martes, 15 de noviembre de 2022

Ibargüengoitia y el sincretismo toponímico

La geografía no alcanza para caracterizar a un pueblo, pero, junto con la dimensión temporal, ambos ejes conforman sus marcadores más concretos. Es por ello que la toponimia ofrece un generoso muestrario de los estratos que a lo largo de la historia se han venido sobreponiendo para estructurar nuestra rica y diversa identidad. Argumentaba yo lo anterior hace algún tiempo en un ensayo en el que proponía una clasificación de la toponimia de los municipios mexicanos: Santo Tokaitl, rastros de la identidad en la toponimia municipal. En ese entonces, mediados de 2015, el país se integraba por 2,457 municipios; hoy, se invirtieron los dos últimos dígitos y son ya 2,475. Con todo, me parece, la clasificación sigue funcionando —habrá que actualizarla—. Denominé una de las categorías —entonces 19% de los municipios caían en esa bolsa— como “sincretismo”: “… es necesaria una bolsa a la cual despachar los topónimos en los cuales las tradiciones indígena y católica tienen carácter sustantivo, por lo que ambas tradiciones ya no pueden separarse: San Mateo Atenco, Estado de México; Santiago Maravatío, Guanajuato; Nazareno Etla, Oaxaca, y San Andrés Tuxtla, Veracruz, son algunos ejemplos de esta categoría, depositaria de perlas de nuestro sincretismo”.


¿Cómo surgen estos nombres? Jorge Ibargüengoitia lo explicó hace mucho, en junio de 1969… Disfruten:


En algunos casos es más o menos sencillo saber quién inventó los nombres. Por ejemplo, supongamos que hay una colonia que se llama San Mateo Tepetlapa; es lógico suponer que había una comunidad que se llamaba Tepetlapa desde la Edad de Piedra, a la que llegó, recién pasada la Conquista, un misionero español y dijo:

 

— ¡Nada de Tepetlapa, se llama San Mateo!

 

Por eso ahora se llama San Mateo Tepetlapa, para hacer gala de nuestra cultura mestiza, y de nuestro talento para quedar bien con todos.

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