domingo, 15 de octubre de 2023

Oniromancia inútil

  

Soñar o poner freno por años.

Palíndroma de José Limón.

 

La noche nos impone su tarea 

mágica. Destejer el universo, 

las ramificaciones infinitas 

de efectos y de causas que se pierden 

en ese vértigo sin fondo, el tiempo.

Jorge Luis Borges, El sueño.

 

 

Los traslapes abundan: las eras históricas nunca terminan de superponerse unas a otras por completo. Para nosotros los seres humanos, el pasado nunca acaba de pasar, al menos no del todo. Muy probablemente el resto de los animales vivan felizmente instalados en el presente; nosotros, no: siempre tenemos presente el pasado. Desde la perspectiva social, en buena medida en eso se apuntala cualquier tradición cultural. En el plano individual, durante el sueño, el inconsciente se encarga permanentemente de recordárnoslo…, aunque no lo recordemos del todo al día siguiente. 

 

En uno de los libros definitorios de la época contemporánea, el imprescindible ensayo La interpretación de los sueños(1900), el neurólogo Sigmund Freud (1856-1939) recuerda que a lo largo de toda la Antigüedad —y podemos considerar también la Edad Media— la gente tenía la certeza de “que los sueños se relacionaban con el mundo de los seres sobrehumanos… y traían consigo revelaciones divinas o demoníacas, poseyendo, además, una determinada intención muy importante con respecto al sujeto”. Es cierto, pero también es verdad que incluso hoy día, en pleno siglo XXI, después de más de tres siglos del centelleante estallido de la revolución científica y a la vuelta de más de cien años de la publicación del citado ensayo de Freud, un montón de personas —y me estoy quedando con las ganas de escribir “la mayoría”— al menos de vez en cuando quiere, trata o de plano entiende —interpreta— sus propios sueños como experiencias astrales —de su conciencia separada del cuerpo—, como recados de ciertas entidades espirituales no humanas —dioses, ángeles, alienígenas, diablos, hadas…—, como manifestaciones de los muertos o como premoniciones codificadas, es decir, como contenidos provenientes no del pasado personal y de la especie —tal como lo entiende el psicoanálisis clásico—, sino del futuro. En este último caso, me refiero a la muy propagada convicción de que los sueños —y si no todos, algunos de ellos—son atisbos, indicios de lo que va a suceder en el mañana. Para muchos, las experiencias oníricas son augurios susceptibles de ser comprendidos por quienes sean capaces de desencriptarlos —no necesariamente el soñante mismo—.

 

— Oye, soñé que estaba en el lado oscuro de la Luna y me comía un bicolor con un poco de mostaza.

 

— ¡Uy!, se me hace que significa que te vas a enfermar de hepatitis E.

 

Embleem: nacht, Jan Luyken, 1695 - 1705

La oniromancia —del griego oneiros (Ὄνειρος), sueño, y manteia (μαντεία), adivinación o profecía—, más que una superstición del mundo antiguo, es una creencia ancestral, una fantasía genérica que, como tal, perdura. Al igual que otras artes adivinatorias —y hay un ingente y variadísimo arsenal—, la oniromancia seguramente es tan humana como la noción de destino, la concepción de que el porvenir de alguna manera ya está decidido. Hace más de dos mil años, en su obra De divinatione (44 a. C.), Marco Tulio Cicerón (106 a. C. – 43 a. C.) escribía: “no encuentro pueblo alguno —por muy formado y docto, o muy salvaje y muy bárbaro que sea— que no estime que el futuro puede manifestarse a través de signos, así como ser captado y predicho por algunas personas”. Y enseguida recuerda que los asirios vislumbran los hechos de la posteridad en las estrellas, y aunque quizá más bien se refería a los babilonios; de cualquier manera, mentaba un pasado al menos tan distante a su propio tiempo como nosotros hoy estamos del suyo.

 

Dromen van Jozef, Jan Luyken, 1704


Creer que a través de los sueños podemos enterarnos de lo que va a pasar necesariamente implica suponer que el porvenir está fatalmente predeterminado. Así que, en última instancia, la oniromancia —al igual que cualquier otro método de adivinación— resultaría infructífera: si el futuro ya está escrito y lo que va a ocurrir es inamovible, ¿de qué sirve un presagio si no va a permitir cambiar el curso de los acontecimientos? En la mitología y la historia de la Antigüedad abundan relatos que ilustran la inutilidad inherente a cualquier presagio —por ejemplo, ¿de qué le sirvió al rey Astiages soñar que su nieto iba a destronarlo, si aunque lo mandó matar recién nacido no pudo cambiar el destino y finalmente fue incapaz de evitar que Ciro se quedara con su imperio? ¿Y para el mismo Ciro qué provecho sacó del sueño funesto que tuvo antes de acometer la conquista de los masagetas? ¿Y de qué le valió a Troya que Casandra predijera su caída?—. Porque en toda predicción se agazapa una paradoja: si usted se entera, ya sea a través de la interpretación de uno de sus sueños o de cualquier otra mancia, de lo que va a acaecer en el futuro y dado que lo supo a tiempo actuó de tal manera que efectivamente lo cambia…, no se ufane, no se sienta tan contento: así estaba escrito que ocurriera, usted fue sólo un instrumento del destino. 

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