lunes, 3 de abril de 2023

¿Universo en desarrollo?

  


A Daniel Castaño,

que se acordó de los Castañeda.

 

 

Universal

 

En la prepa, con los buenos hermanos maristas del CUM, llevé una materia llamada “Literatura Universal”. A lo largo de todo año, jamás estudiamos ni media palabra acerca de la literatura de los pueblos originarios de América…

 

— ¿Por qué? —cuestioné una mañana al profesor J. Cñd, uno de los dos hermanos Cñd que impartían las literaturas, Mexicana en primero y Universal en tercero.

 

— Pues porque los indígenas no tenían escritura, Castro —me contestó el maestro. A su hermano F. Cñd, dado su escandaloso parecido con el cineasta neoyorkino, todos —éramos entonces sólo varones— le decíamos Woody, aunque a J. Cñd nadie le decía Hernán Cortés, aunque era evidente que él se esforzaba por parecerse al conquistador extremeño.

 

Entonces no lo discutí, pero hoy sé que, más que un argumento, la respuesta del profesor J. Cñd es una argucia ideológica. Para probarlo, recordemos dos hechos.

 

Primero. En América, si bien nadie conocía el alfabeto que usaban los españoles —heredado de los griegos a través Roma—, sí había sistemas de escritura. Muy probablemente provenientes de un mismo tronco común, a finales del siglo XV convivían en Mesoamérica más de una docena de distintos sistemas de escritura; todos, resultado de una evolución de más de dos milenios —la piedra olmeca de Cascajal es el más antiguo testimonio de escritura mesoamericana hasta ahora localizado (c. 1000-900 a. C.)—. Hablamos de sistemas de escritura complejos y sofisticados. El maya, por ejemplo, integraba glifos ideográficos y logográficos. Los zapotecas y los mixtecos también desarrollaron sistemas de glifos y jeroglíficos. “Al igual que otras escrituras de la zona occidental de Mesoamérica en el Posclásico, también la escritura de los mexicas y la de sus vecinos… era una combinación de distintos procedimientos de notación, los cuales se complementaban recíprocamente” (Hanns J. Prem, “La escritura de los mexicas”. Arqueología Mexicana núm. 70).

 

Segundo: ¡Y aunque no…! Es muy fácil demostrar que puede existir literatura sin escritura. Basta pensar en dos libros fundacionales de la cultura occidental, la Ilíada y la Odisea. Antes de ser registrados por escrito, los poemas homéricos se transmitieron oralmente entre los antiguos griegos durante al menos un par de centurias. Ambas epopeyas fueron compuestas en la época arcaica de Grecia, alrededor del siglo VIII a. C., y transmitidas de generación en generación gracias a la memorización y la recitación de los casi 30 mil versos que las integran. La fecha en que los poemas fueron escritos por primera vez es desconocida, pero se estima que pudo haber sido en el siglo VI a. C. Sin embargo, incluso después de que los poemas fueran escritos, continuaron siendo difundidos de boca en boca y recitados en festivales y ceremonias durante muchos siglos más.

 

Así pues, es insostenible afirmar que no existe la literatura prehispánica porque en América no había formas de escritura antes de la llegada de los ibéricos. Claro, fuera de las clases de “Literatura Universal” con el profe J. Cñd no sólo se quedó la literatura precolombina: no abordamos nada del hangul coreano ni medio verso de los mongoles ni una sola palabra de las letras iraquís o tunecinas, vamos, nada de las plumas sudafricanas o finlandesas… De los chinos y los indios algo vimos, ejemplos destacados de su literatura antigua —Confucio, Lao Tzu, El RamayanaEl Bhagavad Gita…—, pero después nada, como si en el mundo moderno los chinos y los indios —hoy más del 35% de la población total del planeta— hubieran desaparecido del universo. La “Literatura Universal” era más bien occidental; y si me apuran, fundamentalmente europea.

 

 

 

Desarrollo

 

Cuando terminé la prepa, hace cuarenta años, todos los países del mundo se repartían en tres grandes bolsas: desarrollados —Estados Unidos, los de Europa occidental, Japón…—, subdesarrollados —prácticamente todos los africanos, los asiáticos y, por supuesto, los latinoamericanos— y los del bloque soviético, que ni siquiera se consideraba que estuvieran caminando por la senda histórica correcta, la del desarrollo. Otra forma de mentar a un país subdesarrollado era llamarlo “del Tercer Mundo”. Poco después, cuando entré a la universidad, ya era más común hablar de “países en vías de desarrollo”, una etiqueta un poco menos denigrante y con la promesa implícita. Como quiera, la zanahoria es la misma: el dichoso desarrollo.

 

En el texto inicial de su libro Análisis de sistemas-mundo (Siglo XXI, 2006) el sociólogo Immanuel Maurice Wallerstein (1930-2019), paisano de Woody Allen, apunta: “La noción de desarrollo…, que comenzó a ser utilizada a partir de 1945, estaba basada en un mecanismo explicativo familiar, una teoría de estadios. Quienes utilizaban este concepto presuponían que las unidades individuales —‘sociedades nacionales’— se desarrollaban todas fundamentalmente de la misma manera, pero a ritmo distinto… Resultaba entonces… que, tarde o temprano, todos los estados terminarían siendo más o menos lo mismo. Este truco de ilusionismo tenía a su vez un costado práctico. Implicaba que el estado ‘más desarrollado’ podía ofrecerse como modelo para los estados ‘menos desarrollados’…” El camino histórico universal, claro.

 

Más tarde, después del colapso soviético y con el auge del neoliberalismo, la inexorabilidad se volvió global. La señora Thatcher acuñó el slogan TINA, There is No Alternative

 

Hoy, desinflada la globalización, quien siga creyendo que el mundo se divide en “países desarrollados” y “países en vías de desarrollo”, sigue pensando que únicamente hay una meta, la misma para todos, y que el mejor modelo posible es el de los primeros. Yo creo que ese es un pensamiento anticuado, tanto que eso proclamó Fukuyama en 1992, tanto que hace más de quinientos años eso mismo debió de haber pensado Hernán Cortés.

 

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