jueves, 7 de abril de 2022

El fin/inicio del mundo

   

This present moment used to be

the unimaginable future.

Stewart Brand

 

 

 

 

 

Umbral


No faltan los conatos de acabose. Es como si las trompetas del Apocalipsis estuvieran tocando la música ambiental. El fin del mundo está cada día más cantado.

 

Pero cambie usted por un momento el sentido del presagio: ¿qué tal que en vez de estar transitando por las postrimerías de la Humanidad estuviéramos viviendo apenas sus albores? ¿Qué tal que nosotros, la engreída gente del siglo XXI, resultáramos ser los primitivos orígenes de una extensa historia de la especie? Aquilate usted. A lo largo de los últimos setenta mil años hemos plagado todos los rincones del planeta, y ya no queda sitio en la Tierra que no haya sido trastocado por nosotros. Con todo, el montón de cosas que hemos hecho —todo eso que en suma llamamos cultura y civilización— es mucho más reciente: nuestra historia es apenas un trance de menos de diez mil años, lo cual es un periquete, un suspiro en el marco temporal de nuestra propia existencia genérica, ya no digamos en el gran contexto de la existencia de la vida terrícola. Más incluso: en términos geológicos, el paso de los sapiens es una chispa insignificante. Somos un tipo de bicho extraño y muy reciente, apenas echado al mundo por los procesos evolutivos. Incluso entre los homininos —los primates de postura erguida y locomoción bípeda—, el sapiens prácticamente acaba de aparecer. Compare. Los tiburones, peces cartilaginosos que hasta nuestros días habitan los océanos, han evolucionado durante los últimos 450 millones de años, lo que significa que han sobrevivido las cinco extinciones masivas que hasta ahora han diezmado la biosfera. Sabemos que los pobres dinosaurios no corrieron con tanta suerte, pero perduraron sus buenos 165 millones de años. Los mamuts anduvieron por aquí durante unos cinco millones de años. Los Ardipithecus, ya orgullosos homininos, aparecieron hace unos 5.8 millones de años y lograron mantenerse activos durante más de un millón de años. Incluso los primos homo neanderthalensis, parientes cercanos del sapiens, lograron conservarse vigentes en el catálogo de la fauna terrestre a lo largo de unos 400 mil años. ¿Y nosotros? Bueno, llegamos hace poco, hará cosa de unos 200 mil. Entonces, ¿tan recién llegados y quizá a punto de largarnos para siempre?

 

 

 

Domingo

 

Aunque la marea viral por ahora se ha sosegado y el oleaje pandémico parece darnos un respiro, las zozobras apocalípticas siguen alebrestadas. Motivos no faltan. Echando la mirada aquí nomás al corto plazo, uno no puede hacer como que no ve los nubarrones que presagian despiadadas tormentas, calamidades, catástrofes, cataclismos y desgracias de alcance mundial… Apenas el sábado 26 de marzo míster Biden se aventó la puntada de declarar que, “ante el riesgo nuclear”, es necesaria la diplomacia para resolver el conflicto en Ucrania… ¡Ah, qué bien! Lo malo es que sigue proveyendo de armas y entrenamiento al gobierno ucraniano… El septuagenario mandatario —en noviembre se hará octogenario— también dijo que Putin, el presidente de Rusia, no debe continuar en el poder porque es un “criminal”, “un carnicero”. Así los finos dotes diplomáticos del presidente estadounidense, así sus ganas de parar la guerra… Y, ¡bueno!, se entiende: nada más en las dos primeras semanas del episodio bélico en Europa oriental la industria armamentista norteamericana ganó la bagatela de 80 mil millones de dólares. El problema, como cualquiera sabe, es que, si alguien se anima a tirar el primer chingadazo atómico, ahí queda… Quiero decir, tarde que temprano ahí quedamos todos.

