domingo, 22 de octubre de 2023

Tres mandarriazos y un Nobel

  

Ignorance is strength.

Orthodoxy is unconsciousness.

George Orwell, 1984.

 

En 1983, hace cuarenta años, cuando me alcanzaba para la gasolina, me transportaba en un Barracuda rojo. Entonces, con cierto pesar, pensaba que mi vida era demasiado sencilla, plana, aunque bien juzgada a la distancia debo aceptar que atendía una agenda bastante entretenida: nadaba y daba clases de natación a niños con diferentes discapacidades, siempre andaba con buena parte de mi mente inmersa en las vicisitudes de alguna novela, departía todos los días con mis cuates de la colonia Justo Sierra, jugábamos dominó los viernes y tocho los sábados, iba con frecuencia al cine y dedicaba tiempo y recursos a los placeres y desazones del ligue. Con todo, mi principal ocupación era terminar la prepa.

 

Sexto año, Área IV. Una de las materias, Literatura Universal, estaba a cargo del profesor J. Cñd. Culto, católico, de pensamiento conservador, entusiasta hispanófilo, una buena mañana, Cñd. nos dio una clase que para mí ha resultado inolvidable. Bueno, no, en realidad la clase no la recuerdo. Quiero decir que no he olvidado una porción de aquella clase, aunque bien a bien, por más que me esfuerzo, no logro recordar cuál era el tema específico que trató esa ocasión. El caso es que ese día nos explicó que el hombre moderno —entonces se podía hablar del “hombre moderno” sin mayor apuro, y para cualquiera resultaba comprensible que la expresión aludía tanto a hombres como a mujeres— había sufrido tres grandes agravios por parte de la ciencia: Copérnico nos vino a decir que la Tierra, nuestro mundo, no era el centro de la Creación; Darwin nos hizo saber que el ser humano no fue creado por Dios a su imagen y semejanza, y finalmente Freud develó que una persona no tiene el control ni siquiera de sí misma. Valoré aquello como una magnífica síntesis y memoricé aquella enseñanza, ligada al recuerdo de la apabullante capacidad de abstracción de mi maestro. 

 


Uno o dos años después, en alguna de las enormes aulas del exconvento de San Jerónimo, le conté todo esto a una amiga, y para mi sorpresa ella me dijo que mi profesor del CUM no podía haber sido el autor de aquella tesis, puesto que hacía poco a ella se lo había explicado exactamente así una maestra argentina, ahí mismo, en el Claustro de Sor Juana. En ese momento pensé que tenía que buscar a la académica sudamericana para salir de dudas, pero no lo hice nunca y luego olvidé el asunto. Lo olvidé hasta hace poco, cuando me topé con el texto en el que originalmente fue desarrollada la idea de los tres golpes del pensamiento científico al ego del hombre moderno —más precisamente, contemporáneo—. Enseguida el extracto:

 

En el curso de los tiempos, la humanidad ha debido soportar de parte de la ciencia dos graves afrentas a su ingenuo amor propio. La primera, cuando se enteró de que nuestra Tierra no era el centro del universo, sino una ínfima partícula dentro de un sistema cósmico apenas imaginable en su grandeza. Para nosotros, esa afrenta se asocia al nombre de Copérnico, aunque ya la ciencia alejandrina había proclamado algo semejante. La segunda, cuando la investigación biológica redujo a la nada el supuesto privilegio que se había conferido al hombre en la Creación, demostrando que provenía del reino animal y poseía una inderogable naturaleza animal. Esta subversión se ha consumado en nuestros días bajo la influencia de Darwin… Una tercera y más sensible afrenta, empero, está destinada a experimentar hoy la manía humana de grandeza por obra de la investigación psicológica; esta pretende demostrarle al yo que ni siquiera es el amo en su propia casa, sino que depende de unas mezquinas noticias sobre lo que ocurre inconscientemente en su alma.

 

¿Y quién escribió lo anterior? El extracto lo tomo de la conferencia “La fijación al trauma, lo inconsciente”, dictada en la Universidad de Viena un sábado del primer semestre del año 1917, como parte del ciclo Introducción al psicoanálisis. Así que el evento académico se desarrolló en la ciudad capital de una nación en guerra, el Imperio Austrohúngaro, el cual, junto con el Imperio Alemán, el Imperio Otomano, el Reino de Bulgaria y otros muchos países satélites, se enfrentaba a una nutrida alianza comandada por Francia, el Imperio Británico, el Reino de Italia y Estados Unidos —la Rusia zarista se había hecho a un lado del conflicto, luego del estallido de la revolución que habría de llevar a los bolcheviques al poder—. El autor y conferencista fue un profesor “periférico” de la misma Universidad, nada menos que el mismísimo Sigmund Freud (1856-1939). Así que, tal cual, ni más ni menos él mismo, en síntesis, argumentaba: Pues aquí Copérnico, Darwin y yo, atosigando el ego de los seres humanos.

