lunes, 23 de enero de 2023

Entierro, destierro, transtierro de la historia

  

 

José Gaos y González-Pola nació en Gijón, España, el 26 de diciembre de 1900. No alcanzó a ser septuagenario: moriría del otro lado del Atlántico el 10 de junio de 1969, en un aula de El Colegio de México: “presidía el examen de grado de uno de sus múltiples discípulos. Había ya terminado el examen, pero sólo alcanzó a firmar el original del acta…, el corazón volvió a fallarle, pero, en esta ocasión, en forma definitiva” —recuerda su discípulo Leopoldo Zea (1912-2004), quien entonces dirigía la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM—.

 

El asturiano tradujo al castellano una pila de obras de Hegel, Kierkegaard, Scheler, Husserl, Heidegger… En Madrid, fue alumno del padre García Morente (1886-1942), de Xavier Zubiri (1898-1983) y de Ortega y Gasset (1883-1955). Gaos se doctoró en Filosofía en 1928. Cuando estalló el golpe de Estado franquista, fungía como rector de la Universidad Complutense de Madrid. En febrero del 39 se oficializaría que, por ser “pública y notoria la desafección…  al nuevo régimen” era separado definitivamente de su cargo y del magisterio. Desde el verano de 1938 él ya estaba en México, y acá se quedó. Aurelia Valero dice que fue “un hábil escultor de almas que llegó con su cincel a nuestras tierras” (José Gaos en México. Tesis doctoral. Colmex, 2012). En nuestro país fue maestro de Edmundo O’Gorman, Zea, Uranga, Luis Villoro, Antonio Gómez Robledo, Sergio Fernández, Justino Fernández, Hugo Hiriart… Precursor en nuestro país de la llamada historia de las ideas, Gaos defendió la tesis de que era necesario estudiar el devenir del pensamiento filosófico en México; a fin de hacerlo con cierto orden y conforme a una metodología, formó y organizó grupos académicos. En 1941 estableció en la Universidad Nacional el Seminario de Filosofía de Ciencias Humanas aplicadas a América, que dos años después se trasladaría al Colmex —Seminario para el estudio del pensamiento en los países de lengua española—, para, en 1955, regresar a Filosofía y Letras de la UNAM, y perdurar ahí hasta 1964. Junto con Villoro, Victoria Junco, Bernabé Navarro, Vera Yamuni…, Rafael Moreno Montes de Oca (1922-1998) integró la segunda promoción del Seminario: 

De pie: Zubiri, Luis Recaséns y José Gaos; sentados, María de Maeztu, José Ortega y Gasset, Juan Zaragüeta y García Morente.

Moreno M., como solía firmar, había iniciado su instrucción en el Seminario Conciliar de México (1936-1943). Renunciaría a la carrera sacerdotal y en 1945 ingresó al Colmex, en donde conoció a Gaos, quien se convertiría en su mentor. En 1962, Moreno obtendría una maestría en Filosofía en la UNAM, con la tesis La filosofía de la Ilustración en México, dirigida por el filósofo español.

 

Hace unos días contaba aquí que, según razona don Rafael Moreno M. (“Los orígenes del humanismo mexicano”, Universidad de México, IV/1956), conformamos un pueblo que surgió de manera imprevista cuando, desde Europa, nos hicieron el favor de traernos “la lengua… de Cicerón y Horacio…” Eso sí, los ibéricos llegaron un poquito tarde: según sabemos la Conquista ocurrió en 1521, esto es, casi dos mil años después del Siglo de Pericles y más de mil quinientos años luego del fallecimiento de Marco Tulio Cicerón​:

Nosotros llegamos a la historia cuando el mundo había tenido ya muchas de sus experiencias definitivas, y cuando muchos comensales se habían sentado ya en el banquete de la cultura y se estaba sirviendo un manjar condimentado con nuevas especies, las especies del Renacimiento. De improviso un pueblo que surgió de la floración latina, trasplanta su saber renacentista a las nuevas tierras y de repente aparecemos con ciencia, derecho, teología, filosofía, literatura, clásicos latinos y griegos 

