, el inglés Arthur C. Clarke. En “Las cartas de Satán desde la Tierra” de Mark Twain leemos que, después de pensar, el mismísimo Creador levantó la mano para lanzar el “millón de soles fabulosos” que se propagarían para crear el universo; en 2001: A Space Odyssey, en el clímax del episodio Dawn of Man, vemos a un fierísimo primate que, al frente de su tropilla, luego de hacer añicos al líder de otra tribu golpeándolo con un fémur —una cosa apenas vuelta una herramienta por su inventiva—, alardea y reta, soberbio y arrogante, y toma impulso para aventar su novel arma hacia el cielo… Quienes hayan visto el aclamadísimo film recordarán que entonces ocurre una de las elipsis más estudiadas y alabadas de la historia de la cinematografía: observamos en cámara lenta cómo el hueso sale disparado al aire dando volteretas, llega hasta donde el impulso alcanza y comienza la caída…, sin embargo, después de unos cuantos giros, en vez del hueso precipitándose con el cielo de fondo, aparece en pantalla una estación aeroespacial orbitando plácidamente en torno a la Tierra… Un salto de unos cuatro millones de años. El artificio humano se mueve tranquilamente en el espacio, mientras comienzan a escucharse los compases de El Danubio azul, de Johann Strauss (hijo).

 

En la odisea imaginada por Arthur C. Clarke, allá, fuera de la Tierra, a bordo de una máquina, otra máquina traicionará al hombre. Acá, en la Tierra, todo indica que el hombre está traicionando al hombre. El hombre es su propio adversario, su enemigo. “Pudiera ser que nosotros, criaturas atadas a la Tierra que hemos comenzado a actuar como si fuéramos habitantes del universo, seamos incapaces de entender, esto es, de pensar y hablar sobre las cosas que, no obstante, podemos hacer”, advirtió, visionaria, la endemoniadamente inteligente Hannah Arendt.

 

domingo, 16 de enero de 2022

La teórica política y el poeta político


In memoriam Carlos Pellicer.


 1

El Prólogo de La condición humana es un diamante. En sus poco más de seis páginas, Hannah Arendt (1906-1975) plantea el asunto acerca del cual tratará su libro ((The University of Chicago Press, 1958). Todo el ensayo versa en torno a un tema que se formula con abrumadora sencillez: “lo que hacemos”. ¿Quiénes? Los seres humanos. Lo que hacemos los sapiens. ¿Cuándo? Desde siempre, desde que andamos por la Tierra —“la Tierra es la misma quintaesencia de la condición humana”—. Ahora, el acicate de su meditación sí es coyuntural: la bien fundada sospecha de que en la época moderna “pudiera ser que nosotros, criaturas atadas a la Tierra que hemos comenzado a actuar como si fuéramos habitantes del universo, seamos incapaces de entender, esto es, de pensar y hablar sobre las cosas que, no obstante, podemos hacer”.

 

2

La filósofa —aunque ella prefería presentarse como teórica política— afirma que lo que hace único al humano es el discurso. Sólo lo que se expresa y habla —la escritura es habla petrificada— entre hombres y mujeres tiene verdadero sentido humano: “cualquier cosa que el hombre haga, sepa o experimente sólo tiene sentido en el grado en que pueda expresarlo. Tal vez haya verdades más allá del discurso, y tal vez sean de gran importancia para el hombre en singular, es decir, para el hombre en cuanto no sea un ser político, pero no para los hombres en plural, o sea, los que viven, se mueven y actúan en este mundo”.

 

3

La preocupación de la pensadora estriba en el hecho de que la hegemonía de la ciencia y la tecnología como directrices culturales podría acarrear que el discurso dejara de tener significado, sentido… ¿Por qué? Porque “las ciencias de hoy día han obligado a adoptar un ‘lenguaje’ de símbolos matemáticos que, si bien en un principio eran sólo abreviaturas de las expresiones habladas, ahora contiene otras expresiones que resulta imposible traducir a discurso”. Y ojo, Hannah Arendt está plantando su advertencia en 1958, antes de la revolución digital.