 

De padre y madre judíos provenientes de la región de Galitzia —hoy un territorio dividido entre Polonia y Ucrania—, Sigmund—Sigismund Schlomo hasta 1875— había llegado al mundo en un pequeño poblado de Moravia que se llamaba Freiberg, y era parte del Imperio Austrohúngaro —en la actualidad, Příbor, República Checa—. Así que el doctor Freud en 1917 tenía 61 años. Por aquellos días de beligerancia y muerte, el incansable neurólogo austriaco también había escrito un artículo para la revista húngara NyugatUna dificultad del psicoanálisis. En aquel texto, Freud desarrolló con mayor detalle la tesis de los tres mandarriazos al narcisismo de los sapiens:

 

… el amor propio de la humanidad ha recibido hasta hoy tres graves afrentas de la investigación científica.

a.     El hombre creyó primero… que su morada, la Tierra, se encontraba en reposo en el centro del universo, mientras que el Sol, la Luna y los planetas se movían en torno de aquella… No hacía sino obedecer de manera ingenua a sus percepciones sensoriales; en efecto, él no registra movimiento alguno de la Tierra y, toda vez que en terreno despejado puede mirar en torno, se encuentra en el centro de un círculo que comprende al mundo exterior. La posición central de la Tierra era para él una garantía de su papel dominante en el universo y le parecía que armonizaba bien con su inclinación a sentirse el amo de este mundo. Asociamos el aniquilamiento de esta ilusión narcisista con el nombre y la obra de Nicolás Copérnico en el siglo XVI… Vale decir que el gran descubrimiento de Copérnico ya había sido hecho antes de él. Pero cuando halló universal reconocimiento, el amor propio de los humanos experimentó su primera afrenta, la cosmológica.

b.     En el curso de su desarrollo cultural, el hombre se erigió en el amo de sus semejantes animales. Pero, no conforme con este predominio, empezó a interponer un abismo entre ellos y su propio ser. Los declaró carentes de razón y se atribuyó a sí mismo un alma inmortal, pretendiendo un elevado linaje divino que le permitió desgarrar su lazo de comunidad con el mundo animal… Todos sabemos que fueron los estudios de Charles Darwin, de sus colaboradores y precursores, los que hace poco más de medio siglo pusieron término a esa arrogancia. El hombre no es nada diverso del animal, no es mejor que él; ha surgido del reino animal y es pariente próximo de algunas especies, más lejano de otras… Pues bien; esta es la segunda afrenta, la biológica, al narcisismo humano.

 

Y enseguida el inciso c: “la más sentida fue la tercera afrenta, la psicológica”. Freud explica que el hombre, “aunque degradado ahí afuera” —y cómo no verlo y aceptarlo en medio de la Gran Guerra, después etiquetada como Primera Guerra Mundial—, anda por la vida sintiéndose muy dueño de “su propia alma”. ¿Por qué? Porque cree que la conciencia —“su percepción interna”— mantiene al tanto al yo de todo lo que ocurre “dentro de la fábrica anímica” —la mente, decimos hoy—, y aquel, mediante su voluntad, ordena cómo actuar. Pero las cosas no ocurren de manera tan simple: “esa alma no es algo simple; más bien, es una jerarquía de instancias superiores y subordinadas, una maraña de impulsos…” El psicoanalista notifica entonces al hombre contemporáneo:

 

Confías en estar enterado de todo lo importante que ocurre en tu alma porque tu conciencia te lo anuncia… Y cuando de algo no has tenido noticia en tu alma, supones tranquilamente que no está contenido en ella… ¡Deja que se te instruya sobre este punto! Lo anímico en ti no coincide con lo consciente para ti; que algo ocurra en tu alma y que además te enteres de ello no son dos cosas idénticas… Ahora bien, esos dos esclarecimientos; que la vida pulsional de la sexualidad en nosotros no puede domeñarse plenamente, y que los procesos anímicos son en sí inconscientes, volviéndose accesibles y sometiéndose al yo sólo a través de una percepción incompleta y sospechosa, equivalen a aseverar que el yo no es el amo en su propia casa. Ambos, reunidos, representan la tercera afrenta al amor propio, que yo llamaría psicológica.

 

Sigmund Freud habría de fallecer veintidós años más tarde, en 1939. Enfermo de cáncer, huyendo de los nazis, se encontraba refugiado en Londres. El mundo, de nuevo, estaba en guerra —se estima que a causa de la Primera Guerra Mundial habrían muerto unos 16 millones de seres humanos, y por la Segunda más de 85 millones—. Tres años antes, en 1936, pero en Upsala, Suecia, había muerto su compatriota Robert Bárány. ¿El nombre te resulta conocido? ¿No?

 

Oriundo de Viena, Robert Bárány era veinte años más joven que Freud. Ambos, pues, eran austrohúngaros de nacimiento y, además, los dos provenían de familias judías. Hay más paralelismos: Freud y Bárány estudiaron medicina en la Universidad de Viena y los dos fueron profesores en ella. El joven Robert se graduó como galeno en 1900, el mismo año en el que su colega Sigmund Freud publicó uno de los libros más influyentes hasta ahora en Occidente, La interpretación de los sueños. Freud después de estudiar medicina se especializó en neurología, mientras que Bárány se dedicó a la fisiología otorrinolaringológica. Robert se enfocó en el oído; Sigmund, en la mente. La contribución más reconocida de Bárány fue el desarrollo de la prueba de calibración del sistema vestibular, conocida precisamente como la prueba de Bárány —evaluaba la función del oído interno y su rol en el equilibrio—. En cuanto a reconocimiento, a Robert Bárány no le fue mal: en 1914 resultó galardonado con el Premio Nobel de Fisiología y Medicina —aunque no pudo recibir personalmente el premio sino hasta 1916, porque durante la Primera Guerra Mundial el prestigiado otorrinolaringólogo vienés fue llamado al servicio militar por el ejército austrohúngaro y corrió con mala fortuna: las fuerzas rusas en el frente oriental lo capturaron y permaneció como prisionero durante poco más de diez meses—. El doctor Sigmund Freud, en cambio, jamás recibió el Premio Nobel de Medicina…, tampoco el de Literatura.

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