No creo malinterpretar si entiendo que el filósofo toluqueño —nació en Santa Cruz Atzcapotzaltongo, municipio de Toluca de Lerdo— pensaba que somos —yo escribo somos porque él, don Rafael, escribió Nosotros— un pueblo que llegó tarde al “banquete de la cultura” y también “a la historia”. ¡Ah, caray! Pensémoslo… ¿Entonces dónde estábamos antes de llegar a la historia? Obvio: fuera de la historia. ¿Es posible? Indiscutiblemente si ese nosotros no hubiera existido antes, porque todo indica que para transcurrir en la historia se precisa, al menos, existir, ¿cierto? Pero, bien sabemos que en estas nuevas tierras sí había gente antes de que se trasplantara el saber renacentista. De hecho, el propio Rafael Moreno así lo consigna, puesto que sostiene que, si de Europa nos llegó “la razón latina”, “el mundo indígena nos dio su sensibilidad”. Luego, había un mundo previo acá, por lo cual se mantiene la interrogante: dado que pueblos originarios existían y estaban fuera de la historia, ¿dónde estaban?

 

Pidamos auxilio al doctor Gaos, quien, dieciséis años antes de que apareciera el texto de su pupilo, publicó un ensayo acerca de “las relaciones entre lo humano y la historia, entre humanidad e historicidad” (“Sobre Sociedad e Historia”, Revista Mexicana de Sociología). Diserta y enuncia tres posibilidades:

 

1)   Historia > Humanidad. Lo histórico abarca todo lo humano y lo sobrepasa: hay una historia del sistema solar o de la Tierra o de la vida… Toda sociedad humana se desarrolla en la historia. La historia sería “el continente en que se desarrolla la sociedad humana”. Así, todas las obras humanas tienen su historia: la historia de la cocina, por ejemplo, o la historia de la esgrima o la del tlachtli o juego de pelota

2)   Historia = Humanidad. Si la naturaleza humana es histórica, “el hombre estaría en mutación constante y total, tendría sólo historia.” Una sociedad ahistórica sería imposible. Nada humano podría estar fuera de la historia.

3)   Historia < Humanidad. Sin cambio no hay historia: “es lo que nos parece que pasa con las generaciones animales y vegetales. Aun admitiendo la evolución o las variaciones bruscas de las especies…, los caballos de Aquiles o el perro de Ulises no son diferentes de nuestros caballos y perro…” Así que “si no hubiese estas diferencias entre las sucesivas y superpuestas generaciones humanas”, habría humanidad sin historia. Lo mismo ocurriría con “una sucesión de generaciones… ignorantes de su propia sucesión”, porque “la historia se constituye en la conciencia mnémica, tradicional, historiográfica, de sí misma. Sin historiadores no habría, no sólo historiografía, lo que es tautológico, sino tampoco historia”. 


Gaos concluye: “historia implica la pluralidad sucesiva y superpuesta de las colectivas generaciones humanas, en cuanto diferentes unas de otras…” El ser histórico precisaría cambio y conciencia del cambio, conciencia histórica. Enseguida, sin ambages el filósofo español-mexicano —obtuvo su doble ciudanía en 1941— deduce: “… los pueblos salvajes son precisamente aquellos… que no se han ‘diferenciado’ a través de las edades… Las generaciones de los salvajes parecen tan iguales entre sí como las de los animales. Los pueblos salvajes son los que hacen igual desde siempre, los que no tienen historia”. Salvaje es un terreno agreste, limpio de intervención antrópica, y salvaje es también tanto una planta no cultivada, silvestre, como un animal no domesticado, indómito. En quinta acepción, el diccionario de la RAE define salvaje como “primitivo, no civilizado”, y en séptima, de plano, como “inhumano”. Salvajes serían los hombres y mujeres que durante miles y miles de años anduvieron a salto de mata, no cultivaron campos y vivieron haciendo prácticamente lo mismo de generación en generación. Sólo con el sedentarismo, la escritura y la historiografía habría comenzado la historia. Sin embargo, advierte José Gaos, no sólo podríamos encontrar “generaciones humanas inmutables y ajenas a la historia” en tiempos prehistóricos: en la actualidad se mantienen así “hombres del pueblo, del campo…, ciertos artesanos, que perviven, en un estado relativamente cercano al llamado estado de naturaleza”. Como nuestros antepasados prehistóricos, “todos estos hombres tampoco tendrían historia”.

 

Aristóteles sostuvo que sin polis no existe sociedad humana (Política). Pensaba que antes de la polis la humanidad no había alcanzado su plenitud, que es la vida civilizada. También Gaos piensa que la humanidad cabal solamente es asequible en las ciudades: “la historia acaba por parecer cosa privativa de los hombres cultos de las ciudades. Estos, exclusivamente, la harían y la sufrirían con todos sus efectos… La asociación, la identificación, incluso de historia, cultura y ciudad no parece, por lo demás, arbitraria, antes, por el contrario, tan fundada como sugestiva… La cultura es obra de las ciudades, que, recíprocamente, son la obra maestra de la cultura. El urbano y el culto son conceptos muy cercanos.” 