 

4

Probablemente un poeta también entregado a la política —en el mejor sentido de ambas palabras—, el tabasqueño Carlos Pellicer (1897-1977) vislumbró la misma amenaza varios años atrás, en 1941, cuando escribió:

¡La poesía!

Está toda ella en las manos de Einstein.

Pero aún puedo rezar el Ave María

reclinado en el pecho de mi madre.

Aún puedo divertirme con el gato y la música. Se puede pasar la tarde.

Exágonos, III.

lunes, 10 de enero de 2022

Mediocres meritócratas


…hubris among the winners and humiliation among the losers.

Michael J. Sandel, The Tyranny of Merit.

 

 

El 3 de enero la jefa de gobierno de la Ciudad de México, la doctora en ingeniería ambiental Claudia Sheinbaum, informó vía Twitter:

Antes, se daba un pequeño apoyo a estudiantes de más altos promedios y se les llamaba “niños talento”. Para nosotros, una calificación no define el talento y sólo genera desigualdades. Porque la educación es un derecho, creamos la beca universal del Bienestar para Niñas y Niños.

Por donde se vea, una buena nueva…, así que qué esperaban: el mensaje desató de inmediato un torrente de ofuscación desde los enfrascados conservas. La derecha se alebrestó a botepronto… Hubo quien, quizá atolondrado por la súbita muina, ni siquiera pudo armar una opinión mínimamente coherente sobre el asunto. Infaltable, López-Dóriga apenas pudo teclear cuatro palabras: “Qué error de tuit.” Supongo que el señor apodado Tícher quiso expresar su desacuerdo con una política pública impulsada por un gobierno democráticamente electo, pero para hacerlo no le alcanzó o el entendimiento o el lenguaje o ambos, así que se quedó en etiquetar como “error” al mensaje que la explicita. Hubo también otros que rezongaron de forma un poquito más elaborada; un tal Carlos Mota, por ejemplo, posteó:

Sra. Sheinbaum: atrás merecen quedar los flojos, perezosos y todos los que viven plácidamente del empeño puesto por otros. Es perverso aniquilar los incentivos al esfuerzo en aras de la igualdad. Su visión genera pobreza. Ni todos somos iguales, ni todos se esmeran por igual.

Ahí está: el mediocre alegato meritocrático. La cantaleta absurda de que se “premia” la mediocridad. Ideología pura: “Este tweet ejemplifica una de las variedades más peligrosas de demagogia y de populismo” (@marcoatorresm). ¡Zas! Y por supuesto, no faltaron los tuiteros iracundos que aderezaron sus prejuicios con descargas de fobia de la fea: “El culto a la ignorancia y al borreguismo de estos nietos de puta” (@Ymediterranea). Y otros en los que el aderezo prácticamente se llevó todo el plato: 

Para que sobre el pueblo bueno, lleno de mediocres, reine López y sus complices [sic]. Borregada sin pensamiento propio es lo que busca la corcholata favorita del macuspano. (@SoyelDiegrosso)

La furiosa reacción incluyó al tropel de los que pescan al aire cualquier pronunciamiento del presidente o de la jefa del gobierno capitalino para mantener vivo el golpeteo político y sistemáticamente se oponen a todo, pero también a muchos que auténticamente viven creyéndose el cuento de que en esta sociedad triunfan quienes tienen el talento necesario y se ha esforzado lo suficiente para merecer las mieles y los oros del éxito —ahí les encargo el libro The Tyranny of Merit: What's Become of the Common Good? (2020), de Michael J. Sandel, profesor de la Universidad de Harvard y en 2018 Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales—. ¡Y bueno… ¿cómo querían que reaccionaran muchos de los privilegiados del status quo que en este país se pretende cambiar?! ¿Cómo no van a estar esforzándose por hacernos creer que el estado de las cosas conformaba el mejor de los mundos posibles? ¿Cómo no van a querer hacerte creer que si cambiamos será el acabóse? Entre los que han resultado privilegiados por el status quo hay quienes auténticamente sienten que cambiar el orden de las cosas es descomponer el mundo, darle al traste: para ellos, las cosas no sólo son así, sino que así tienen que ser y así deberían mantenerse for ever and ever. De aquí a la violencia normativa, claro, no hay más que un suspiro, el suspiro que suele dar quien toma aire antes de espetar que las cosas son como tienen que ser y no hay de otra. ¡No jalen que descobijan! Y sí, todo status quo está en buena parte conformado por un montón de preceptos, leyes, reglas y demás instrumentos que establecen cómo deben ser las cosas…, pero —¡enorme pero!— todo eso es una creación humana, susceptible de ser modificada: puede cambiarse, de hecho, tiene que cambiarse para que el status quo cambie.


