lunes, 10 de abril de 2023

Flâneurs

  

Incansable, anda y no va a ninguna parte. Como luciérnaga en una noche atascada de estrellas, como gato en los tejados, él/ella deambula por la ciudad.

 

“La multitud es su dominio, como el aire es el del pájaro, como el agua el del pez. Su pasión y su profesión es adherirse a la multitud”. ¿A qué personaje se refiere Charles Baudelaire? Por supuesto, al flâneur, el caminante urbano que se tira un clavado en el mar de gente y se dedica a bucear durante horas entre las personas… Sigue el poeta: “Para el perfecto flâneur —¡por favor, no traduzcan jamás la palabra como paseante!: flâneur es flâneur—, para el observador apasionado, es un inmenso goce el elegir domicilio entre la cantidad, en lo ondeante, en el movimiento, en lo fugitivo y lo infinito”. El asunto no se limita a saberse mover entre el gentío, es también necesario salir del cerco doméstico. Recordemos que doméstico proviene del latín domesticus, “perteneciente a la casa o a la familia”; mientras que domesticus deriva de domus, que significa casahogar. Libre, indómito, el flâneur es un prófugo de la vida doméstica. “Estar fuera de casa, y sentirse, sin embargo, en casa en todas partes; ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo, tales son algunos de los menores placeres de esos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua sólo puede definir torpemente”. 

 


Baudelaire subraya otra característica esencial del personaje: nunca es comparsa, siempre es protagonista…, pero nada más de su propia historia, de la que está tramando él mismo de forma azarosa. “El flâneur es un príncipe que disfruta en todas partes de su incógnito”. ¿Y cómo lo logra? Se mimetiza: “El aficionado a la vida hace del mundo su familia… Así, el enamorado de la vida universal entra en la multitud como en un inmenso depósito de electricidad. También se le puede comparar, a él, a un espejo tan inmenso como la multitud; a un caleidoscopio dotado de consciencia, que, a cada uno de sus movimientos, representa la vida múltiple y la gracia dinámica de todos los elementos de la vida. Es un yo insaciable del no yo, que, a cada instante, lo restituye y lo expresa en imágenes más vivas que la vida misma, siempre inestable y fugitiva” (Charles Baudelaire, El pintor de la vida moderna, 1863).

 

Ya he intentado aquí bocetear al flâneur. En referencia al pensador de origen libanés Nassim Nicholas Taleb, quien se define a sí mismo como tal, decía que es un paseante callejero, una persona afecta a vagar por las calles sin ruta ni meta predeterminadas. Pero no es un simple vago ni un ocioso. El flâneur camina explorando, hacia adentro y hacia afuera de sí mismo. “Si el flâneur se convierte en un detective involuntario, le hace mucho bien socialmente, ya que acredita su ociosidad —precisa Walter Benjamin—. Él sólo parece ser indolente, porque detrás de esta indolencia aparente está su acechanza. Así, el detective desarrolla reacciones que están en consonancia con el ritmo de una gran ciudad.”

 

Franz Hessel —quien, por cierto, junto con su amigo Walter Benjamin realizó la traducción al alemán de los tres primeros volúmenes de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust— en su libro Spazieren in Berlin (Caminando en Berlín, 1929) apunta —traduzco de la edición en inglés—: “Caminar lentamente por las calles bulliciosas es un placer especial. Inmerso en la prisa de los demás, es como un chapuzón en el mar. Pero mis queridos conciudadanos de Berlín no lo hacen fácil, sin importar cuán ágilmente te muevas para salir de su camino. Atraigo miradas cautelosas cada vez que intento pasear como un flâneur entre los trabajadores; creo que piensan que soy un carterista”.

 

Efectivamente, hay cierto aire de transgresión en la actividad del flâneur. En uno de los capítulos finales de El hombre sin atributos, Robert Musil narra a lo que se dedicaron durante varios días Ulrich y su amada hermana Agathe: “… comúnmente, tan pronto como dejaban la casa, se limitaban a seguir simplemente el rumbo de las corrientes de gran ciudad, imagen de las necesidades de la colectividad y que, con la exactitud de una marea, estrujan o reabsorben a las gentes en determinados sitios, según las horas. Les divertía participar en una forma de vida distinta a la suya y que los descargaba, temporalmente, de la responsabilidad de esta última. Nunca les había parecido la ciudad donde vivían tan hermosa y, a la vez, tan extraña. Las casas, tomadas en conjunto, ofrecían una imagen grandiosa, incluso cuando por separado e individualmente no fueran en absoluto hermosas; el ruido discurría a través de un aire enrarecido por el bochorno, como un río que alcanzara hasta los tejados; en la fuerte luz, sofocada por la profundidad de las calles, las personas parecían más apasionadas y misteriosas de lo que probablemente merecían. Todo sonaba, lucía, olía tan insustituible, tan inolvidable…”

 

¡Ah, bienaventurados quienes no necesitan pedir vacaciones para ejercer de flâneur!

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