 

En suma, el maestro de Rafael Moreno, el doctor Gaos, pensaba que sí, que es perfectamente posible que existan grupos humanos que vivan fuera de la historia, “…intactos [de] su vertiginoso atropello”. Más todavía, arguyó que “porciones cuantitativamente ingentes de la humanidad habrían vivido, vivirían aún al margen de la historia… Exclusivamente… de muy pequeñas porciones de la humanidad resultaría propia la historicidad”.

 

Por tanto, es difícil pensar que don Rafael haya incurrido en un dislate lírico cuando escribió que “nosotros llegamos a la historia cuando el mundo había tenido ya muchas de sus experiencias definitivas”, sino que lo hizo consciente de lo que afirmaba y de sus implicaciones, toda vez que partía de un marco teórico que en su momento le proveyó su mentor empatriado en México. En corto: aseverar que fuimos incorporados a la historia hasta la Conquista entraña valorar a los pueblos prehispánicos, en principio a los conquistados, como salvajes e incivilizados. ¿Un juicio sostenible?

Félix Parra, Escenas de la Conquista (1877).

Difícil creer que don Rafael no supiera que Cortés y sus aliados indígenas sitiaron y tomaron una ciudad enorme, México-Tenochtitlan, de hecho, la más grande de todo el mundo en ese momento. Cuesta trabajo creer que Moreno M. no conociera la descripción que el extremeño escribió de la vida civilizada que encontró incluso antes maravillarse con México-Tenochtitlan en la muy menor Tlaxcala:

La cual ciudad es tan grande y de tanta admiración…, porque es muy mayor que Granada…, y de tan buenos edificios, y de muy mucha más gente…, y muy mejor abastecida… Hay en esta ciudad un mercado en que… todos los días, hay de treinta mil ánimas arriba vendiendo y comprando… En este mercado hay todas cuantas cosas, así de mantenimiento como de vestido y calzado… Hay joyerías de oro y plata y piedras, y de otras joyas de plumaje, tan bien concertado como puede ser en todas las plazas y mercados del mundo. Hay mucha loza…, y tal como la mejor de España. Venden mucha leña y carbón y yerbas de comer y medicinales. Hay casas donde lavan las cabezas…; hay baños. Finalmente…, hay toda manera de buena orden y policía, y es gente de toda razón y concierto…

Apenas el jueves de la semana pasada, durante la mañanera, el presidente López Obrador dijo: “… no se le ha dado la importancia que tiene a nuestro pasado histórico y nos hemos quedado en los quinientos años de conquista o de intervención. Cuando mucho, hemos bajado doscientos años más con la fundación de Tenochtitlan, pero de ahí hacia más abajo no hay mucho conocimiento, y son raíces muy profundas las del México nuestro.” Al día siguiente, insistió en el tema y dijo: “Nos hicieron creer que la historia de México se inicia desde la llegada de los españoles con la Conquista, con la invasión, quinientos años, o con la fundación de Tenochtitlan, 200 años antes. Que tenemos una historia de setecientos años. ¡No, tenemos una historia de dos mil, tres mil años antes de la era cristiana!”



Efectivamente, aquí en lo que actualmente es México surgió hace más de tres mil quinientos años una de las pocas civilizaciones primigenias del mundo, la llamada cultura madre olmeca, de la cual provienen una serie de tradiciones que han llegado hasta nuestros días. En 2010, don Miguel León Portilla reflexionaba:

Para comprender la significación de Mesoamérica a la luz de la Historia Universal, porque tiene un lugar en ella, hay que tomar en cuenta que a lo largo de la Historia Universal han sido pocos los focos donde una civilización originaria ha surgido. ¿Qué entiendo por civilización originaria? Un conjunto, una constelación de creaciones, que van en torno a la revolución urbana… El chiste de la civilización originaria es que ella surgió sin que otra civilización le diera, por así decirlo, el empujón…

Pero también es cierto que, seguramente todavía aterrados frente a la posibilidad del resurgimiento de aquella civilización tan distinta como magnífica, los conquistadores decidieron enterrarla. Se exterminó buena parte de la población y su mundo simbólico trató de ser desterrado, al tiempo que se transterró la tradición histórica europea.  Por supuesto, mucho más que la sensibilidad del mundo indígena perdura entre nosotros.