Así que en estos tiempos en los que muchos tapetes se están moviendo, bien vale la pena que uno recuerde que si le ha favorecido el status quo y le ha ido bien o más o menos bien en la vida, muy probablemente uno tenga arraigada firmemente la convicción de que eso está bien, es correcto, es justo…, porque, claro, uno se merece todo lo que tiene dado que uno es muy inteligente, tiene los talentos adecuados y ha trabajado duro y ha seguido las reglas del juego. Consecuentemente, but of course, es muy probable que se tenga la creencia de que a quienes no les ha ido bien no es porque el dichoso status quo esté mal, sino porque esas pobres gentes no se han esmerado lo suficiente, no le han echado tantas ganas como uno…, es más, hasta puede que nada más sea cosa de que no han tenido la buena suerte de la que uno goza…

 

Ante la posibilidad de cambio del status quo —ya no digamos ante las muestras palmarias de que efectivamente algo está sucediendo— trepida la conciencia práctica —concepto acuñado por el sociólogo Anthony Giddens (Londres, 1938) para mentar la acumulación de conductas aprendidas para navegar en automático por la vida— de mucha gente, no sólo de los privilegiados. ¿Y ahora cómo proceder? El status quo se integra no sólo de saberes y normas, de maneras de pensar y actuar, de habitus e identidades, también de palabras y prejuicios. Una función de la ideología dominante es pintarle la conciencia a las personas de ocre al 50%, ¡aguas!

miércoles, 5 de enero de 2022

Soy totalmente polarizado

 

Hipótesis, primera aproximación

Sospecho que, para muchos connacionales de la clase media, de unos cuatro años para acá, la llamada “polarización” es una asequible fuente de identidad.

 

 

Rusa

— ¿Y cuál te tocó? –me preguntó la mujer que me corta el pelo.

— La Pfizer.

— ¡Uy, qué buena suerte!

— ¿Por…?

— Con esa puedes ir a Estados Unidos… A mí me pusieron la rusa.

— ¿Y viajas mucho a Estados Unidos?

— No, nunca he ido.

 

 

Doble personalidad

En 1937 Mario Moreno debutó en el cine: No te engañes, corazón, de Miguel Contreras Torres. El cómico personifica a “Canti” —apócope de Cantinflas—, un pelado que quería aparentar ser un fifí. Tan pronto concluyen los créditos, aparece en pantalla la siguiente leyenda: “En cada hombre hay una doble personalidad: la propia y la que aparenta”.

 

 

Sputnik

— O sea…, ¡qué trauma!  —sigue hable y hable la señora tatemada, 52 años si hemos de creer lo que sin que nadie le preguntara nos dijo hace un rato, embadurnada de bronceador en toda su abrupta orografía corporal paupérrimamente cubierta por el minúsculo bikini— ¡Un hoooo-rro-ooorrr! —dice gesticulando y manoteando como lleva haciéndolo desde hace media hora, tan pronto se posesionó del camastro que está junto al de Inés—. ¡No me aceptan la Sputnik en España! López se pasa, oigan.

— ¿Y cuándo tienes programado tu viaje?

—¡Uy, no! Necesito como doscientos mil pesos —responde fugazmente entristecida y apura un traguito a su daiquiri.

 

 

Snob

En la primera secuencia de No te engañes, corazón, don Boni (Carlos Orellana) le cuenta a una compañera de trabajo que su hija se casará con “el hombre al que ella quiere”, quien pronto se titulará como arquitecto…

— ¡Quién tuviera esa suerte! —suspira ella— Un arquitecto, para mí no llegará ni un maestro de obras…

Pero doña Petronila (una joven actriz, Sara García), esposa de don Boni, está tramando otra cosa: casar a su hija con el casero, el señor Monforte (Paco Martínez): “comerciante, próspero, que fue de la nobleza…”

 

 

Argucias

— ¡AMLO ha destruido todo lo que habíamos construido durante más de 30 años!: la idea de un México justo, próspero…

— ¿Pero de qué México hablas?