 

Un día después, domingo 27, platiqué con el Grillo Bravo. Él se halla en su guarida en Teotihuacán de Arista, yo en la Ciudad de México. Él desde su ventana puede ver la pirámide del Sol, yo el WTC. Gracias a la telefonía celular, pudimos hablar durante más de una hora acerca de un titipuchal de asuntos que nos interesan, otros que francamente nos preocupan. Incluso hubo ocasión para que él cantara una rola —no pudo recordar si era de Fito Páez o de Charly García— y tocara un rato su tlapitzalli. En un momento dado, el Grillo Bravo espetó: “Los hombres hemos acabado con todo, ya nada más falta que acabemos con nosotros mismos”. Aquel mismo día, en su columna quincenal en La Jornada Semanal, el máster Agustín Ramos acertadamente había perfilado en pocas palabras la crítica coyuntura por la que transita nuestra especie: “La disyuntiva, cada vez más próxima, cada vez más ineludible, será guerra o vida. Porque el único camino caminable para la vida, para nuestra vida en nuestro planeta, será un nuevo renacimiento”. Agustín no exagera ni tantito. Chomsky, como otros muchos pensadores contemporáneos, no se ha cansado de alertarnos sobre los grandes riesgos que enfrenta el género humano: por un lado, el militarismo capitalista y la amenaza de la (auto)aniquilación nuclear, y por el otro, la crisis climática y la hecatombe ambiental definitiva. Matarnos o quemar la casa. Pues sí, razones (sinrazones) hay para prospectar que estamos por desaparecer de la biosfera.

 

La peor amenaza que la Humanidad haya jamás enfrentado somos nosotros mismos. Además del riesgo de la auto-aniquilación, la posibilidad de la evolución de la especie, ya no biológica sino tecnológica, dejó de ser harina en el costal de la ciencia ficción. Yuval Noah Harari sostiene que la disrupción tecnológica, especialmente la Inteligencia Artificial y la bioingeniería, tiene el potencial de caducarnos. “Si comenzamos una carrera armamentista en inteligencia artificial y en genética estaremos garantizando la destrucción de la Humanidad”, alertó en una entrevista hace un par de años. Y aunque ello no ocurriera, el mismo historiador israelí sostiene que usted y yo, y con nosotros toda la gente contemporánea, muy probablemente formamos parte de “una de las últimas generaciones de homo sapiens”, toda vez que “en cosa de uno o dos siglos, la Tierra será dominada por entidades que se diferenciarán más de nosotros de lo que nosotros nos diferenciamos de los neandertales o de los chimpancés, porque en las siguientes generaciones habremos de aprender como intervenir en la ingeniería de nuestros cuerpos, cerebros y mentalidades”. 

 

Pero qué tal que no, qué tal que metemos freno, qué tal que damos un oportuno golpe de timón y optamos por la ruta del renacimiento…

 

 

 

Ancestros y hodiernos

 

Con todo, en medio de los aironazos de fin de mundo, quedan nobles almas optimistas. Max Roser, director fundador de Our World in Data, publicó hace unos días una ponencia fincada en la apuesta por la inteligencia de la Humanidad: The future is Vast: Longtermism perspective on humanity’s past, present and future. Todo su planteamiento parte de una premisa optimista: “Si nos mantenemos a salvo los unos a los otros, y nos protegemos de los riesgos que la naturaleza y nosotros mismos planteamos, estamos sólo al comienzo de la historia humana”.

 

El autor toma por buena la estimación realizada por los demógrafos Toshiko Kaneda y Carl Haub, según la cual a lo largo de los últimos 200 mil años han nacido y muerto 109 millardos (un millardo = mil millones) de sapiens. Considerando que en la actualidad pululamos vivos 7.9 millardos de habitantes en todo el orbe, resulta que, en total, alrededor de 117 millardos de seres humanos hemos nacido. Se desprende que nosotros los hodiernos, la gente que hoy por hoy poblamos la Tierra, representamos poco menos del 7% de todas las mujeres y todos hombres que alguna vez han habitado el mundo. En la actualidad, durante un año nacen 140 millones de bebés —algo así como la suma de la población actual de nuestro país (131 millones), Costa Rica (5 millones) e Irlanda (5 millones)—, y mueren 60 millones de personas —la población total de Ucrania (43 millones), Portugal (10 millones) y Paraguay (7 millones), en conjunto—. El saldo anual es positivo: 80 millones extras, más o menos la misma cantidad de congéneres que había en todo el planeta cuando Sócrates y Platón conversaban en la antigua Atenas (450 a. C.).