 

El mismo José Gaos argumenta que “a la historia sólo pertenecen, o sólo pertenecen por modo eminente, las obras y las personalidades… históricas, precisamente engendrándose así un nuevo sentido del término ‘histórico’: no ya lo que forma parte de la historia, sino lo que es eminente o relevante en ella”. Dejar de soterrar el pasado civilizatorio prehispánico, desenterrarlo, significa activar su relevancia y apropiarnos de su eminencia. Hacerlo debe ser parte del nuevo humanismo mexicano.

lunes, 9 de enero de 2023

¿Existe un humanismo mexicano?

 

Probablemente mucha gente se planteó la cuestión por vez primera hace apenas unos días, después de que el presidente López Obrador propuso denominar así, “en el terreno teórico, el modelo de gobierno” que encabeza: humanismo mexicano. Pero la pregunta no es nueva. A las pruebas…

 

 

 

 

Pongamos que acompañamos a una de las muchísimas personas invitadas a la ceremonia de inauguración de la Torre Latinoamericana. Me refiero a ese magnífico rascacielos, ícono del Distrito Federal, hoy Ciudad de México, erigido en donde se encontraba, hasta hace poco más de quinientos años, el vivario del tlatoani Moctezuma II Xocoyotzin —vivario o totocalli o casa de las fieras o zoológico—. El predio se localiza en lo que hoy día es la esquina de Madero y el Eje Central Lázaro Cárdenas. Ese fue el lugar de la ocurrencia, seis cuadras al oeste del Zócalo. El hecho ocurrió hace 66 años —Lázaro Cárdenas se llamaba aún San Juan de Letrán, y Madero ya Francisco I. Madero, desde que en 1914 el general Pancho Villa le puso así a la calle que antes se denominaba Plateros—.



“En ninguna parte de la Ciudad de México se ha concentrado tanta actividad y de tan diversa índole, como en el núcleo que forman —dice Manuel Bernal, el narrador del documental La Ciudad de México, de Juan García Rojas realizada en 1955— el edificio de Correos, el Banco de México, el Palacio de Bellas Artes, el Palacio de Minería y el Palacio de Comunicaciones. Hacia ellos convergen las famosas avenidas Juárez, 5 de mayo y San Juan de Letrán.” Todavía no se mencionaba la torre de 44 pisos que, unos meses después, luego de ocho años de construcción, el 30 de abril de 1956 sería inaugurada. El presidente Adolfo Ruíz Cortines tenía unos días de haber regresado de White Sulphur Springs, Virginia, en donde se había entrevistado con Eisenhower. Nos hallábamos en los albores del período del desarrollo estabilizador. Ese año apareció la primera edición de Casi el Paraíso, de Luis Spota. Alrededor del 40% de la población de 15 años y más era analfabeta y en la ciudad abundaban los puestos de periódicos. Antes de entrar a la altiva Latinoamericana —fue el primer edificio del mundo totalmente recubierto de cristal, y aquel día podía presumir tener los elevadores más rápidos del orbe y ser el cuarto edificio más alto fuera de Estados Unidos—, supongamos que nos acercamos a un puesto a echarle un ojo a los periódicos y revistas, entre las que te topas con un ejemplar de Universidad de México.



— ¿Cuánto cuesta, oiga?

 

— Un peso.

 

La compras. La hojeas. Entre los anunciantes estaba el Banco Nacional de México —“Empiece a formar desde hoy el Patrimonio de su Carrera… Recibimos depósitos desde un peso”—, el Fondo de Cultura Económica —la editorial, entonces dirigida por Arnaldo Orfila, promocionaba algunas de sus novedades, por ejemplo, Palabras en reposo, de Alí Chumacero, a nueve pesos—, la Lotería Nacional —el premio mayor del sorteo del 5 de mayo ascendía a cinco millones de pesos—, los diarios Novedades y El Universal, muebles para oficinas Steele, jabón Colgate —“Blancura, perfume y suavidad”—, el Puerto de Liverpool —“los almacenas más grandes y mejor surtidos de la República”—, microscopios Carl Zeiss, el Plymouth ’56 “de estilo aéreo-lineal”…



La revista, dirigida en ese tiempo por Jaime García Terrés, está surtida con textos de Emmanuel Carballo, Alfonso Reyes, Mario Puga… José de la Colina escribía sobre cine, Francisco Monterde sobre teatro, Raúl Flores Guerrero sobre el trabajo fotográfico de Nacho López… Poemas de José Carner, un relato de Ricardo Garibay, y como plato principal, un ensayo firmado por Rafael Moreno M., “Los orígenes del humanismo mexicano”.