— Dije “la idea…”, la idea de un México justo, próspero, sano, sin polarización…

 

 

Nada, nada…

Primera aparición cinematográfica de Cantinflas (No te engañes, corazón): él y “Don Catrino” (Eusebio Pirrín) están literal y figuradamente en la calle:

— Oye, Canti.

— ¿Qué pasó?

— ¿No traes dinero?

— ¿Eh?

— ¿Dinero?

— Ni un centavo.

— ¿Nada, nada?

— Nada, nada. ¿Pues cómo quieres que traiga si nunca he traído nada?



Origen es destino.

 

 

Polarización escandalosa

El World Inequality Report 2022 informa: en México el 10% de los más ricos concentra el 57% de los ingresos totales en el país, mientras que el 50% de los más pobres posee el 9%. El 10% de los más ricos ingresa treinta veces más que el 50% de los más pobres. Los más pobres de México no tienen nada —su riqueza neta es negativa: tiene más deudas que propiedades—. En el otro polo, cada persona ubicada en el 10% de la población más rica posee en promedio 6.5 millones de pesos en riqueza. La polarización en México es una realidad económica escandalosa.

 

 

Gente decente

En su siguiente aparición, Canti está en la barra del salón de baile. La orquesta toca, hombres y mujeres elegantes departen animados. El cantinero le sirve una copa…

— Oiga usted, señor.  

— Diga usted.

— ¿No tiene usted algo mejor que esto?

— Sí, señor, mucho mejor.

— Algo que sea mejor, en calidad.

— En calidad y en todo.

— Y que cueste caro, no le hace… ¿Qué tiene, usted?

— Lo que usted desee tomar, señor.

— Tepache.

— Eso aquí no se sirve, señor.

— Entonces deme una botella.

— ¿De qué?

— De café con leche…

El disparatado dialogo continúa y pronto queda claro que Canti no trae para pagar. Dos camareros proceden a sacarlo a empujones…

— ¡Esta no es la forma de tratar a la gente decente!



 

 

Aspirar

— ¡Ay, no…, me choca! El señor nos ataca todos los días desde su púlpito mañanero —espeta la dama que está justo frente a mí. En esa mesa estamos sentadas unas diez personas, todos comiendo pozole, compartiendo el tiempo, las cervezas, el tequila y la alegría de volvernos a reunir. La tradicional comida de fin de año en casa de los Domacé reúne amistades variopintas.

— ¿Ves las conferencias del presidente?

— ¡Dios me libre! Nunca.

— ¿Y a quiénes ataca?

— A los fifí, a los que aspiramos a tener un poco más con nuestro trabajo… ¿No ves que odia a los aspiracionistas?

Le doy un llegue a mi tequila, suspiro, y comienzo a explicarle la diferencia entre tener aspiraciones y ser un aspiracionista: — Un aspiracionista pretende ser lo que cree que es quien sueña ser, y se desvive por aparentarlo; algo muy distinto a alguien con aspiraciones. Quien aspira a ser arquitecto, estudia; quien sueña con ser totalmente Palacio, trata de dar el gatazo a tarjetazos…

— Bueno, bueno… —interviene el marido de la dama que se siente atacada por AMLO aunque nunca lo oye—. No hablemos de política que de por sí el país ya está muy polarizado.

 

 

Argucias

La queja lastimera de la “polarización” en la que ha caído el país desde 2018 no es más que una argucia política: se acusa que el país está “profundamente dividido y polarizado” para hacer creer que no se trata de una minoría privilegiada enojada, sino una fuerza de igual tamaño que la que encabeza AMLO.

 

 

Hipótesis, segunda aproximación

Lo que los conservadores llaman “polarización”, y lamentan, es un cambio en el rol que desempeña el gran público en torno a los asuntos públicos: de aburridos y desinteresados espectadores a participantes activos, apasionados en muchos casos.