 

 

 

Descendientes

 

En términos astronómicos, tenemos tiempo. Al Sol le queda combustible para unos 7.5 millardos de años más, de los cuales se mantendrá comportándose como hoy lo hace, fusionando hidrógeno de manera estable, unos cinco millardos de años. En términos biológicos la traza cambia, pero igual tenemos margen: “Una forma de proyectar cuánto tiempo podríamos sobrevivir es preguntar cuánto tiempo han sobrevivido otros mamíferos. La esperanza de vida de una especie de mamífero típico es de aproximadamente un millón de años”. Desde esta perspectiva, nos quedan por delante unos 800 mil años —recuerde que ya llevamos 200 mil años de existencia—. Ahora, si efectivamente, como proyecta la ONU, la población mundial se estabiliza en 11 millardos de sapiens al final del presente siglo, y si se asegura una esperanza de vida para toda la gente de 88 años, entonces, según los cálculos de Max Roser, a lo largo de los próximos 800 mil años vivirán unos 100 billones (un billón = un millón de millones) de humanos. 

 

De los tres postulados que sustentan la estimación anterior, seguramente el más endeble es el que subyace a la idea de que los sapiens somos un mamífero típico. En realidad ¡somos el más atípico de los seres vivos!, el único que ha creado una realidad simbólica y cultural sobrepuesta a la realidad natural. Roser subraya que, si la tecnología que hemos desarrollado es capaz de aniquilarnos, también es capaz de salvarnos, no sólo de enfermedades comunes sino de muchas calamidades ante las cuales otras especies no tuvieron ninguna oportunidad. Por ejemplo, hoy día se monitorea el posible impacto de asteroides que pudieran resultar catastróficos. Así que la esperanza de vida de nuestra especie podría no estar determinada por su condición de mamíferos, sino por la caducidad de nuestro hábitat. Si sobrevivimos mientras la Tierra sea habitable —aproximadamente un millardo de años—, dará tiempo para que nazcan 125 mil billones de niños y niñas, según estima Roser (mil billones es la unidad seguida de 15 ceros).

 

 

 

Hoy

 

Más allá de las potencialidades de la ciencia y la tecnología que hasta ahora hemos acumulado, más allá del enorme acervo cultural de la especie, resulta alucinante imaginar las posibilidades que implicaría tanta gente a lo largo un período tan prolongado. Vea usted lo que hemos hecho hasta ahora, recuerde cómo la evolución cultural se ha acelerado apenas en los últimos cinco mil años —2.5% de nuestra existencia—…

 

Si no nos equivocamos fatalmente hoy, las personas podrían vivir en el futuro serán tan humanas como usted o como yo. Max Roser defiende la noción del largoplacismo como “la idea de que las personas que vivan en el futuro importan moralmente tanto como los que estamos vivos hoy”. ¿Qué deberíamos hacer para hacer del mundo un lugar mejor? “Un largoplacista no sólo considera lo que podemos hacer para ayudar a los que nos rodean en este momento, también lo que podemos hacer por los que vendrán después”. Nuestro futuro potencial es olímpico: podríamos ser los lejanísimos antepasados arcaicos de la humanidad, podríamos estar viviendo el inicio del mundo.

 

Igual que en la actualidad nosotros podemos ver los vestigios del Templo Mayor de la Gran Tenochtitlán, los mexicas vieron las pirámides de Teotihuacán como ruinas, colosos testigos de un mundo que llegó a su fin. Hoy nosotros no podemos darnos permiso de permitir que nuestra civilización colapse, que nuestro mundo termine, porque muy probablemente ese fin sería definitivo. La única alternativa que nos queda al fin del mundo es el inicio.

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