 


El académico mexiquense —estudió Filosofía y Humanidades en el Seminario Conciliar de México, en El Colegio de México y luego una maestría en Filosofía en la UNAM— comienza con la mentada pregunta: “¿Existe un humanismo mexicano?” De entrada, Moreno Montes de Oca (1929-1998) aduce que “las verdades aparecen revestidas con el ropaje de las naciones o de los sujetos que las pensaron” y que “cada pueblo, cada pensador, las reviven de una manera peculiar”, de tal suerte que, así como se habla del “’humanismo’ renacentista, del ‘neoclasicismo’, es lícito hablar de humanismo mexicano”. Por lo demás, argumenta, “aunque se pueda decir con razón que el humanismo de un pueblo no es fundamentalmente distinto del humanismo de otro pueblo, queda en pie la importancia de la interpretación que el hombre de México le haya dado”. Y desde aquí —y no es por querer importunar a nadie, mucho menos a un difunto—, principian los problemas, porque si usted, lector o lectora, mexicano o mexicana o bien oriundo de otros lares, lo piensa un poco, el lío en el que se metió sólo el señor sólo se resuelve en apariencia, porque dar por hecho que existe una realidad concreta a la que podamos conceptualizar como “el hombre de México” es, por decir lo menos, escandalosamente ingenuo… Verán ustedes que el anterior reparo no lo hago por tiquismiquis; no, es importante porque el dislate no queda ahí, sino que en buena medida se convierte en el cimiento en el que se estriba todo el texto.

 

Según Rafael Moreno, México comenzó de golpe y porrazo, con la cruz y la espada, en la Conquista: “De improviso un pueblo que surgió de la floración latina [el español, se entiende], trasplanta su saber renacentista a las nuevas tierras”. Ojo: “trasplanta” dice, no impone. Ahora, ¿nada aportaron los pueblos originarios, las civilizaciones milenarias mesoamericanas, la enorme mayoría de los habitantes? Sí, cómo no: “El mundo indígena nos dio su sensibilidad.” ¿Nada más? Pues así parece: “Abastecidos de esta manera, con razón latina y sensibilidad indígena, nos sentamos en el banquete de la cultura que ya estaba servido por otros.” En otras palabras, que aparecimos de sopetón, que llegamos de gorrones y que llegamos tarde. Enseguida, el autor dedica la mayor parte de su texto a presentar un repaso cronológico de lo que desde su perspectiva conforma los orígenes del humanismo mexicano:

 

·      1528: Blas de Bustamante funda y dirige una escuela de gramática latina. Lo que no señala don Rafael es que el tal Blas, español nativo de Tordehumos, Valladolid, quien sin duda fue uno de los primeros vecinos de la reconstruida ciudad de México al menos desde 1525, fue encomendero de los pueblos de Tonatico y Chimalhuacán, es decir, que se ganó la vida en la Nueva España explotando el trabajo de los indígenas conquistados.


·      1536: Arnaldo de Basaccio enseñaba latín en el Colegio de San José de los Naturales fundado en Texcoco por fray Pedro de Gante y luego trasladado al convento de San Francisco en la capital novohispana.


·      1536: es creado el Colegio de la Santa Cruz de Santiago Tlatelolco, donde niños indios estudiaban, “además de las artes y las ciencias superiores, la lengua de Cicerón”. ¿Cuántos? ¿Qué proporción respecto al total de la población conquistada? Eso no nos cuenta.


·      1559: fray Maturino Gilberti escribe y publica en México una gramática latina “dedicada a los indios”. Curiosamente, a don Rafael Moreno no le parece relevante para el humanismo mexicano traer a cuento que el mismo año el mismo misionero franciscano francés publicó otro libro, Vocabulario de la lengua de Mechuacan, y en 1575 El tesoro espiritual de los pobres en lengua de Mechuacan.


·      1551: la fundación de la primera Universidad de América —la Real y Pontificia Universidad de México—, afirma Moreno, “vino a ser el bautizo de latinidad para el Nuevo Mundo” —la cédula la firmó Carlos V, en efecto, en 1551, aunque la Universidad no sería inaugurada en la ciudad de México sino hasta enero de 1553—. Enfatiza que “la fundación de la Universidad, además de ser el inicio del Renacimiento por la actitud ante los clásicos, lo es por la independencia que estatuye para los estudios romanos…”, respecto a los estudios religiosos. Hace hincapié en la importancia de los cursos de hermenéutica de textos latinos que impartía el toledano Francisco Cervantes de Salazar, primer rector de la Universidad…, quien, por cierto, después de dar sus clases independientes de la religión se ordenaría sacerdote en 1554.


·      1574: la fundación por parte de los jesuitas del Colegio de San Pedro y San Pablo significó el “trasplante definitivo de las letras clásicas y la aclimatación de las enseñanzas del Renacimiento”. Destaca la publicación en la Nueva España de Cicerón, Virgilio, Ovidio, Marcial y algunos renacentistas españoles.


·      Siglo XVI: Si bien Moreno acepta que “mayor sin duda debió ser el cultivo de las letras clásicas en los medios españoles, y con el avance del tiempo, en los criollos y mestizos…”, respecto a “los medios” indígenas, concluye —eso sí, no dice cómo— que “… los clásicos se convirtieron en el alimento, al menos inicial, de los primeros mexicanos” y que “el idioma latino fue un idioma vivo, tanto o más que el español…”


·      Siglo XVI: en la constitución de un humanismo mexicano de tipo renacentista jugaron papel importante filósofos como Alonso de la Veracruz, Bartolomé de Ledesma, José de Herrera, Tomás Mercado…


·      Siglo XVI: “… los mexicanos… comenzaron a realizar composiciones latinas, tanto en prosa como en verso…” Menciona los epigramas de Cervantes de Salazar (toledano), las piezas teatrales y poemas líricos de los jesuitas, y los dísticos de Cristóbal de Cabrera —“publicados en 1540, que son la primera poesía latina mexicana” (¡pero don Cristóbal nació en Burgos!)—. Enlista al criollo Francisco de Terrazas, “… al mestizo fray Diego de Valdés que mostró a lo europeos su saber literario y las costumbres e historias de los indios en la Rhetorica Christiana…”, y al “… indio humanista don Pablo Nazareo”.

 

Ya decíamos aquí que el humanismo no es un concepto unívoco. Pues bien, con lo dicho queda evidenciado que don Rafael Moreno M., en principio, entendía el humanismo como el estudio del latín y de los clásicos latinos. ¿Y cómo es que ese humanismo se volvió mexicano? Él esgrime dos razones. Primera, señala que “las letras clásicas de origen europeo se tornaron mexicanas tanto porque se hicieron en México o las ejercitaron hombres relacionados directamente con México, como porque los cultores fueron ya sujetos mexicanos.” Razón difícil de compartir por su simpleza y además por una cuestión más simple incluso: México todavía no existía, todo aquello sucedió en la Nueva España. Su segunda razón: “… porque la lengua clásica empieza a ser el instrumento para tratar a México como tema de meditación, convirtiéndose así en el vínculo que nos iba a unir con la sabiduría universal del hombre”. Podría estar de acuerdo con la primera parte de esta argumentación si realmente la realidad novohispana hubiera sido tema central de aquellas pocas obras, pero no fue así.

 

 

El mismo año que se inauguró la flamante Torre Latino y que Moreno M. publicó su ensayo en la revista Universidad de México, 1956, se estrenó la película El rey de México, dirigida por Rafael Baledón. La estelarizaba Adalberto Martínez, Resortes, quien interpretaba a un borrachín indigente, mugroso y dicharachero, quien de vez en cuando se ganaba unos cuantos centavos cargando bultos. Escrita por Isaac Díaz Araiza y adaptada por Luis Alcoriza, la historia es una variación de una narrativa antigua: un pobre vuelto a la vida de un rico por un tiempo breve, el príncipe y el mendigo. En este caso, la trama se desata cuando un periódico defeño encarga a uno de sus reporteros (José Gálvez) escoger a un mecapalero para hacerlo vivir unos días como un ricachón: lo bañan, lo alimentan, lo visten como a un señor acaudalado, lo llevan a comer a restaurantes lujosos, a divertirse en centros nocturnos de moda, lo instalan en un gran hotel y lo hacen convivir con artistas y gente de la alta sociedad. 



 

Claro, el asunto termina mal: cuando el experimento concluye, el hombre se desbarranca y en un santiamén vuelve a su condición de beodo menesteroso. Pablo Rojas se llama el desgraciado estibador caracterizado por el Resortes, y su historia me hace pensar en el puñado de indígenas que durante los primeros siglos de la Colonia aprendieron latín.